(…) Haría calor. Simona depositó el plato en un banquillo, se instaló ante mí y, sin dejar de mirarme, se sentó y sumergió su trasero en la leche. Permanecí un rato inmóvil, la sangre se me había subido a la cabeza y temblaba, mientras ella miraba cómo mi verga tensaba el pantalón. Me tendí a sus pies. No se movía; por primera vez vi su «carne rosa y negra» bañada en la leche blanca. Permanecimos largamente inmóviles, ambos igualmente sonrojados. (…)
Georges Bataille
Historia del ojo
Se lo leía despacio. Intentando mantener la voz firme, pero sin apostarla. Era una edición de 1967, publicada en París, con la cubierta ligeramente amarillenta y las hojas fatigadas.
A Julien lo apodaban «el Lector» en la agencia. Solía llamar casi todas las semanas pidiendo los servicios de una chica. La primera vez que tuve noticias de él fue una tarde en la que yo me encontraba en la agencia. Acababa de llegar un cliente y había pedido ver a las chicas que estábamos allí. Nos presentamos una a una delante de él mostrando nuestras mejores galas como solíamos hacer, pero a mí, aquella vez, de poco me sirvió. Isa resultó ser la elegida. Cuando a alguien le gustaban las tetas grandes, todas estábamos perdidas frente a los, al menos, 110 de talla de esta mulata que gastaba la mayoría de sus ingresos en mantener aquellos dos cañones perfectamente erguidos.
Cuando los dos, cliente e Isa, se retiraron, Susana apareció en la sala. Quizá pudo adivinar un poco la decepción en mi rostro, porque nada más verme me llevó a un aparte y me dijo en voz baja, procurando evitar que otras chicas lo oyeran:
– No te preocupes, chiquilla, acaba de llamar el Lector, ha pedido una chica para que se desplace a su casa.
Prosiguió sin dejarme hablar:
– Normalmente aviso a Cindy, pero le he dicho que teníamos una chica nueva, francesa, con mucha cultura y me ha dicho que quería conocerte.
– Te lo agradezco -le dije, aunque sabía que allí en la casa funcionaba muy bien aquella máxima de «favor, con favor se paga».
– Pues venga, date prisa, que le he dicho que en veinte minutos estarías en su casa.
– ¿Hay alguna cosa especial que tenga que preparar? -le pregunté un poco inquieta.
– No, no te preocupes, es un cliente muy cómodo, leerle alguna cosita, quizá meterle el dedo en el trasero, y poco más… -Se detuvo un instante como si hubiera olvidado algo-. ¡Ah!, sí, perdona, llévate un lápiz y recuerda ponértelo encima de la oreja…
El lápiz sobre la oreja, las tetas enormes de Isa, el Ferrari último modelo aparcado frente al portal o la falda insultantemente cara tras los cristales del escaparate de Gucci… Deseos.
Sabemos que el deseo opera en estructuras simbólicas. Cuando deseamos determinado apartamento, determinado hombre, determinados zapatos, no nos referimos a que realmente deseamos eso y sólo eso. Deseamos algo que está detrás de ello; un estatus social, una relación sexual incomparable, un atractivo irresistible… pero tampoco es eso, o sólo eso.
Detrás, y llevados por eso, deseamos comodidad, cariño, belleza… no, todavía no hemos llegado. Más atrás aún aparece el Poder, la Permanencia, el Amor (fin de trayecto quizá… no, creo que no). El objeto de deseo siempre remite a algo que a su vez remite a algo. La secuencia de relaciones entre elementos simbólicos es infinita. Y al final de esta interrelación de deseos codificados simbólicamente se encuentra, como ya dijimos, uno mismo. El Gran Deseo por llegar a ser uno mismo.
Con Julien yo tenía al menos una ventaja. Era, como él, francesa, y el poder leerle en su lengua materna a Bataille o Sade me otorgaba cierto atractivo para el Lector.
Cuando llegué a la puerta de su ático en Pedralbes, me coloqué el lápiz tras la oreja y toqué una sola vez el timbre. Julien me abrió con una bata de seda roja y una pipa encendida en la mano derecha.
– ¿Eres francesa, no? -me preguntó en mi idioma. -Sí -le respondí-. Nací en la Champagne. Me pidió que me desnudara de cintura para abajo y que no me quitara el lápiz de la oreja. Así lo hice. Él se sentó en un butacón de piel y de una pila de libros que tenía a su alrededor, extrajo uno. Lo hojeó, dobló la esquina superior de una hoja y me lo alargó indicándome: -Lee.
De pie, frente a él, inicié la lectura.
Para ordenar el infinito armazón de significantes simbólicos que son los deseos y al que nos hemos referido antes, utilizamos una estructura determinada que se apoya en nuestra capacidad de representación, de representarnos a nosotros mismos. Se trata de una estructura de orden narrativo. Cuando deseamos, «nos montamos la película». Ordenamos una secuencia imaginativa de episodios que conforman la «historia» de nuestro deseo. El filósofo del deseo Gilíes Deleuze inventó un concepto que explica muy bien esto. Él habló de «estructuras de experiencias» para explicar por qué algunos elementos (personas, ventanas, olores…) son capaces de evocarnos toda una vivencia ficticia, todo un deseo, alrededor suyo. Para ilustrar su aportación utilizó un ejemplo en negativo: «¿Por qué nos dan miedo los maniquíes?», la respuesta era porque los maniquíes no tienen estructura de experiencia, porque no nos remiten a ningún sitio, porque nos remiten a la nada, a la muerte.
Cuando deseamos, componemos, cuando deseamos, escribimos. Quizá sea por eso por lo que algunos, en determinados momentos, adoramos la inmensa capacidad creativa del deseo. Por eso algunos, como decía Nietzsche, «llegamos a amar nuestro deseo, y no al objeto de ese deseo».
No siempre la sesión concluía en la lectura. En ocasiones, decidía complementar la visita con alguna que otra práctica sexual más o menos ingenua. Otras veces era un coito convencional el que ponía fin a la visita. Pero, muchas, muchas veces, aquel hombre vivía su erotismo exclusivamente en la audición de unos textos eróticos. El deseo, como finalmente aceptaron Masters & Johnson, forma, indiscutiblemente, parte integrante de la respuesta sexual humana.
Lo visité muchas veces en aquel lujoso ático. Supongo que cogió cariño a mi voz dura y a mi entonación suave. Cuando abandoné la prostitución, Julien, «el Lector», consiguió localizarme. Tras haber publicado Diario de una ninfómana, contactó con mi editorial y me pidió que volviera a su casa, alguna vez, para leerle. Volví en un par de ocasiones, esta vez sí sin cobrarle nada a cambio, salvo, eso sí, el ejemplar de Histoire de l'oeil, de Georges Bataille, editado por J. J. Pauvert en París en 1967 y del que antes transcribí unas líneas.