El impulso sexual empieza en la adolescencia

Un niño no tiene necesidad de escribir, es inocente.

Henry Miller


Inocente es aquel que no es culpable. El que está exento de culpa o, etimológicamente, «el que no perjudica». Como los niños. Si la infancia es «la edad de la inocencia», la inocencia, como ausencia de culpa, es un bien caduco. Llega un día en que devenimos culpables, en el que dejamos de ser inocentes, en el que alguien nos culpabiliza de algo.

Devenir culpables es un proceso gradual de aprendizaje, se aprende a ser culpable, a dejar de ser niño, y esa enseñanza de la culpabilidad es quizá el gran aprendizaje que realizamos a lo largo de nuestra infancia. Hasta que llega el momento en el que tomamos conciencia de esa gran culpa que nos han dicho que hemos cometido. Más o menos cuando los genitales se engrandecen, cuando aparece vello en zonas que antes eran púberes, inocentes, y cuando la capacidad reproductiva asoma por alguna esquina de nuestra ropa interior. Eso es la adolescencia.

«Ya es una mujer…», es una fórmula convencional de despedida. Por eso los padres la dicen con nostalgia, en voz baja, como si recitaran una salmodia. Nos la escenifican como la pérdida de algo, en la que se agitarían pañuelos de no ser por la urgencia de tener que limpiar afanosamente las primeras manchas, las pruebas del delito, los estigmas de nuestra culpabilidad.

Es la partida sin retorno del Paraíso, dejando en él, olvidado, como si se nos hubiera caído de los bolsillos, junto a los cromos o el olor del osito, algo que ya nunca más podremos recuperar: nuestra condición de inocentes. Es entonces cuando podemos empezar a actuar como culpables, es entonces cuando nos sentimos culpables, después de que toda la culpabilidad que nos han ofrecido la aceptamos como nuestra. Eso es la juventud. El resto del tiempo, sólo «maduramos» lo que nos enseñaron en la infancia, asumimos en la adolescencia y pusimos en práctica en nuestra juventud. Para que seamos capaces de culpabilizar a otros inocentes.

Nuestra existencia es la historia de una culpa asumida que transmitimos como la peste. Escribía Thomas Bernhard que «la infancia es un agujero negro donde hemos sido precipitados por los padres y del que hay que salir sin ninguna ayuda. Pero la mayoría de la gente no consigue salir de ese hoyo que es la infancia, están allí toda su vida, no salen y son amargos». No salimos de la culpa donde nos precipitan… quizá porque, para despojarse de ella, hay que recuperar la inocencia.

Las sábanas solían ser de un estampado con flores rosas. Su olor era de almidón, de fin de semana y de la piel tibia de Isabelle. Mi prima.

Es un esquema perverso el de la culpabilización. Eso sí que es perverso, y no besar una flor. En todo ese proceso, nos han encontrado una serpiente que roba el fruto y nos lo ofrece. La serpiente es el sexo y la manzana es el conocimiento del sexo. Mientras existe la inocencia, el sexo no está. No hay jardín de las delicias o Edén en el que habite un solo reptil. Cuando mordemos la manzana de nuestro propio conocimiento de seres sexuados, somos fulminantemente expulsados de la inocencia, de la falta de culpa.

Así nos lo hemos creído porque así nos lo han vendido (los mismos, entre otros, que inventan los paraísos, las serpientes, las manzanas y hacen que los niños nazcan con un pecado original que sólo se puede lavar con el sacramento del bautismo; con la adhesión al club de los libertadores que nos salvan del pecado que ellos inventaron).

Pero sucede que los niños, los angelitos, son, contrariamente a lo que cuenta la leyenda, seres sexuados, como los adultos. Sólo que sin sentimiento de culpa por ello. Sin el sentimiento que les imbuimos en la infancia y asumen plenamente en la adolescencia, cuando pueden empezar a pensar en hacer uso de su condición de sexuados. Porque el «sexo» no es «lo que los adultos hacemos con los genitales». Para el sexo, no hay que esperar a que se cubra nada de vello, o que encontremos un agujero que tapar o dejarnos tapar o que tengamos plena conciencia del problema que nos hacen creer que es el sexo; para el sexo, sólo hay que nacer.

Isabelle había cumplido los doce años dos meses antes que yo. Ambas vivíamos nuestra adolescencia de fin de semana juntas. Su casa estaba en el campo. Cerca de la entrada había un columpio, atado a las ramas de una encina, donde se producían nuestras mayores discusiones. Calentábamos agua ficticia en teteras de plástico y servíamos el té, en riguroso orden, a los muñecos que se habían congregado alrededor de la mesa. Yo siempre procuraba darle el trozo de pastel más grande a mi nounours, aunque no siempre era fácil, porque Isabelle también tenía su favorito. Así que volvíamos a discutir. Veníamos haciendo esto desde hacía años, y yo encontraba que eso era ya cosas de niñas, pero Isabelle siempre prefería eso a ir a ver jugar al fútbol a los chicos. A mí me gustaba Hervé y a Isabelle también. Por lo que acabábamos discutiendo. Como cuando ella se empeñaba una y otra vez en poner el mismo disco de música pop en el tocadiscos que le acababan de regalar.

En el cobertizo nos contábamos nuestros secretos. Resulta curioso la de secretos que tienen unas adolescentes. Allí le expliqué mi primer beso y allí nos bebimos dos botellas de vino rancio que acabaron con nosotras. Un día, encontramos un garito volviendo del pueblo. Pese a nuestra insistencia, no conseguimos que Isabelle pudiera quedárselo. Su padre se lo llevó.

En el camino que iba de la casa al pueblo fue donde me caí por primera vez de una bicicleta (creo que, desde entonces, no he vuelto a subir a ninguna).

De noche, cuando no nos dejaban salir con el grupo, veíamos la tele con nuestros padres. Los mayores tenían una especial habilidad para detectar los cuadraditos blancos que aparecían en pantalla. En cuanto uno de ellos asomaba, señal inequívoca, en Francia, de que el programa era para adultos, nos mandaban a la cama.

Allí jugábamos, con la luz de una linterna, a papas y mamas. Y claro, los papas y las mamas se besan y se tocan. Determinar quién hacía de papá o de mamá era sencillo. Allí, casi nunca discutíamos.

Durante mucho tiempo, el ir, los fines de semana, a casa de Isabelle fue para mí uno de los pocos alicientes de mi adolescencia.

El sexo no es tampoco la puesta en práctica del sexo. Igual que el lenguaje no es el habla. El adolescente es una persona apasionada que balbucea. El niño es una persona receptiva que todavía está pensando lo que va a decir. Ello no implica que haya que protegerlos a ambos del lenguaje. A ellos habría que protegerlos de la culpa muchísimo más que del sexo. Hay que protegerlos del miedo de los adultos.

De lo que los adultos entendemos por sexo, bastaría con no mostrarles el «espectáculo» del sexo. Y eso, muchas veces, más por las estupideces que conlleva que por lo que de hiriente pueda tener para sus sensibilidades. Si tienen que entender algo, que no sea una estupidez lo que entiendan. Hagamos de su inocencia un fin y no un preámbulo para la culpabilidad. Y dejemos de creer, nosotros los adultos, que la inocencia es la negación de su sexualidad, sólo porque ya no recordamos lo que es ser inocente. Como decía Jean Giono: «La inocencia es siempre imposible de demostrar»… sobre todo cuando todos tenemos una prima a mano.

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