Existe el punto G

(…) A veces la cabeza es de león, el cuerpo de cabra y la cola es de serpiente; a veces tenemos en cambio un solo cuerpo, de león o de cabra, y tres cabezas, de león, cabra y serpiente; a veces, finalmente, tiene las tres cabezas de los animales pegadas a partes distintas de un solo cuerpo, generalmente de león (…)

La Quimera

Diccionario ilustrado de los monstruos Massimo Izzi


Mi madre solía recortar los puntos que daban con el paquete de detergente de lavadoras. Dos por paquete. Cuando se habían conseguido treinta, había que meterlos en un sobre, franquearlo y enviarlo a la dirección del fabricante. Al cabo de un mes, recibíamos en casa, a portes debidos, un tazón para el café con leche decorado con calcomanías de animales. Todavía los conserva en la alacena.

La vagina cada vez tiene más puntos. Desde que se descubrió oficialmente que era insensible, con tan pocas terminaciones nerviosas que es posible hacer un raspado del cuello del útero sin apenas anestesia, empezaron a aparecer por todas partes de su geografía. Les pusieron iniciales: «F», «A», «K», «G»…, que siempre son más serias y científicas que las descripciones.

Que nadie se inquiete, que si se acaban las letras, podemos hacer como con las matrículas y poner números, y que nadie se altere tampoco por lo limitado en tamaño de la vagina; en doce elásticos centímetros caben muchas cosas, y si son puntos, más todavía.

El inconveniente de los superlativos es que no se pueden matizar. No podemos decir, por ejemplo, «muy buenísimo» o «extraordinariamente máximo». Sin embargo, estos puntos, en sus anuncios, prometen conseguir magnificar un superlativo: el orgasmo. De paso, prometen también redimirnos, a todas las que seguimos estimulándonos el clítoris, de nuestra ignorancia y de nuestra mediocre capacidad de goce.

Mientras, algunas chiquillas siguen preguntando si el preservativo hay que ingerirlo plegado o desplegado, si se pueden quedar embarazadas con una felación o si la pildora se introduce en la vagina, y algunos, no tan chiquillos, se devanan los sesos pensando si un pene de doce centímetros es normal o si tres veces a la semana es poco.

Mientras, la ciencia sigue sin saber si… bueno, sigue sin saber. Y entretanto, el coito, el rey de las prácticas eróticas del «discurso normativo del sexo», sonríe.

De lo que no se duda, ni chiquillas ni adultillos, es de que metiéndola a fondo, la mujer alcanza indefectiblemente lo que llamaban, no hace mucho, el «paroxismo histérico» (el «orgasmo» para los que somos de aquí). Histérica, con tanto meter y sacar, sí puede acabar una, eso es cierto, pero a la más pura histeria está condenada una si topa con uno de esos «hurgadores vaginales», con «los exploradores de grutas», cada vez más frecuentes por leer lo que no deben, que creen que la vagina es una nevera llena en tiempos de Cuaresma.

Fue al acabar la cena cuando me lo propuso: -Miguel no consigue encontrarme el punto G, no sé… a lo mejor te parezco muy descarada, pero… a lo mejor… si tú y yo…

Conociéndola un poco como la conocía, la oferta no me sorprendió demasiado.

De Tatiana resultaba especialmente atractiva su ingenuidad. Momentos antes, en el sorbete de melón, nos había escenificado con todo detalle cómo alcanzó el orgasmo cuando su marido la había poseído rabiosamente durante un crucero por el Nilo. Sus gritos y gemidos aceleraron la llegada de la cuenta.

No dije ni que sí ni que no, estaba valorando si me interesaba aprovechar que el Ebro pasaba por Tortosa, pero ella prosiguió:

– No te preocupes por Miguel, se lo he contado y ¡le parece perfecto!

No era en mí, sino en Miguel, en quien estaba pensando.

El punto G sirve, por lo menos, para diferenciar dos tipos de mujeres: las que manifiestan que lo tienen y loan sus virtudes y las que niegan o prescinden de su existencia y dudan de sus cualidades en caso de que las hubiera. Ambas posiciones, creyentes versus agnósticas y ateas, se enfrentan en una lucha despiadada en la que las susceptibilidades se enconan y el rango de feminidad parece estar en juego. Los hombres, por lo general, parecen tenerlo mucho más claro: la inmensa mayoría de las parientas se corren, como gacelas perseguidas por leones en la sabana, a poco que las penetren. En cualquier caso, el tema es muy sensible (posiblemente tanto o más que el traído y llevado punto de Grafenberg).

Personalmente, yo, como se puede deducir, me englobaría en el grupo de las agnósticas. Nunca he experimentado un orgasmo derivado exclusivamente de la estimulación vaginal. Cuando estimulo, o me estimulan, la zona rugosa que se corresponde, según los mapas, con el punto G, ni siento ni dejo de sentir, quizá porque no olvido que se está estimulando la raíz interna del clítoris y presionando la uretra. Y ya se sabe, nada peor para escribir relatos sobre el rayo que saber lo que es el rayo…

Por lo tanto, yo diría que el punto G ni existe ni no existe, sino todo lo contrario. Creo que las mujeres que experimentan orgasmos a través de esta zona de la vagina son verídicas en sus afirmaciones (experimentan lo que cuentan), pero opino que las que lo niegan son veraces en las suyas (es verdad lo que cuentan).

Cada mujer es, en cualquier caso, un universo y cada deseo individual opera con mecanismos de una infinita complejidad que se activan a poco que el deseante crea que se deben activar con una cosa o la otra. Pero, y en eso insisto, para lo que sin duda sirve el punto G, y todos los demás, es para perpetuar el modelo de una sexualidad de vocación reproductiva y de práctica copulativa. De todas formas, creo que el problema, la pregunta y la respuesta al «teorema de los puntos» no pasa por resolver su existencia. Que exista o no es, quizá, lo de menos. El tema de fondo es otro.

Cuando, en la cama, de rodillas frente a ella, deslicé sus braguitas por sus largas piernas, pude ver su hermoso pubis cubierto por una fina capa de vello rubio. Tatiana me había lamido rítmicamente, dibujando sobre mi vulva, con su lengua, todo un abecedario. Su boca iba y venía sobre mi clítoris, como si hubiera olvidado algo que repentinamente recordaba. Mientras, sus dedos me acariciaban, a saltitos, el vientre, el interior de los muslos, el pecho y su larga melena cosquilleaba mis caderas. Noté que ya no me oía a mí misma, intenté retenerme un segundo más, pero una corriente punzante en el sacro inició mis espasmos.

Ligeramente incorporada y situada a su lado derecho, empecé a besar la línea que va de su vientre hasta su mentón. Con mi mano izquierda masajeaba su cabeza y con la derecha me centré en sus genitales. Levanté con la punta del pulgar, presionando ligeramente, el capuchón de su clítoris, mientras rozaba lo que quedaba al descubierto con la parte media de mi dedo. Al mismo tiempo, introduje mi dedo corazón hasta la mitad en su vagina para alcanzar el inicio del hueso pélvico. Mantuve un tiempo los movimientos sincronizados de mi pulgar y del corazón. Su respiración se agitó, sus gemidos se incrementaron y con un grito exclamó: «¡Me corro…!». Noté las convulsiones comprimiendo mi dedo, y mi mano y mi antebrazo se vieron empapados por un líquido caliente. Las dos nos sorprendimos. Ella se incorporó rápidamente y observando la situación y la humedad de las sábanas, me dijo, con la misma candidez en su rostro con la que me propuso el encuentro:

– Lo siento… me he hecho pipí…

Y era verdad.

Lo verdaderamente significativo de las dudas que genera el punto G y sus aledaños resulta del preguntarse por qué, en puertas de clonar a un humano, no sabemos cómo funciona la maquinaria sexual femenina. La segunda duda de fondo surge al preguntarse a quién le interesa que la cosa siga siendo así.

Que el punto G o la eyaculación femenina sean como el Santo Grial o como una Quimera sólo demuestra el pánico atroz que le sigue despertando la sexualidad femenina al «discurso normativo del sexo». Decía Víctor Hugo que existen dos maneras de ignorar las cosas: la primera es ignorándolas y la segunda es creyendo que las sabemos mientras las ignoramos.

No sabemos nada y no nos dejan saber nada de eso, de la sexualidad femenina, que para algunos sigue siendo un animal ávido con vida propia que devora y humea a todo el que se le acerca. Si algo aparece de cierto, lo inundan de fantasías y leyendas de unicornios alados, de esquemas cifrados para pianistas o espeleólogos y de puntos y secuencias.

Muchos puntos para alguien como yo, que prefiere el café a las tazas.

Загрузка...