– ¡¡¡Joder, es que parece que yo no pueda hacer con mis genitales lo que me salga de los mismos!!! -dije indignada-. ¡Parece como si mi vulva fuera propiedad del Estado…! -rematé.
– El coño de Valérie como un bien de uso social… tía, eso sí que es una buena orgía… -dijo él, aspirando, adormecido, el humo de aquel exótico cigarrillo.
Durante una conversación, en casa, tras la publicación de Diario de una ninfómana.
Cuando la conocí, trabajaba en una planta envasadora de pescado. Su contrato de treinta días concluía aquella semana. Cada dos horas tenía cinco minutos para poder fumar un cigarrillo. El gorrito de papel se le pegaba al cabello como una peluca rígida de los cincuenta. El resto del uniforme, que debía preservar bajo su responsabilidad al menos treinta días, la convertía en un elemento más, con una identidad difícil de rescatar de la del resto de las envasadoras. Ello no impedía que el encargado de planta la mirara bien, quizá con la promesa de treinta días más. La jornada de ocho horas se extendía a doce (seis cigarrillos al cambio). Nadie la obligaba a ello. Nadie salvo, quizá, un marido de baja por depresión crónica, un alquiler más alto que su salario, los lápices de colores prometidos a su hijo y el hacer méritos profesionales evitando pasar por las manos del encargado. De todo, lo más complicado era eliminar el olor a pescado cuando regresaba a casa.
Me lo contó en la Feria del libro de Madrid de 2006 en El Retiro. Había comprado mi último libro y quería que se lo dedicase: «A Desiré, con cariño». Me preguntó, entre tímida y esperanzada, lo que podía hacer para recuperar el deseo que su pareja había perdido, mucho tiempo atrás, por ella. Le respondí con una fórmula estándar, de esas que no sirven para nada pero que quedan bastante bien.
La cola de gente esperando saludarme frente a la caseta era, en aquel momento, considerable.
La dignidad empieza a asociarse al sexo cuando se sacralizan los genitales. Cuando los genitales de uno pasan a ser propiedad de la comunidad (religiosa, social o política) y su uso, regulado por las leyes de ésta. Intuyo, y ésta es una propuesta que lanzo, que posiblemente en los inicios de este proceso de identificación genital/dignidad vía sacralización tiene mucho que ver la Virgen María. En el origen del mito de la virginidad de María resulta instructivo leer a autores como Arnheim que atribuyen el «fenómeno» de María a una mala e intencionada traducción del hebreo al griego (la lengua que hablaban todos los exegetas de la figura mesiánica). En la Edad Media, el «amor cortés», con su casto sentido del amour de loin (del amor por la «mujer concepto», por la que no se «encarna») y el nacimiento del culto mariano (la Virgen María hasta entonces había sido sólo una figura más o menos devocional del imaginario cristiano, pero es en la Baja Edad Media donde se le empiezan a consagrar iglesias y catedrales y cuando comienza a aparecerse su imagen) aposentan esta obligación de la virtud genital. Sea como fuera, en esos órganos que llamamos genitales parece que habita en las mujeres, como un huésped gorrón al que nunca le llega la hora de irse, la dignidad.
Me alegró recibir un e-mail de ella unas semanas más tarde. Una dirección de correo electrónico que figuraba en la solapa de mi libro le facilitó el acceso. Me contaba que le habían rescindido el contrato en la planta envasadora, pero que, en apenas diez días, la ETT la había colocado en una nave empaquetando ositos de peluche. No había un solo reproche hacia el mundo en sus comentarios.
No es extraño que me contacten ignorantes que apestan con su amargura y su rencor, sólo porque son capaces de imaginarse un devenir mejor. Personas que culpan a los demás de que los cuentos de hadas no se cumplan y que con una enorme agresividad hacia la vida y hacia los que la pueblan son incapaces de encontrar ninguna responsabilidad propia al haber escrito en su fantasía una historia que no es la suya. Gentes que, en ocasiones, me ponen en el punto de mira de sus deseos oníricos y que cuando la realidad les coloca en su verdadera vida mediante un, por ejemplo, «perdona, pero no voy a ir contigo a tomarme una copa», reafirman su naturaleza de odio e ignorancia acusando a cualquiera, al lechero, al IPC, a Valérie Tasso, de no darles lo que sólo han imaginado. «¿Pero cómo es posible que me desprecies, con lo que yo estaría dispuesto a darte?»
Pero éste no era el caso de Desiré. Para ella yo era una ficción, casi cinematográfica, que le permitía evadirse, aunque fuera durante el tiempo de una línea, de una realidad que aprieta como un garrote vil. Concluía la nota dándome las gracias por haberla atendido en Madrid. Y por haber sido amable con ella.
La dignidad es una entereza individual que consiste en preservar su propio código de valores, por extraña, difícil o absurda que la vida se presente. La dignidad no tiene sitio, ni colectivo, ni plural.
No existen, por ejemplo, unos genitales que preserven la dignidad, no existe una dignidad «femenina» y no existen «dignidades» adaptables a las circunstancias, aunque sí exista, como en todo lo que nos conforma como humanos, una evolución en la escala de valores que la soporta.
Leí, de jovencita, que ocurría, en ocasiones, que personas inteligentes tenían dignidad, pero que a los idiotas no les faltaba nunca. Y sucede muchas veces que los que pontifican desde la palestra de la moral son de este segundo tipo. Indigno es el político corrupto que bajo la excusa del bien común sólo procura el propio, indigno es el moralista que mientras mortifica la carne de los demás se acerca a los niños para tocarles la «regaderita», indigno es el que justifica desde su chaise longue, procurando que no se le enfríe el té, que digno es estar doce horas al día agachado de rodillas en una cadena de montaje apretando un tornillo, delincuente es el que por un beneficio personal obliga a un segundo a realizar una actividad que no encaja en su código de valores e ignorante es el progresista que cree, como los buenos fascistas, que para salvaguardar una «dignidad de género» hay que inhabilitar la capacidad individual para decidir qué es digno para uno y qué no.
Los ositos de peluche duraron veintitrés días y la empresa de trabajo temporal tardó dos meses en buscarle destino.
La prostitución es una actividad profesional que consiste en ofrecer un servicio de carácter sexual a cambio de una retribución económica. Con frecuencia esta prestación de servicios implica un contacto genital, si bien esta particularidad no es definitoria del ejercicio de esta actividad. Puede ser ejercida de manera libre y voluntaria (aunque los mecanismos morales, judiciales y fiscales de nuestra comunidad no lo contemplen) y puede ser, precisamente por el marco moral en que se ejerce, inducida o forzada, aunque esta posibilidad tampoco es definitoria de la actividad.
Se establece, en la prostitución, un contrato en el que una persona de determinadas cualidades ofrece, durante el tiempo acordado, un «talento» en asuntos amatorios a cambio de una contraprestación económica preestablecida. Con relación a la inmensa mayoría de actividades profesionales -agente de bolsa, albañil, guía turístico, futbolista…- lo único que la puede diferenciar no son unas específicas relaciones de dominación o sumisión entre cliente y persona contratada, unos horarios extraños o unas retribuciones variables, sino exclusivamente el ocasional uso de una parte u otra de la anatomía del prestador.
Recibí, tres días antes de escribir estas líneas, un último correo de Desiré. Su compañero había encontrado un empleo temporal como asistente de cocina en un restaurante de la zona. Confiaba en que con ello quizá pudieran devolver el préstamo personal al consumo que habían solicitado para pagar el anterior y, lo que era tan importante, quizá su compañero recuperaría la libido perdida. Además llevaba dos meses ya montando la escobilla derecha del parabrisas en una cadena de montaje y le habían prometido que al tercero la harían fija. Rebosaba optimismo, aunque temía por sus índices de productividad; en el tiempo que ella montaba dos, algunos compañeros podían montar tres. La prórroga de su contrato para el segundo mes concluía la semana entrante y no le habían dicho nada. El próximo martes sabría algo.
Drieu de la Rochelle era un intelectual francés, fascista y colaborador con los nazis durante la Ocupación. Se suicidó en un segundo intento. En su obra L'homme á cheval escribió: «Sólo he encontrado la dignidad de los hombres en la sinceridad de sus pasiones».
Desiré es una luchadora que ejemplifica, como mucha otra gente, mucho más allá de discursos escritos sobre papel, lo que es y lo que implica la dignidad. Que soporta con entereza y ánimo las dificultades de su vida real, además de soportar a tipos de Yale que en sus comidas de ex alumnos de niños riquitos, de padres más riquitos, dicen que la suerte no existe, que hay que saber generar las circunstancia y que quien no las genera es porque es un incapaz o un holgazán. Y la Virgen María es… la Virgen María.