El sexo es un impulso biológico

ESCENA VII

El patio de palacio repleto de gente.

(PADRE UBÚ coronado, MADRE UBÚ, CAPITÁN BORDURA, LACAYOS cargados de carne)

LA PLEBE. ¡He aquí el rey! ¡Viva el rey! ¡Hurra!

PADRE UBÚ (Arrojando oro.) Tomad, para vosotros. No me divierte demasiado daros dinero, pero ya sabéis, es Madre Ubú quien lo ha querido. Prometedme, al menos, que pagaréis los impuestos.

TODOS. ¡Sí, Sí!

CAPITÁN BORDURA. Mire, Madre Ubú, cómo se disputan el oro. ¡Qué batalla!

MADRE UBÚ. Verdaderamente horrible. ¡Argg! Allí hay uno con el cráneo abierto.

PADRE UBÚ. ¡Qué bonito espectáculo! Traed más arcas de oro.

(…)

Del Acto II de Ubú Rey

ALFRED JARRY

(Ubú acaba de derrocar como rey a Venceslao)


Tan decepcionante es derrocar a un rey como esperar algo del nuevo, y tan ajeno suele resultar para el pueblo, como indiferente para el concepto del poder. Al menos, mientras nos sigan haciendo falta reyes.

Determinar quién debe mandar no es siempre asunto sencillo. Pero entre las características múltiples que pueda tener un poder, hay una que suele ser común a todos los recién Llegados que alcanzan el trono: estar, o hacer creer que están, en posesión de la Verdad.

La verdad se convierte así en «aquello que justifica la toma de poder y el ejercicio legítimo del mismo». Un «discurso de la verdad» suplanta a otro y vive el tiempo que tarda en aparecer un tercero, mientras que en proclamarse tarda lo que tarda en convencer de que la suya es la «verdad más verdadera». Lo irrefutable deja de serlo cuando otro poder se proclama (en su justificación) como irrefutable.

Un rey dura lo que dura su verdad. El tiempo en que nos tiene convencidos de que no hay más verdad que la suya.

En las alcobas de palacio, se está discutiendo sobre quién es el rey legítimo que gestiona el «discurso normativo del sexo». Se discute sobre quién debe, desde la verdad, ejercer el uso de la palabra en nombre del sexo. Mientras, el sexo calla y el modelo que lo representa permanece inmutable, respaldado por las distintas verdades (los distintos emperadores) que lo justifican y lo consolidan. Porque no se cambia el collar, sólo se discute sobre quién es el amo que debe, esta noche, pasear a la fiera. Y nosotros vemos pasear al perro, mientras nos hacen creer que es un perro el que pasea y que la fiera es sólo un pastor alemán adiestrado.

Hasta ahora, la voz del rey nos decía que el ejercicio del sexo dependía de nuestro raciocinio, el que, hábilmente guiado por el recto código moral que la corte emitía en forma de cultura, mantenía el control sobre lo que nosotros decidíamos hacer con nuestra puesta en práctica de la sexualidad. Sólo existía algo único que mandaba sobre nuestras pasiones y nos permitía obrar bien o mal: nuestra propia voluntad. Ésa era la verdad.

Un día, apareció un nuevo pretendiente. Sostenía, en su verdad, que nosotros éramos entidades bioquímicas, determinadas y reguladas por un funcionamiento endocrino en el que nuestra conciencia, nuestra voluntad, muy poco podía hacer. El monarca pretendiente llegó, en su argumentación de toma de poder, cargado de hormonas, de ciertos niveles de producción en sangre, de glándulas y de estadísticas. Y expuso la nueva verdad de las cosas.

La infidelidad no era ya una cuestión de inmoralidad, sino de una conducta inmoral determinada por la oxitocina, el deseo ya no era una cuestión de un mayor o menor uso libertino de nuestra libido, sino de niveles de testosterona que nos convertían o no en libertinos. Inmorales y libertinos en ambos casos, por cualquier motivo.

Y los pecadores pasaron a ser pacientes. Y lo que antes se remediaba con penitencias ahora se remedia con parches. Porque no podía ser de otra manera, lo que la moral exige que se remedie tiene remedio. Cuando la voluntad no controla la endocrinología que nos conforma, la única voluntad que nos queda es la de «remediarnos». La ridícula pugna entre algunos «culturistas» (humanistas, religiosos, moralistas…) que proclaman que lo que determina el uso de nuestra sexualidad son factores estrictamente culturales y algunos «biologistas» (científicos, médicos, biólogos…) que sostienen que sólo somos lo que nos conforma bioquímicamente y en función de eso actuamos, estaba servida. Parece que hace falta un rey que, en el sexo, defienda con verdades el discurso normativo de siempre.

Nunca me ha gustado el atún poco hecho.


Pedí que lo pasasen un poco más, o que, al menos, lo pescasen antes de servírmelo.

– Prefiero que no nade en mi estómago…

Observé mi copa medio vacía y busqué desesperadamente en la cubitera la botella de tinto. Si la noche seguía así, sólo acabaría encontrando consuelo en el vino. De los cuatro comensales que me acompañaban, tres eran estúpidas y el cuarto, el marido de una de ellas. Borracho. No podía ser de otra manera.

Hay veces en las que tendemos a marcar dicotomías donde no existen. Pero ya se sabe, nuestro entendimiento parece que sólo funciona si confrontamos opuestos. Si no está arriba, está abajo, si no es claro, es oscuro, si no es de día, es de noche. Es nuestra lógica de la confrontación binaria, donde «esto» es «lo que no es aquello», olvidando los «sucediendo» y «lo que tiende a». La «lógica olifusa» sigue siendo más difusa que lógica.

Determinar si nuestra naturaleza última es cultura o biología me parece una de esas dicotomías absurdas. Somos bioquímica y cultura. Nuestra bic›química condiciona la aprobación o el rechazo de los valores culturales que se nos presentan y nuestros valores culturales adquiridos, en nuestro proceso de «humanización», condicionan nuestras reacciones bioquímicas. Cuando mis valores hacen que interprete una situación como triste, mis niveles de dopamina bajarán, cuando mis niveles de dopamina bajan, harán que interprete cualquier situación como triste.

Sexualmente, mi orgasmo, sin la interpretación que de él hace mi código de valores, sería como un calambre, mientras que si mi orgasmo no fuera acompañado de una reacción física, sería una mera especulación abstracta.

Escribía no hace mucho, en un artículo, otro ejemplo:


Es como si mi panadero se preguntara cuando solicito la de cuarto muy hecha:

«¿Quién me está hablando? ¿La filosofía y la gramática de Valérie o la laringe y la lengua de esta francesa tan… francesa?».

¿Quién debe regir mi forma de pedir la barra? ¿Los gramáticos, los logopedas, los otorrinolaringólogos, Dale Carnegie o mis ganas de comer pan?

Determinar nuestra naturaleza última es darle el cetro a quien consideremos que tiene la autoridad (la verdad) sobre el sexo y decidir quién puede establecer los códigos morales para seguir haciendo moral del sexo. Eso es lo que creo que verdaderamente se está decidiendo.

Al estar yo en la mesa, la conversación derivó, inevitablemente, hacia el sexo. En el aburrimiento o en la reflexión es cuando verdaderamente podemos llegar a ver lo que un idiota puede dar de sí. Las tres defendían apasionadamente la tesis de que el bien moral está en la «naturaleza». «Las leonas cuidan a sus cachorritos amorosamente…», sostuvo la de mi izquierda para ilustrar su tesis. Mientras, las otras dos reflexionaban profundamente sobre lo que ella acababa de decir (aunque, quizá, sólo rezaban en espera de la iluminación divina). Y el otro seguía bebiendo (aunque, quizá, sólo comulgaba).

Llegó el punto central de su argumentación; la homosexualidad no se daba en la naturaleza, por tanto, la homosexualidad no estaba «bien». In vino ventas, pensé, tomando otro trago. Posiblemente fue el vino, o mi hartazgo, o que anticipaba que la cuenta iba a acabar cayendo de mi lado (cuando hay cuatro ricos en una mesa, suele ser el quinto pobre el que paga la cena.) Así que, muy solemne, me puse en pie, tiré sin querer el vaso de agua (posiblemente bendita) que bebía la partidaria de lo natural. Y le dije: «Mira, bonita, si una de las cachorritas crece, es más que probable que su padre se la folie en cuanto tenga su primer celo. A los cachorros machos, posiblemente no les dé por el culo, pero sólo porque antes se los habrá comido a poco que tu amorosa leona madre se descuide un momento…». Balbuceó algo mientras se secaba el agua de la falda. Pensé que allí se había acabado la cena, pero no. Y la cuenta cayó de mi lado.

Los riesgos de una moral biologista son evidentes: si aceptamos la verdad biológica de que somos marionetas en manos de nuestra endocrinología, el orden moral debería tambalearse. Porque el mismo fundamento del libre albedrío y de la responsabilidad última de obrar bien o mal quedaría en entredicho. Ya no seríamos ni buenos ni malos, sólo actuaríamos bien o mal, pero nunca por culpa nuestra, sino por culpa de algo que nos trasciende; nuestra conformación química.

En Occidente, el ser humano es la causa última de su responsabilidad. EE UU es el país (aunque no el único) del sueño americano. Quien quiere puede, sólo es cuestión de voluntad y determinación. Cualquiera puede ser presidente o millonario, sólo depende de su voluntad de serlo. Es quizá por eso por lo que es el país con más frustración y amargura por metro cuadrado; quien no consigue lo que quiere es porque le falta ejercer la responsabilidad sobre él mismo, lo que lo convierte en un vago o un disminuido. Por otro lado, el mismo país es posiblemente el único de nuestra cultura que mantiene vigente la pena de muerte como sanción a un delito. El principio es el mismo: las acciones son siempre responsabilidad del que las ejecuta, no de su páncreas. Quizá por eso sea también el país donde más creacionistas existen y más se condena a Darwin (aunque se haga una particular interpretación de su teoría de la selección natural aplicada a los negocios).

Morales deterministas escritas por la ciencia o por la mano de Dios, cuando la verdadera moral del sexo es muy sencilla: «Gozar y hacer gozar, sin hacer daño ni a ti ni a nadie: he aquí, creo, toda la moral», como dejó por escrito Nicolás de Chamfort. El mismo que dijo que «cualquiera que haya destruido un prejuicio, un solo prejuicio, es un bienhechor del género humano». Pero lo primero es imposible sin lo segundo. No haremos el bien si al otro lo han convencido de que le estamos haciendo el mal.

Rompamos los prejuicios y no los perpetuemos desde una concepción de nosotros mismos o desde otra… que el conocimiento de nuestra condición no alimente la concepción que de nosotros tienen los de siempre.

Y dejemos a Ubú Roi para los buenos lectores… y los reyes para los monárquicos.

Загрузка...