Todos podemos ser multiorgásmicos

Sonya Thomas el 1 de febrero de 2006 se comió veintiséis sandwiches de queso en diez minutos. Ganó con ello el prestigioso Campeonato Mundial de Comedores de Sandwich de Queso. Al finalizar la competición se mostró decepcionada: «Podía haberlo hecho mucho mejor», declaró.

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Recuerdo mejor los gritos de mi madre que el motivo de los gritos. Yo debía de tener apenas cinco años y un osito de peluche, de color osito de peluche, tres dedos más grande que yo. No sabría explicar muy bien por qué me frotaba contra él, aunque intuyo que mi madre sí debía de tener una idea mucho más clara que yo. Al menos su cara de pánico reflejaba una enorme seguridad.

Un tiempo después seguía sin saber qué ocasionaba los gritos de mi madre, pero aprendí a ocultarme cada vez que buscaba el cariño de mi amigo de trapo. Entonces, la naturalidad se convirtió en intención y la satisfacción en ocultación, aunque la inquietud no estaba en mí, sino en el ojo de mi madre. Con toda su buena intención.

Aprendí, cuando ya era yo la que le sacaba tres cuartas al osito, que no era la única niña que se sentía bien muy cerca de su nounours, ni la única que desvestía a mis muñecas más con la intención de ver que con la de cambiarlas. Podría incluso decirse que yo no resultaba nada original en mi actitud. Aunque quizá, para cuando supe esto, y con vistas a evitar la culpa, ya era un poco tarde.

El orgasmo tiene algo de partida, de experiencia inefable y de expresión muda.

Bataille lo llamaba la petite mort («la pequeña muerte») posiblemente porque, si bien una se va, tiene ocasión de regresar. Es de las cosas más inequívocas de sentir, pero más endiabladamente difíciles de definir. Es pura acción, puro gerundio, sin circunloquios ni argumentaciones. Su experiencia misma oscurece todos los discursos sobre él. De nada vale, tampoco, una exposición clara de la sintomatología que lo acompaña, porque su realidad es mucho más amplia que la suma de los síntomas que produce. De nada valen tampoco las valoraciones en torno a él, porque cuando él llega se las lleva a todas. Y no hay ciencia que lo aborde, a no ser la mística.

El orgasmo es el «gran comedor» de palabras. Sólo permite el gemido, el aullido, la expresión infrahumana, pero no la palabra. Lo que queda de humano en nosotros, en presencia suya, es sólo la necesidad de expresar, pero no el lenguaje, ni el pensamiento. No hay tampoco risas durante su presencia, «antes» posiblemente, «después», tal vez, pero «durante» nunca. Ni risas, ni palabras, sólo él.

Tuve que superar con claridad la veintena para sentir mi primer orgasmo. Lo alcancé sola. Una de aquellas noches en las que deseaba más pensar en mi ocasional amante que en estrecharlo.

La maquinaria sexual femenina es de una enorme complejidad; olvidada, moralmente castigada en su uso y enormemente misteriosa. Una misma debe aprender a tratarla y debe aprender a perder el miedo a tratarla. La marea de falsas creencias, de supersticiones, de miedos acumulados, de doctas ignorancias ocultan el verdadero hecho: tener un orgasmo es haber aprendido a tenerlo. Y todo conocimiento requiere valentía para trascender, talento para medir y tiempo para crecer.

En el aula vacía de Derecho Internacional se dio mi primerizo orgasmo en compañía, con mi mano dirigiendo la suya. El peluche de aquellos días se llamaba Thierry. Fue un orgasmo «en construcción». Apareció, de eso no tengo dudas, y en cierta medida amplificó las sensaciones placenteras que decenas de amantes antes que él me habían propiciado.

Otra tarea compleja es intentar definir el sexo sin asociarlo al orgasmo. Y sin embargo así debería hacerse. Creer que el sexo es «aquello que tiende o procura el orgasmo» es limitar extraordinariamente el sentido del sexo y darle una finalidad concreta. Es intentar hacerle un traje de novia al viento. El sexo sólo tiene límites para quien se los pone y finalidad para el que se la impone.

Llegué con el tiempo justo de cambiarme para recibirlo. Tenía poco pelo. De mediana estatura, debía de rondar la cincuentena y, aunque de extremidades delgadas, su vientre era prominente y redondo. Por su aspecto deduje que posiblemente se dedicaría a la abogacía. Yo ya había cumplido los treinta.

La respuesta sexual humana, en términos estrictamente operativos, se inicia con el deseo. A él le sigue la excitación que precede a la meseta, tras ésta se alcanza el orgasmo y finaliza la interacción con el periodo refractario. Este último «segmento» varía entre los hombres y mujeres. En los primeros, si el orgasmo ha ido acompañado de eyaculación, el periodo refractario se convierte más en una fase de resolución que da lugar a una «incapacidad» física transitoria por poder continuar. Tras un periodo de tiempo de reposo que oscila en función de varios factores, nada impide que vuelva a poder retomarse el proceso de deseo, excitación y meseta hasta alcanzar otro orgasmo. Si en los varones se sabe distinguir las contracciones prostáticas que anteceden a la eyaculación y se identifica el orgasmo con ellas, la fase de resolución no sucede y se pueden encadenar varias «secuencias» de espasmos prostáticos en un mismo encuentro sin perder la excitación. En las mujeres, el periodo refractario es menos concluyente y tiene una pendiente más suave, de forma que es relativamente sencillo que la excitación lo «desactive» sin tener que realizar un periodo de reposo.

A esta posibilidad de alcanzar un orgasmo tras de otro en una misma relación, vía minimización del periodo refractario, alguien dio en llamarla «multiorgasmia». La «orgasmia secuencial», un neologismo, que yo sepa, que propongo y que creo que es un término más adecuado porque evita la simultaneidad que puede conllevar el prefijo «multi», es un concepto que se ha introducido en nuestro «discurso normativo del sexo» recientemente.

En la habitación del jacuzzi y las cortinas rojas, no me resultó muy difícil que alcanzara pronto el orgasmo. Sin embargo, él había pagado dos horas y, además, era de aquel tipo de cliente, digamos, «complaciente». Así que sugirió que ahora debía ser yo quien lo alcanzara. Y acepté la sugerencia.

En mi caso no me había resultado demasiado difícil alcanzar el orgasmo en otras relaciones mantenidas con clientes. No siempre era así, pero a poco que el eretismo asomara la cabeza, no tendía nunca a despreciarlo.

Me coloqué sentada encima de su cara, y él empezó a lamer. El orgasmo que apareció, sorprendentemente a los pocos minutos, fue un orgasmo de plena madurez. Su nivel de gratificación fue tan elevado que hizo que la excitación superara ampliamente el modesto periodo refractario. Con lo que después del primero vino el segundo. Y tras éste, otro. Era la primera vez en mi vida que enlazaba varios orgasmos en una misma relación.

Para que eso sucediera, tuve que haber cumplido tres décadas, tuve que topar con una persona que por su físico y sus habilidades me dejara totalmente indiferente, es decir, completa y exclusivamente preocupada de mí y de mi placer, y tuve, eso también hay que decirlo, que haberme metido, unos meses antes, a puta.

En una sociedad que se rige por los niveles de producción, que sigue condenando la sexualidad no productiva (la que no genera y engendra: onanismo, homosexualidad, voyeurismo, fetichismo…), nadie puede rechazar los altos niveles de rentabilidad que procura la multiorgasmia. Quizá por eso la llamada multiorgasmia es uno de los grandes temas de la divulgación del discurso normativo. Las agencias de prensa de la sexualidad comme il faut y del «goce usted produciendo como ninguno» se encargan de divulgar a los cuatro vientos el superorgasmo o la secuencia infinita, sin dejar por ello un instante que nos olvidemos del «cómo» coital, sin dejar siquiera que nos preguntemos por otro «cómo» que no sea ése. Mientras, la señora, que bastante tiene en su casa con lo suyo, con su modesto orgasmo un sábado de cada tres si el mes es propicio, padece por no llegar a alcanzar estos excelsos niveles de rendimiento.

Decía Epicuro: «Nada es suficiente para el que lo suficiente es poco». Uno no sabrá a nada si pueden ser dos, y el tercero se quedará pobre si no se alcanza el cuarto. Ésa es la esclavitud de la generación en cadena, del «consiga usted todo lo que quiera» con el que suelen acabar los cuentos en nuestra sociedad postindustrial.

Es muy posible que todos, como seres humanos, podamos comernos dos bocadillos de queso en diez minutos, o quince o hasta veintiséis, pero ¿por qué? y ¿para qué?

Debo confesar que tanto hablar del orgasmo me ha abierto el apetito.

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