Gorgias Leontino, que cumplió ciento siete años y que jamás cesó en su estudio y trabajo; el cual, habiéndosele preguntado por qué quería vivir tantos años, dijo:
«Nada tengo de que acusar a la vejez».
Extracto de Catón el Viejo o de la Vejez
Cicerón
No hay mejor manera para hacer que algo sea cierto que creer que es cierto.
Madame Claudette sentía una especial predilección por los trajes de Chanel. Pese a lo avanzado de su edad, mantenía una silueta esbelta y un pelo cano y lacio que dulcificaba su rostro y daba sentido a sus arrugas. De miembros largos y delgados, sus gestos eran siempre comedidos pero determinados. Al hablar, sus manos se movían por el aire como las de un pianista durante un recital.
Era propietaria, durante la ocupación nazi de Francia, de un prestigioso restaurante de la comarca, y su actitud, como la de muchos franceses en aquella situación, había sido la de «incomodar»; los mejores vinos se aguaban en su casa cuando llegaban los oficiales alemanes, las tarifas se incrementaban y el oído se afinaba. Sin embargo, se contaba de ella que, además de estos gestos, había realizado servicios de contraespionaje para la resistencia francesa y que en su cama le había sacado algo más que cariño a algunos de los mandatarios alemanes de zona. Pero ella, al menos que yo sepa, nunca confirmó ni desmintió nada de aquello. Tuvo dos hijos de su primer matrimonio, uno murió en las Ardenas, el otro heredó el hostal. Solía verla pasar, siendo yo niña, andando lentamente, con su discreta seguridad a las espaldas, por delante de la puerta de mi casa, cuando, en verano, pasábamos unos días en el pueblo de mi padre, en la región de La Champagne-Ardenne.
El discurso normativo de nuestra sexualidad ha convertido el sexo en una actividad «adultista». El segmento de población legitimado para ejercerla ha quedado restringido de ese modo a aquel grupo que es «productivo»; al que es capaz de engendrar, al que puede manejarse bien con el esperma. En su criba, el Modelo, que como ya hemos dicho ha hecho del sexo el coito y de la sexualidad un problema, ha borrado dos amplios grupos de población: los niños y los ancianos. En cuestiones de sexo, el de los niños no existe y el de los ancianos se desprecia.
Como resulta complicado, por la corrección política, decir que uno no es un ser humano de niño y de anciano y, por lo tanto, una entidad sexuada en esos periodos de su vida, lo que se ha hecho ha sido poner adjetivaciones concretas a esos seres humanos «particulares». Los niños son inocentes (como si «inocencia» y «sexualidad» no pudieran ir juntas) y los ancianos, apáticos (como si el sexo fuera mover la pelvis como un poseso). Los niños desconocen la vileza del estigma de ser sexuado y los viejecitos ya no tienen energía como para entregarse a los desenfrenos de la carne. Así, todos, salvo los implicados, contentos. Y si preguntan, a unos se les oculta y a los otros se les engaña.
Por ejemplo, cualquiera que haya tenido trato, más o menos directo, con los centros de confinamiento de estos grupos de edad, parvularios o escuelas primarias y geriátricos, sabe que en ellos la actividad sexual es intensa. No quiere esto decir, por supuesto, que se organicen orgías ni cópulas masivas entre los internados ante los ojos atónitos de los celadores, pero sí que el ejercicio de la condición de sexuados de estas personas se pone en práctica. Mientras los niños averiguan, los ancianos confirman.
Madame Claudette, a la que despectivamente llamaban Madame Traineuse (algo así como Señora Trotona), solía ser tema de conversación en las interminables reuniones que, entre copas de cassis, celebraban en casa mi madre y sus vecinas. «No quiere hacerse cargo de sus nietos», «se ha visto entrar al señor tal en su casa», «no tiene edad para esas cosas…» solían ser comentarios recurrentes. Y mientras más y más centraba la anciana de los trajes de Chanel sus iras, más y más fascinante me resultaba su persona. Ella empezó a representar para mí una canción distinta, una película que me evadía de las sesiones de cartas y moralina, de las rutinas del orden familiar conveniente y de los rituales de buenas costumbres de clase media francesa.
Intuyo, ahora, que lo que más les indignaba a la vecindad de la actitud de Madame Claudette no era su presunta promiscuidad, sino su probada dignidad. Y no era su libertad, sino que hiciera uso de ella. Así que, mañana tras mañana, antes de ir a buscar el pan de la mano de mi padre, me sentaba en la puerta para que, como solía hacer, Madame Claudette respondiera a mi mirada curiosa con una sonrisa franca.
Para las mujeres, la «menopausia» tiene un carácter mucho más marcado que la llamada «andropausia» para los varones. El proceso que nos lleva a la pérdida de la regla es largo y penoso y durante él se producen una serie de cambios traumáticos en nuestra mecánica hormonal que nos afecta en alteraciones emocionales y en trastornos orgánicos más o menos evidentes. La irregular producción de una hormona llamada testosterona (que solemos creer que sólo la producen los varones) genera una serie de inconveniencias en el ámbito de los genitales: mayor sequedad vaginal, pérdida de elasticidad en ese conducto, estrechamiento del tramo posterior y del cuello del útero… y de mermas en el proceso bioquímico del deseo.
Ello no es en ningún caso determinante, ni siquiera condicionante, para que una mujer posmenopáusica no pueda hacer un uso totalmente satisfactorio de su sexualidad. Este proceso natural de la menopausia es condicionante, y por lo que se ve cada vez menos, en la capacidad de fertilidad de la mujer, pero sólo para los que erróneamente asocien la fertilidad con el sexo puede ser un inconveniente o sólo para los que quieren hacer creer esto a las personas que ya han cumplido este tránsito orgánico.
«Kourocracia» es un término que no existe, pero que al igual que «gerontocracia» podría formarse uniendo los términos kouros (hombre joven) y kratos (poder). Su significado podría equivaler al de «gobierno de los jóvenes». La juventud, el modelo que de ellos hemos construido para vender bienes asociados a ellos (de yogures a cirugías), con su vitalismo productivo, su belleza eternamente fresca, su acción siempre determinante, se ha impuesto, como un mal amante, sobre nuestras espaldas. Si, como decíamos, el Modelo Normativo de la Sexualidad ha convertido el sexo en algo «adultista», su práctica la ha convertido en algo «juvenil». Hay que tener cuerpos brillantes y modelados, la movilidad de un trapecista, la elasticidad de un contorsionista chino y el cerebro de un… bueno, a juego con el conjunto. Los adultos empiezan a ser un bien escaso. Y los jóvenes de verdad, no los de anuncio, andan tan escamoteados como aquellos. Olvidándonos siempre de aquello de que el verdadero genital es el cerebro y su eficacia depende del pensamiento, y que a éste sólo lo adiestra un tutor: la edad.
Una mañana no despertó. La asistenta la encontró en su cama. Se dijo, porque siempre está bien decir algo, que últimamente se veía con un jovencito que debió de consumir, en aquellas mismas sábanas, sus últimas energías. Acompañé a mi madre a casa de Madame Claudette para darle el pésame a una hija suya, nacida de su segundo matrimonio, que vivía en la capital y a la que yo nunca había visto por allí. Cuando entré en la casa cogida de mi madre, pude ver algunos rastros de su vida. Unas fotos sonrientes sobre el piano negro, una vajilla tras los cristales de la alacena con dibujos como bordados, una botella de brandy junto a un vaso, vestidos de Chanel apilados sobre el sofá de terciopelo azul, y sobre la pequeña consola de la entrada un libro cuyo título no alcancé a leer, pero que bien podría ser De Senectute, de Marco Tulio Cicerón, en el que se habla de aquel viejo sofista que vivió muchos años sin despreciar lo que le hizo vivirlos.