Las fantasías sexuales se pueden realizar

(…)Tampoco le pareció a Alicia que tuviera nada de muy extraño que el conejo se dijera en voz alta: «¡Ay! ¡Ay! ¡Dios mío! ¡Qué tarde voy a llegar!» (…) pero cuando vio que el conejo se sacaba, además, un reloj del bolsillo del chaleco, miraba la hora y luego se echaba a correr muy apresurado, Alicia se puso en pie de un brinco al darse cuenta repentinamente de que nunca había visto un conejo con chaleco y aún menos con un reloj de bolsillo.

Lewis Carroll

Alicia en el país de las maravillas


Cuando nos preguntamos: «¿Qué me apetece hacer?», responde nuestro deseo. Cuando nos preguntamos: «¿Qué soy capaz de imaginar?», responde nuestra fantasía. La fantasía es al deseo lo que la ropa es a cómo me visto. Tomemos un ejemplo:


Son las dos de la mañana y debo madrugar para ir al trabajo. Intento conciliar el sueño, pero la música que tiene puesta mi vecino me lo impide. Mi deseo representa a mi vecino parando la música.

Mi fantasía me representa a mí misma tirando al vecino por el balcón (después, naturalmente, de que le haya metido el aparato de música y los discos de Shakira por el culo).

Muy probablemente, lo que haré será llamar a su puerta y pedirle que baje la música que me impide dormir. Si, en el momento en el que me dispongo a llamar a la puerta de mi vecino, algún reportero obtuso me pregunta: «¿Qué fantasía le gustaría realizar?», le tendría que decir que ninguna, que lo que me gustaría realizar es mi deseo de que mi vecino haga que la música cese… e, inmediatamente, fantasearía con meterle a éste el micrófono por donde, al otro, le habrían cabido los discos. Aunque, probablemente, lo que haría sería explicarle cortésmente que las fantasías no son realizables, precisamente porque son fantasías y no deseos.


La fantasía y el deseo sexuales son representaciones mentales de carácter narrativo que se generan apoyándose en nuestra capacidad imaginativa. Ambos son sustanciales en nuestra condición de seres sexuados; son la escritura del sexo, su lenguaje, mientras que la interacción sexual, el encuentro («follar» para los prosaicos), no es más que la puesta en escena de esa escritura. Igual que Esperando a Godot es la obra, y la función que empieza a las diez en el Teatro Nacional es «sólo» una puesta en escena de la obra de Beckett.

El deseo sexual explora nuestro imaginario erótico para nutrir esa puesta en práctica del sexo. En su tarea de composición de un deseo concreto, examina nuestro código de valores y decide, a través de él, que lo deseado es apto para ponerse en práctica. Sin embargo, la fantasía sexual nos enseña hasta dónde podemos llegar, a qué sabe el límite. La fantasía es el mapa mundi de nuestro imaginario y en su labor de redacción, no se somete a código moral alguno, por lo que rebusca sin miramientos en la caja de los miedos y saca al teatrülo, cuando le apetece, a los fantasmas; a los actores de la fantasía. La fantasía sabe que se lo puede permitir, porque su obra nunca va a ser representada. El deseo erótico excita, mientras que la fantasía erótica «propone» que nos excitemos. Por tanto, el deseo sexual es realizable a poco que las circunstancias de nuestra vida lo permitan. Tiene nuestra aprobación moral y nuestro ánimo. La fantasía sexual nunca es realizable, si de nosotros depende, y ni siquiera es muchas veces «confesable». Para realizar una fantasía, ésta debería haberse convertido en un deseo y por lo tanto ya no sería una fantasía.

La fantasía es la visión del paisaje y el deseo es el encuadre de la foto que queremos conservar.

El piloto rojo del estudio se encendió. Respiré y comencé la lectura:


Al mismo tiempo, nos imaginábamos acostándonos con Marcela, con el vestido arremangado, pero calzada, en una bañera medio llena de huevos, ante cuyo aplastamiento ella se mearía…


Continué leyendo el párrafo que había seleccionado de Historia del ojo, de Georges Bataille. Cuando concluí la lectura, sonó el tango que servía de inicio al programa. Carlos me saludó en antena, me presentó a los oyentes y anunció el tema que yo pensaba abordar esa madrugada: «Las fantasías eróticas y el deseo».

Por eso leí esa fantasía que el personaje tenía, dentro de la inmensa fantasía de Bataille que era Historia del ojo. Eran las cuatro de la mañana y estábamos emitiendo en directo en las instalaciones de Radio Nacional de España.

La fantasía sexual y el deseo erótico son estrictamente personales, porque es el exclusivo «yo» deseante el que los escribe, apoyándose en un tiempo, una circunstancia y un código ético. Cada fantasía y cada deseo que se formula tienen, por tanto, un tiempo y una circunstancia propios e intransferibles a cada uno de los que los generan. El que la «ensoñación» que se relata sea una fantasía o un deseo depende del código moral del «ensoñado» en el momento en el que la genera. Una fantasía para una persona puede ser un deseo para otra. Lo que para una persona puede ser una fantasía en un momento determinado de su existencia puede convertirse en deseo en otro.

Ser prostituta y devenir un «objeto de deseo» para unos «otros», múltiples y anónimos, es una fantasía recurrente en muchas mujeres, pero ahí se queda normalmente, en la fantasía, pues los sistemas de valores de la mayoría de las mujeres que fantasean con eso no les permitirán nunca convertirlo en deseo.

En mi caso, cuando cumplí los treinta años, ejercer la prostitución fue un deseo, que las circunstancias personales que atravesaba me permitieron realizar. Cuando tenía once años, el sexo oral era, para mí, una fantasía erótica. Cuando cumplí los dieciséis, era ya un deseo. La fantasía erótica de imaginar a mis padres copulando era una fantasía de niña… y sigue siendo una fantasía de adulta. Nunca, ni antes ni ahora, he deseado ver a mis padres fornicando, aunque haya fantaseado con ello.

Al día siguiente de la emisión, se produjeron bastantes reacciones a mi lectura y mis opiniones del día anterior. Una de ellas fue especialmente vehemente. Un oyente habitual del programa que buscaba hueco en el teléfono día sí y día también manifestó su repugnancia hacia ese «monstruo corruptor» que era yo. Se indignó por cómo alguien que tenía facilidad para expresarse podía mencionar en antena, durante la lectura del texto de Bátanle, palabras como «verga», «ano» o «pezón» (la lista de sustantivos fue mucho más larga y, o bien la excitación del oyente escocido le hizo tomar notas, o bien conocía el texto de memoria). Acusó también al conductor del espacio de pederasta por haberle propuesto a otro oyente joven, que manifestaba dudas sobre sus deseos, que escuchara mi sección. Y pidió que, públicamente, me retractara de la «monstruosa ofensa a las buenas costumbres» que yo había proferido.

Carlos, por lo que me contaron, aguantó el chaparrón como pudo. Los buenos presentadores como él tienen la suficiente educación de no recomendar el uso erótico de los enemas a los oyentes que llaman, por muy estreñidos que éstos puedan estar.

La semana siguiente, cuando se me dio la posibilidad de contestar al oyente, rechacé el ofrecimiento. Es imposible corromper a un corrompido y no se le puede quitar el miedo a un miedoso. Debían de ser muchos los años que el oyente ofendido llevaba reprimiendo sus fantasías y, en el fondo, creo que yo formaba parte protagonista en alguna de ellas.

Se puede entender que confundir deseo con fantasía sea un enredo inocente. Pero yo creo que no. Si no somos capaces de hacer claramente la diferencia entre lo que somos capaces de llegar a imaginar y lo que queremos hacer, es porque a alguien le interesa que confundamos uno con lo otro… y le interesa mucho. Si nuestros mecanismos de control social nos culpabilizan por lo que fantaseamos y nos hacen creer que lo que fantaseamos es lo que deseamos, y vamos a ejecutar en cuanto podamos, seremos sujetos temerosos de nosotros mismos a los que nos podrán manejar y controlar con mucha más facilidad. Seremos elementos necesitados de grandes dosis de moralina en vena para que el «monstruo» de nuestras fantasías no se apodere de nosotros, y la moralina, como el miedo, nunca han sido grandes amantes del conocimiento. Pero el fantasear con que asesino a mi vecino no hace de mí un asesino. Lo que fantaseamos no nos convierte en lo que fantaseamos.

Carroll, por si a alguien le queda alguna duda, no deseaba ver a un conejo parlanchín con chaleco y reloj de bolsillo. Ni era un loco que veía en su habitación sonrisas que habían perdido a su gato. Y es más que probable que sólo deseara que la niña Alicia Liddell escuchara su cuento, aunque quizá, también, fantaseara con ella.

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