El sexo ya no es tabú

Pues sí. Es que si la demanda ofrecida de la producción satisfecha no lo hago bastante, resultará que habrá unas cotizaciones en los descensos.

Apuntó Obelix, intentando recordar la regla de oro de la economía que le habían explicado.

En Obelix y Compañía, de Goscinny y Uderzo


Michel Foucault nació en 1926 en Poitiers. En 1976, publicó el primer tomo de su Historia de la sexualidad con el subtítulo de La voluntad de saber. A éste le siguieron dos volúmenes más publicados en 1984.

En Foucault, las ideas solían ser mejores que las argumentaciones. Pero si las explicaciones son correctas, las ideas eran absolutamente brillantes.

Así ocurre con Historia de la sexualidad.

Orson Welles provocó el pánico en Nueva York cuando hizo su celebérrima adaptación radiofónica de la guerra de los mundos, de H. G. Wells. La gente, aterrorizada, colapso las calles y los servicios de urgencia, intentando protegerse del ataque con gas de los marcianos y de sus rayos caloríficos. La población de Nueva York fue perfectamente informada durante cuarenta minutos de la invasión selenita, pero no estaba informada de que lo que le contaban era falso.

Es sabido que, en nuestros tiempos y en nuestra cultura, el problema no está en la cantidad de información, sino en su calidad. La opinión, que no el conocimiento, se ha «democratizado». Cualquiera puede manifestarse, cualquiera puede copiar a cualquiera y manifestarse a su vez. Internet, una verdadera revolución social llena de logros y altruismos, es también una biblioteca infinita sin bibliotecario en la que las verdades y las mentiras se difunden sin más canon que el número de visitas, sin más éxito que el número de veces que algo se repite, haciendo que el valor de la información resida en su volumen y no en su contenido.

La nuestra es una «sociedad informada», una sociedad perfectamente informada de todas las necedades, perfectamente instruida en historias de platillos volantes y rayos orgásmicos.

En Historia de la sexualidad, Foucault detectó que el sexo, desde la invención de nuestra «sexualidad moderna» y de su discurso normativo, no se oculta por la represión y el silencio, sino por la sobreexposición y la escenificación. Su genial intuición de que, desde el XIX, para no hablar de sexo hablamos sin parar de sexo, está, hoy en día, más vigente que bajo el mandato de la reina Victoria.

Cristina es una de esas chicas que hacen de su desinhibición su coraza. Cuando la conocí en un tugurio sórdido de Barcelona, me pareció que su desparpajo era sincero. Por su profesión, era redactora de una revista de «ambiente», se encontraba siempre rodeada de actores de cine pornográfico, de dominas en cueros y de gente variada del «mal vivir» (yo entre ellas).

Su conversación en temas sexuales, aunque insustancial pese a lo florido de sus metáforas, tenía mucho desparpajo. «Follar», «joder», «dar por el culo» eran coletillas habituales que empleaba en cuanto tenía ocasión. Pero no pasó mucho tiempo para que se hicieran explícitos, a través de las grietas en su máscara, su recato y su miedo atroz al sexo.

En el mundo de la cultura y en el de la basura, existe un tipo de personaje bastante frecuente: el que se hace el tonto espabilado. Son personajes que tratan todo con frivolidad y banalizan cualquier reflexión interesante sin olvidarse de mostrar una posición de lo que, en Francia, llamamos étre au delá.

No pueden dejar de intentar que cada chiste fácil que hacen o cada gesto despreciativo que manifiestan refleje un cierto estado de superioridad, de trascendencia. Estos elementos se hacen los tontos única y exclusivamente para intentar evitar que se averigüe lo tontos que en realidad son. Y suele funcionarles muy bien.

En el caso de Cristina, su continuo y desenfadado parloteo sobre el sexo era estrictamente para intentar evitar que se le preguntara sobre sexo. Y a Cristina la siguen considerando una chica con mucho desparpajo que sabe mucho sobre el sexo.

Parece que el término «tabú» procede de la lengua polinesia y significa literalmente «no tocar». Cuentan las crónicas que fue el capitán Cook quien lo oyó por primera vez en 1777 en la isla de Tonga. Tapu se introdujo así en nuestras lenguas, que no en nuestras conciencias, donde ya residía, desde hace mucho, el concepto.

«No tocar» es precisamente lo que hacemos con el sexo, a fuerza de engañarnos creyendo que no paramos de tocarlo. Leí un día que Hegel, en su lecho de muerte, pronunció, recordando a su esposa, las siguientes palabras: «Nadie me ha entendido, salvo quizá Marie… y no fue a mí a quien entendió».

Nos expresamos ampliamente sobre el sexo, pero no es sobre el sexo sobre lo que nos expresamos. En este proceso de ocultar mostrando, hemos variado las maneras, la temática pública de exposición y el propio objeto de exposición (el sexo). Las fórmulas de expresión que cada uno de nosotros, y de todos como sociedad, empleamos, han variado sustancialmente. Se han desinhibido las maneras; ya no nos ocultamos detrás del secretismo y del rubor en las mejillas, ahora lo hacemos tras la voz en alto y la risa tonta. Hemos creado una técnica pública de expresión sobre el sexo que se basa exclusivamente en la prevención (¿qué es un condón?), en la didáctica (¿cómo se coloca?) y en el espectáculo (mostrar cómo se pone uno). Pero, sobre todo, de lo que hablamos abiertamente en privado e institucionalmente en los medios (hablamos y hablamos en cualquier caso) es de eso que hemos creado y que ha sustituido al propio sexo: del «discurso normativo del sexo», que es una especie de sucedáneo que podemos digerir con facilidad y que ha hecho precisamente del parloteo continuo en torno a él su propia fuerza.

Imaginemos, por ejemplo, que las angulas fueran la base de nuestra cocina. Pero como las crías de angula son un bien escaso que hay que controlar, creamos un sucedáneo: las «gulas». Infinidad de anuncios hablarían sobre las propiedades de este producto, saldrían multitud de firmas que lo comercializarían, dietistas y cocineros nos explicarían sus magníficas propiedades, y todos, en casa y públicamente, estaríamos todo el día con las «gulas» en la boca, hasta el punto de que, al cabo de una o dos generaciones, cuando habláramos de este producto elemental en nuestra cocina, las angulas, seguiríamos usando este término, pero nos referiríamos a las «gulas». Creeríamos que comemos a diario angulas, pero en realidad sólo nos alimentaríamos de «gulas».

En el sexo hemos creado ese sucedáneo, que es el «discurso normativo del sexo», compuesto exclusivamente de coitocentrismo, falocentrismo y pareja (como la «gula» lleva surimi, pescado blanco y tinta de calamar), que nos comemos y sobre el que hablamos sin pudor, porque es un «producto» que está bajo control (que evita que salgamos a las albuferas a pescar angulas) y perfectamente avalado por la moral y la ciencia (las que alaban sus propiedades).

Por eso, creo que hoy en día, hablar de sexo ha dejado de ser un tabú, a cambio de que el tabú sea el propio sexo. En una película sobre abogados, se trataba una estrategia curiosa. El gabinete de uno de los implicados solicitó al contrario una información de vital importancia para su defendido. Como el bufete tenía que facilitar por ley ese dato, pero sabía que si llegaba a manos del otro bufete su cliente estaría perdido, envió tres camiones de documentación, decenas de millones de páginas entre las que se encontraba la única que era importante.

Nada mejor para que no encontremos una aguja que echarle un pajar encima. Nada mejor para que no hablemos de sexo que echarle un discurso infinito encima con aquello que unos pocos han considerado oportuno que sea el sexo.

Para comprender y hacer pública la comprensión, la información que produce el aprendizaje hay que entenderla (cosa para la que no todos estamos dotados), debe ser cierta y no pretender el engaño (o acabaremos como los neoyorquinos el 30 de octubre de 1938, esquivando marcianos) y hay que evitar las mascaradas que ocultan nuestras verdaderas inquietudes (como le pasa a Cristina).

«Mañana te pagaré dos puñados porque los precios de la coyuntura vuelan con el mercado alcista y te ofrezco la demanda» -concluyó Obelix, a quien le hicieron creer que le ofrecían prosperidad en lugar de pobreza.

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