Quien se prostituye vende su cuerpo

Póngame un café y una pasta de manzana -dijo con seguridad.

– Disculpe, Sr. Muñoz, pero esto es una óptica…

– Coño, entonces va a tener razón mi mujer. Bueno, pues… póngame unas gafas -afirmó manteniendo la seguridad.

Situación real vivida en una pequeña óptica de una población catalana y protagonizada por un bromista con mucho talento.


Quien cree que alguien puede vender su cuerpo es porque estaría dispuesto a comprarlo. No me cabe otra explicación.

«Sobre la colina de Anfa existía una pequeña casa encalada», me dijo, mientras acariciaba mi pecho suavemente con sus dedos. Rachid era un empleado del hotel Le Royal Mansour, donde yo me alojaba con Hassan. Estar con una huésped occidental en aquella pequeña habitación de su casa le hubiera supuesto el despido inmediato; «levantarle» la compañía a alguien como Hassan podía salirle bastante más caro. Aun así, Rachid optó por arriesgarse.

«Los marinos portugueses la llamaban la Casa Blanca. De ahí toma el nombre mi ciudad.» Interrumpió el tránsito de nuestras manos la llamada de una voz desde lo alto del minarete. Sin dudarlo un momento se apartó de mi lado, arrodilló su cuerpo sobre una pequeña alfombra y, dándome la espalda, recitó versículos del Corán.

Al día siguiente quería enseñarme el mercado central.

Durante el tiempo en el que ejercí la prostitución, topé con clientes de todo tipo. Tontos hubo muchos, debo confesarlo, pero ni siquiera el menos capacitado de todos ellos, creyó, ni por un instante, que en la retribución por los servicios que iba a prestarle llevaba implícito el comprar mi cuerpo. Posiblemente entre algunos pocos, muy tontos también, de los que se emparejan vía sacramento del matrimonio la cosa no queda tan clara. En el contrato matrimonial, perfectamente regulado y aprobado por nuestro orden moral, quizá debería incluirse una cláusula o una fórmula, civil o eclesial, en el que figurara explícitamente tal excepción de compromiso.

Los árabes lo llaman Suq. El de Casablanca no es, al menos cuando yo lo visité, uno de los zocos más espectaculares de Marruecos; sin embargo, cualquier mercado árabe merece un paseo y el de Casablanca también. La oferta es variopinta y multicolor, desde langostas del Atlántico debatiéndose por volver al océano a flores de nombres exóticos que, por mucho que Rachid se esforzó por repetírmelos, nunca me acabé de aprender. No compré nada. Pero si hubiera podido llevarme algo a casa, sería el olor intenso, amplio y culto de aquel mercado. Dejé que Rachid oyera mis divagaciones.

«Hay cosas en los mercados que son el mercado, pero no se compran», me dijo en su peculiar francés aquel mozo de hotel que interrumpía nuestra caricias cada vez que el muecín llamaba a la oración.

En la prostitución, el cuerpo no se vende, se emplea. Esta obviedad nadie la pone en duda en cualquier otro tipo de profesional que tenga como herramienta de trabajo su cuerpo (actor, futbolista, modelo…). Pero, además, hacer creer que en la prostitución se venden cuerpos, más allá de ser absurdo, tiene un componente de indiscutible riesgo: el que alguien se lo pueda creer.

En el colegio me enseñaron que la metonimia era aquella figura retórica en la que, por ejemplo, una parte designaba al todo o una causa al efecto. Si el cuerpo es la parte de un todo llamado prostituta, pasa a entenderse que lo que se vende no es ya sólo el cuerpo de la prostituta, sino la prostituta entera. Pero a la prostituta no se la compra, se la contrata.

Si en el discurso social se entiende que los cuerpos (o las almas o las madres) son material de comercio, ponemos en alto riesgo el elemento de transacción (los cuerpos, las almas o las madres), no porque se pueda llevar a cabo la venta, sino porque alguien puede creer que ha comprado algo que no se puede comprar. Damos títulos de propiedad y libre disposición, para que el que se pueda creer comprador haga lo que le plazca con el elemento «adquirido».

Rachid veía pasar desde la entrada a las bailarinas eróticas que nos amenizaban, a Hassan y a mí, algunas veladas. Hassan era un hombre poderoso que podía permitirse el lujo de contratar los servicios sexuales de estas bailarinas, las actividades de las cuales despertaban, indefectiblemente, su libido. Las chicas venían, contoneaban con enorme maestría sus caderas, descubrían sus encantos al son de una música que sonaba en el HIFI de la suite, cobraban y se marchaban. Después, Hassan y yo, a solas, completábamos el número.

Es una vieja estrategia de dominación el crear un problema para presentarse como el único capaz de resolver este problema. Se crea el pecado al mismo tiempo que se inventa el profesional responsable de expiarlo. O quizá sólo unos minutos antes…

El eslogan «quien se prostituye vende su cuerpo» no proviene siempre de los pulpitos, sino de los estrados. Es un argumentó, el que encierra el enunciado, más civil que eclesiástico. Más político que religioso. Siguiendo la máxima «Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», parece que en el reparto, el cuerpo de las prostitutas se ha quedado del lado del César.

Lo que resulta curioso es que, además de los de siempre, existan usuarios de esta máxima, y de muchas otras, en el campo ese que está, o al menos estaba, a la izquierda de la Asamblea Constituyente. O en el de las feministas «progresistas» de más rancio cuño que si antes abogaban por añadir derechos (fundamentalmente) ahora parecen hacerlo por restarlos (derecho a la libertad individual, por ejemplo). Porque cuando se utilizan expresiones como «quien se prostituye vende su cuerpo» con vistas a prohibir o abolir la prostitución, de lo que se está hablando no es de prostitución, sino de la libertad individual; libertad individual para no ser obligada por nadie a ejercerla o para ejercerla por decisión propia.

No soy, quien me conoce lo sabe, una proselitista de esta actividad. Nadie, ni de manera pública ni privada, me ha oído recomendar nunca el ejercicio de la prostitución en el actual marco moral y político. Soy incluso capaz de soñar un mundo mejor, en el que la prostitución no exista, porque cada cual pueda desarrollarse como persona sexuada en condiciones de beneficio común, sin oscurantismos, sin daños ni condenas. Pero ese mundo, creo muy humildemente, pasaría por el respeto profundo a la libertad individual de los otros, porque nos devuelva el César lo nuestro que gestiona como propio y por desoír a las gentes que piden un café en una óptica sin saber que están haciendo un chiste.

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