Mauro se acercó a mí y me susurró: «Allí».
Al día siguiente, desperté acatarrada.
De las enfermedades de transmisión por charla, además del catarro o la melancolía, tiendo a evitar la estupidez y la gripe. Cuando se acerca a mí un estúpido, siempre le ruego que no hable.
Las palabras son un peligro.
El nombre de «enfermedades venéreas» cae en desuso. Demasiado ambiguo y genérico en tiempos en los que de Venus se sabe ya poco y se le rinde menos culto. Su sustituto ha sido el de «enfermedades de transmisión sexual» (o ETS, como acrónimo para aquellos a los que no les gustan las parrafadas, no se han licenciado en una escuela técnica superior, o temen que, al decirlo, pasen un catarro) o más recientemente el de «infecciones de transmisión sexual». Pero, mientras se discute sobre si son enfermedades o infecciones, nadie parece dudar de que la vía de transmisión de estas dolencias sea el sexo.
Al «hombre del saco» le cabe todo en el saco. Mientras mayor sea el saco, más atrocidades se le pueden atribuir y más miedo puede infundir su figura. Son curiosas las escaladas terroríficas que los adultos, con los niños (y con los propios adultos), son capaces de construir. Si no te tomas la leche, tus músculos se resentirán, cuando tus músculos se resientan, tu organismo dejará de crecer, ello provocará una «endeblez» generalizada que te acabará convirtiendo en un adulto disminuido que será la mofa de sus congéneres, incapaz de defenderse de sus burlas, de fundar una familia y de devenir un ser humano «normal». Acabarás como el Innombrable de Beckett o el Enano Saltarín de los hermanos Grimm… todo por no tomarte un vaso de leche. Secuencias espeluznantes que, en formas de nanas, cuentos infantiles, de anatemas o de previsiones de la OMS, enseñan mucho mejor lo que es el miedo que lo que es evitar el riesgo.
Tuve la primera candidiasis genital a los quince años. En la primavera. Mis diarios, en los que explicaba mis incipientes escarceos sexuales, acababan de haber sido descubiertos por mi madre, junto a las pastillas anticonceptivas y una carta de amor. Inmediatamente, todos los ojos se volvieron contra mí.
La relación de enfermedades derivadas de algunas prácticas asociadas a la interacción sexual es verdaderamente escalofriante. Y cierta. Entre las que el agente patógeno es una bacteria, se pueden relatar la gonorrea, la sífilis y la clamidea. Entre las víricas, el VIH, VPH, el herpes genital o la hepatitis. También pueden venir ocasionadas por la acción de un hongo (como la candida) o de un parásito (el caso, por ejemplo, de las ladillas). Muy pocas de estas enfermedades son «exclusivamente» transmitidas por el contacto sexual, la mayoría tiene, además de ésa, otras vías de transmisión, es el caso, por ejemplo, del VIH (sida).
Frente a todas ellas, el mejor y único método de profilaxis es el «impermeabilizar» en lo posible los tejidos de las mucosas con el uso del preservativo. Naturalmente, ideologías de carácter puritano recomendarán la abstinencia más estricta, pero no hay que olvidar que las mayores fuentes de transmisión de enfermedades, a poco que nos relacionemos con el mundo, son el aire y el agua. Dejar de respirar o de beber no resulta especialmente recomendable, mejor las mascarillas o el agua embotellada cuando hay riesgo.
Decíamos que esas enfermedades utilizan del «contacto sexual» para su transmisión. Los «conductores» son los genitales, pero no el sexo. Como la gripe se transmite por el aire y no por la palabra. De ahí que, del mismo modo que no hablamos de «enfermedades de transmisión discursiva», no deberíamos hablar de enfermedades de transmisión sexual, sino de «enfermedades de transmisión genital» (ETG para los amantes de las pocas palabras). Salvo, naturalmente, que queramos volver a incriminar al sexo y fomentar un carácter problemático, que él, que posiblemente no quiere problemas, aceptará sin rechistar.
Cuando las primeras recriminaciones llegaron, de nada sirvió el que yo insistiera en que no había mantenido relaciones sexuales. Mi madre lo tenía claro. Mientras, la candida seguía haciendo de las suyas, y yo, más candida que la candida, decidí hacer rápidamente partícipe a mis amigas de lo sucedido. Fue entonces cuando, en lugar de comprensión, llegaron las segundas recriminaciones. Mis amigas también lo tenían claro. Entre todas, mi madre, mis amigas (o lo que a ellas les habían dicho las madres de mis amigas), desencadenaron la avalancha. «Seguro que ha sido Jean Baptiste… es un tío muy guarro.» «¡Pero si yo nunca he estado con Jean Baptiste…!» Era igual. De nada servía el que yo siguiera insistiendo en que no podía ser por eso; ellas parecían conocer mejor que yo el uso al que habían estado sometidos mis genitales. Y la progresión de culpas, amenazas y terrores crecía en la misma proporción en que aumentaba el picor en la vagina.
Las enfermedades hereditarias son aquellas en las que el individuo afectado no es «responsable» de padecerlas; no ha enfermado por haber tomado una iniciativa, por actuar, sólo por estar vivo y haber aceptado, involuntariamente, un código enfermo. En ellas, no hay un «culpable», salvo los padres, pero ellos nunca pueden ser culpables (posiblemente, por ello no se denominan «enfermedades testamentarias»). Sin embargo, a estas enfermedades «inevitables» en las que no se responsabiliza a nadie de que acontezcan, ni al paciente heredero ni al donante contagioso, no se nos ocurre llamarlas «enfermedades de transmisión sexual», cuando, inevitablemente, se han contraído por una interacción sexual; la misma que nos concibe. No, la «transmisión sexual» existe cuando existe una culpa en la profilaxis y puesta en práctica de determinado intercambio sexual.
El ginecólogo nos había concedido hora para dos días más tarde. Cuando llegué a su consulta, me temblaban hasta las orejas. Fue nada más sentarme y que mi madre empezara a relatar los síntomas que padecía, cuando poniéndome en pie, solté entre lágrimas un «¡pero si yo no me he acostado con nadie!». El ginecólogo intentó tranquilizarme, mientras yo, compungida, apenas podía balbucear nada.
El diagnóstico fue una infección por una sobrepoblación de candidas. El médico nos explicó, tanto a mí como a mi madre, lo que aquello significa y las múltiples formas en las que, de manera natural y sin mediar intercambio genital, se podía producir esta infestación. «Pero también por mantener relaciones sexuales», dijo mi madre. «Ocasionalmente, pero estoy seguro de que no ha sido éste el caso», respondió el médico. Me pareció ver a mi madre mirando hacia otro lado, como no queriendo escuchar, lamentando que, de alguna manera, le hubieran quitado los cartuchos a aquella escopeta cargada de culpa que tanto le había costado cargar. Las madres siempre tienen buena intención, pero, a veces, olvidan lo que escuecen los perdigones de culpa en el culo.
Al concluir su charla, me recetó unos óvulos traslúcidos de antibiótico, que acabarían en un par de días con la infección, e hizo salir a mi madre de la consulta. A solas, sin ningún atisbo de alarmismo, me informó que debía ser muy responsable con las relaciones sexuales y que debía llevar siempre preservativos y exigir, sin ningún pudor, que se utilizaran.
Mi madre quiso saber lo que me había dicho el ginecólogo mientras había estado a solas con él.
«Que tengo un pelo muy bonito», le dije.
A las enfermedades de transmisión genital, hay que tenerles el respeto debido, algunas de las que se pueden contraer de esa manera permiten muy pocas bromas. Pero ser taxativos en los usos preventivos que empleemos en las interacciones sexuales que podamos mantener no pasa necesariamente por estar aterrorizados ante ellas, por culpar de ellas a quien no tiene ninguna culpa, ni por hacer una condenación al infierno del hecho de no haberse tomado un vaso de leche (yo suelo, en cualquier caso, tomarme el vaso de leche; una buena felación, a veces, sienta bien antes de acostarse).
El miedo también es una enfermedad contagiosa de difícil cura. Hablemos, bebamos, amémonos y respiremos, sin que por ello olvidemos nunca lo que estamos haciendo. Y pongámosle, a lo que nunca desearíamos nombrar, el nombre que mejor lo explica. ETS, ETG… ETC.