Esa mañana, cuando encendí la tele en el hotel de Buenos Aires donde me alojaba, daban la noticia del suicidio colectivo de los miembros de aquella secta. Se acercaba el tercer milenio y esperaban una catástrofe ecológica que pondría un final apocalíptico a la era que vivíamos. La policía retiraba los cuerpos cubiertos por sábanas de los adictos, ante la sorpresa de los vecinos. Del líder de la hermandad no se sabía nada. Sólo que no estaba entre los fallecidos.
Nada nos hace más dóciles que el miedo. Ni nada más temerosos que el desconocimiento. «Todo es ruido para quien tiene miedo», dejó dicho Sófocles.
Durante un tiempo viví a costa de Esteban. Lo había conocido al poco de haber saldado, tras mi paso por la prostitución, las importantes deudas que tenía acumuladas, a causa de que me fijara en quien no debía, pero quería.
En Esteban no se agrupaban demasiadas gracias. Salvo quizá la del dinero… y esa gracia sólo suele hacerle gracia a quien la tiene. Esteban era lo que se dice un pelmazo. Un activo pasivo, uno de estos tipos que, presentándose como sumisos y comprensivos, pretenden que tu vida gire, ininterrumpidamente, alrededor de ellos. Uno de esos que dominan, o lo pretenden, desde el llanto, de los que comen no a una dentellada como los tiburones, sino a mordisquitos continuos, como las ratas. Uno de esos que lo que únicamente quieren es quererse a ellos mismos a través del otro, de los que se ponen a tu entera disposición sólo para que tú hagas lo mismo con ellos. De los que ofrecen amor de pago sin descuento por pronto pago. Y hablan de amor porque no saben amar. Una de esas personas mucho más fáciles de encontrar que de describir. Un pelmazo.
Educamos desde el miedo mucho más que desde el entendimiento. Desde la culpa neurotizadora mucho más que desde la satisfacción. Le enseñamos a un niño que meter los dedos en el enchufe le provocará una descarga letal, pero olvidamos contarle que la luz eléctrica es la que le permite vernos la cara cuando le arropamos por la noche.
Educamos en la vida para abstenernos de vivir, no para vivir sin abstenernos. Creamos miedo antes de enseñar lo que hay que temer. Y eso suele producir lo contrario (porque el miedo genera miedosos); aparecen maleducados que muerden por temor a que les puedan morder, que se exceden por temor a quedarse cortos, que hablan a gritos por temor a no ser oídos y que hacen sinsentidos por temor a tener que encontrarles sentido. Sin que hayan aprendido a morder, sin que sepan lo que es el exceso, sin que tengan nada que decir o sin que conozcan el difícil hábito de encontrar el sentido.
En el sexo, todos hemos sido educados en un problema. Porque en el «discurso normativo del sexo» que manejamos, el sexo es un peligro. Hemos hecho del sexo una actividad de riesgo frente a la que hay que manejarse con todas las salvedades del mundo, con todas las aprensiones y con todos los diagnósticos, para que no encendamos el interruptor de la luz, no vaya a ser que nos quedemos pegados al enchufe.
Es por ello por lo que, en la educación sexual y en la comprensión del fenómeno sexual, el gran tema que se aborda es la prevención. Pero la necesaria prevención, para una persona con una capacidad de comprensión normal y no importa de qué edad, se resuelve en dos lecciones: uno, si practicas el coito, usa preservativo, y dos, si el otro, o tú mismo, no queréis, no interaccionéis sexualmente.
Quedarse en la prevención o en la didáctica de la prevención e ilustrar hasta el infinito la condena que conlleva la falta es hacer, de lo que no hay que hacer, lo que es. Es como si, para enseñarnos a hablar, empezaran pronunciándonos los tacos que no hay que decir nunca y nos enseñaran a rotularlos con letra redondilla en nuestras cartillas pautadas. Sin enseñarnos el hecho de que el lenguaje sirve, por ejemplo, para hablar con los que amamos.
Nunca le soplé a Esteban más de lo que yo consideraba justo como retribución por aguantarle la tontería. El estímulo estaba más en saber que podía desplumarlo que en desplumarlo. Además, siempre he sido contenida en mis gastos. Esteban tenía otra particularidad; era un miedoso. Eso le hacía especialmente maleable.
– Voy a dejar el piso; la zona es céntrica, pero he visto uno magnífico, en la zona sur.
Él meditaba un momento. Valoraba la peligrosidad de la nueva ubicación. Se imaginaba a sí mismo transitando a altas horas de la madrugada por sus callejuelas, sin sitio donde aparcar su Mercedes.
Y hacía cualquier cosa para que me mudara a uno de la zona alta. En este caso, pactar con el API el precio del alquiler por lo mismo que yo estaba pagando por el mío, a cambio de colocar al agente en no sé qué consejo de administración.
– … sabes que haría cualquier cosa por ti. Ya podía verse aparcando su Mercedes y andando por los barrios donde se sentía seguro. Y así pude mudarme al piso que había visto hacía dos meses y cuyo alquiler hasta entonces no me podía permitir.
Pero si simular un orgasmo es sencillo, nada cansa más que hablar de amor con alguien que no sabe lo que eso significa.
– Vete a tomar por el culo.
– Pero, cariño, ¿cómo me puedes decir esto con lo que yo te quiero? Ya.
Tardó diez semanas en ser el sugar daddy de Dragana, una conocida mía, serbia de nacionalidad y arribista de profesión, que, por lo que sé, no tuvo reparos en decirle que le quería… A cambio, eso sí, de tener un piso en propiedad y el Mercedes a su nombre. Del sentido desmedido del miedo de un ególatra, Dragana, también, se hizo un abrigo de visón.
En el proceso de anatemizar el sexo, no sólo está el hablar de la prevención del sexo como si se hablara del sexo para hacer de él algo contra lo que prevenirse. Está también el hacerlo autor del delito, como al pobre mayordomo en las novelas de misterio. Cuando hablamos de, por ejemplo, «delitos sexuales», olvidamos que el sexo no comete delitos; que el delito lo comete algún delincuente empleando el sexo, pero no el propio sexo. Delito que, a lo mejor, se cometió en un apartamento o en un automóvil y no por ello hemos creado el «delito apartamentístico» o el «delito automovilístico».
No hablamos, tampoco, de «delitos de lenguaje», porque sería ridículo, cuando alguien hace mal uso de nuestra condición de seres dotados de lenguaje para lastimar a otro. Para ello, empleamos términos como, por ejemplo, injuria, calumnia o difamación, términos en los que el lenguaje no aparece adjetivando el delito. Porque no tendría sentido. Ni el sexo ni el lenguaje cometen delitos, son los delincuentes, estén donde estén o hagan lo que hagan.
Del mismo modo, es impensable hablar de «delitos amorosos»; porque el amor no perpetra delitos y en nombre del amor no se puede perpetrar un delito. No concebimos, no nos cabe en la cabeza, que se pueda delinquir haciendo uso del amor. ¿Por qué no se nos hace igual de inimaginable con el sexo y seguimos hablando de «delitos sexuales»?
Creernos que el sexo es algo, por encima de todo, peligroso, olvidándonos o no adiestrándonos en una «educación para los placeres» (como pueda plantearse una «educación para la ciudadanía») mientras seguimos educándonos en una «educación para las privaciones», es lo verdaderamente peligroso para la sexualidad humana. Así, de una manera u otra, acabaremos matando nuestra propia humanidad, un suicido colectivo. Como hicieron los de la secta. Suicidándose por miedo a la muerte. Aun cuando no cayó el asteroide.