Hace unos años, cuando yo era una chica perdida (una de esas que, como decía el cómico, son siempre las más buscadas), solicitó mis servicios de compañía un hombre que se hizo llamar Alberto. Llegué a la cita como acostumbraba, cinco minutos antes, pubis bien recortado, las bragas de blonda de La Perla y mi mejor sonrisa. Confieso que la apariencia de Alberto me decepcionó un poco. Aunque no debía de alcanzar la cincuentena, tenía un aspecto envejecido y un tanto descuidado, un vientre prominente, una barba que había crecido sin muchas atenciones y unos ojos más cerrados que abiertos. Después de saludarme sin mucha efusión (parecía que lo había despertado de un largo sopor), dirigió su mano hacia una mesita que hacía las veces de recibidor y, de un cajoncito medio descolgado, extrajo una cartera de bolsillo. Sacó unos billetes y me los alargó preguntándome si era eso lo convenido. Afirmé con un «sí» muy francés y le pedí permiso para llamar a la agencia. Movió las manos hacia arriba como diciendo que adelante, que eso tampoco le importaba demasiado. Cuando hube confirmado a la agencia que todo estaba correcto, le pregunté mirándole directamente a sus ojos entornados qué le apetecía hacer. Esta pregunta solía tener un efecto estimulador en los clientes, normalmente les encendía los ojos como cuando al niño le das la piruleta que lleva un tiempo mirando desde el escaparate. Alberto no varió su aire cansino. Me informó que la película había empezado hacía apenas diez minutos y que por el tiempo que había contratado conmigo, quizá pudiéramos acabarla de ver. Me inquieté extraordinariamente. Nos sentamos sobre un viejo chester de color bermellón frente a un televisor de no más de catorce pulgadas y vimos la película entera. Era una obra de Alain Resnais, Hiroshima mon amour, en versión francesa original subtitulada en castellano. Es algo muy infrecuente el que un cliente solicitara tus servicios para luego no mantener relaciones sexuales. En los meses que ejercí esa actividad, sólo me ocurrió dos veces y en ambas ocasiones se mezclaba el sentimiento de satisfacción por obtener unos ingresos sin grandes esfuerzos con la preocupación de si lo que había sucedido era porque no había sido capaz de seducir al cliente. Durante la emisión de la película, le hice tres o cuatro comentarios a Alberto a los que él apenas respondió con un monosílabo. La hora contratada se cumplió faltando unos diez minutos para el final de la película. Sin embargo, mantuve la vista fija en aquel pequeño receptor encastrado en un muro infinito de libros. Cuando surgieron los créditos sobre las imágenes, Alberto se levantó y me dio las gracias. Fue la única vez en la velada en que me atreví a hablarle con franqueza. Le pregunté directamente por qué no había mantenido relaciones sexuales conmigo. Me miró como sin querer, como pidiéndole perdón por algo a alguien y me dijo: «Hija… el sexo no existe».
En aquel momento, pensé que quizá se refería a que padecía alguna disfunción que le impedía mantener relaciones sexuales, a que estaba desencantado del sexo o que era simplemente un excéntrico. Sin embargo, no sé si fue su vista siempre entornada como una puerta mal cerrada, el alud de libros que amenazaba con caer sobre nosotros cada vez que Emmanuelle Riva susurraba el texto de Duras o el cómo se rascaba metódicamente la rodilla izquierda, pero algo me decía que aquella afirmación contenía en sí misma algo muy poderoso, siniestro y salvajemente cierto que yo, en aquel momento, no llegaba a alcanzar. Distraje mi atención enseguida, la noche no había hecho nada más que empezar y una pareja me esperaba en un lujoso piso de la zona alta de Barcelona. A Alberto no volví a verlo. No volvió a llamar a la agencia.
Aproximadamente cuatro años después, hacía el amor apasionadamente (y pocas veces este adverbio ha tenido tanto sentido) sobre otro chester, esta vez ocre, con Jorge. Llevábamos horas o quizá días, o quizá varias vidas, confundiéndonos el uno con el otro, perdiéndonos y volviéndonos a encontrar. Cuando Jorge bajó las escaleras de su estudio, esquivando pilas de libros y cosas, miles de cosas, para traer unas magdalenas que nos repusieran un poco, se me ocurrió preguntarle si lo que habíamos hecho e íbamos a seguir haciendo era sexo. Giró la cabeza y su pelo largo y lacio le tapó un ojo. Me sonrió mientras la luz del lucernario dibujaba otra vez su forma y me dijo muy suave, como no queriendo despertarme: «No existe el sexo… sólo lo que hacemos con él».
A Jorge, a diferencia de Alberto, sí volví a verlo. Desde aquellos días que se enredaban sobre ellos mismos y sobre nosotros, no me he separado de él.
Michel Foucault, con quien he tenido todos los placeres, salvo el de la carne, expuso una idea interesantísima. A partir de cierto momento, que él situaba en la época victoriana, el sexo se oculta hablando de sexo. Esta fórmula, que parece una contradicción (un oxímoron, por si hay algún retórico que esté leyendo estas líneas), resulta de una eficacia demoledora. Reprimimos el sexo no por ocultación, sino por sobreexposición. Para ocultar la amplitud y la magnitud del sexo, y para hacer de él algo controlable, hablamos y hablamos sin cesar de lo que del sexo no nos perturba. Hasta que el sexo deviene algo estrecho y manejable, hasta que hablar de sexo deja de ser un tabú, hasta que lo que es un tabú es el sexo en sí mismo.
Cuando Alberto y Jorge negaban la existencia del sexo, negaban el discurso normativo y moralizador del sexo; negaban «la forma» que con palabras, millones de palabras, le hemos dado al sexo.
Negaban, en definitiva, lo que a lo largo de este libro he dado en llamar el «Discurso normativo del sexo»; lo que nos quieren hacer creer que es el sexo, pero que en realidad no es más que una representación moralista de él.
Esta forma que tiene un discurso normativo, una especie de programa ideológico, lo hemos generado para afianzar un «Modelo» de sexo, nunca el sexo en sí mismo. El autor de ese discurso ingente que llamamos sexo ha sido y sigue siendo uno sólo: la moral. Independientemente de cómo venga vestida; la religión, la medicina, las ciencias humanas… la moral se ha hecho dueña y señora del Modelo de nuestra sexualidad. Un Modelo que se apoya en tres patas; el coito, el falo y la pareja.
El coito es la práctica estrella del Modelo. Mientras nos masturbamos, nos leemos unos a otros pasajes eróticos u observamos cuerpos desnudos, somos seres «improductivos», no nos reproducimos. Por ello el Modelo coitocéntrico ha hecho de todas las prácticas unas modalidades de «calentamiento», preparatorias para el gran objetivo final: la penetración.
El falo es el elemento, dentro de este juego, que más le preocupa al Modelo. Su falocentrismo permite explicar la sexualidad humana desde un punto de vista exclusivamente masculino. ¿Quién no sabe lo que mide de media un pene? ¿Cuántas mujeres saben lo que mide su vagina? Otro ejemplo más: ¿por qué en el siglo xxi seguimos desconociendo la veracidad y la constatación física de meras suposiciones en la maquinaria erótica femenina como el punto G, como la eyaculación femenina (si se puede producir o no y de qué estaría compuesta), como la existencia de un orgasmo exclusivamente vaginal, etcétera, etcétera, etcétera? Frente a todos estos elementos que la cultura falocrática ha convertido en casi mitológicos, como los elfos, el Big Food o Nessie, conviene hacerse la pregunta correcta. Y quizá la pregunta no es si existen, sino por qué no lo sabemos todavía.
La pareja es la sociedad erótica por excelencia del Modelo, porque es un Modelo «familiar», que exige que el fruto del sexo (el sexo sin fruto, como hemos dicho, no vale) sea protegido, educado, humanizado, responsabilizado. Eróticas que trasciendan el binomio pareja son consideradas todavía hoy anomalías y depravaciones o, en el mejor de los casos, simples extravagancias condenadas y originadas indefectiblemente por la falta de amor.
Este «sexo de manual» homogeneizado, uniforme y controlable se construye, en su discurso normativo, de aseveraciones normalmente falsas que, a fuerza de ser repetidas hasta la saciedad, acaban convenciéndonos no sólo de su veracidad, sino además de la falta de alternativa. Es como la cadena que no es más que una consecución de sus eslabones. Esas afirmaciones infinitamente repetidas y divulgadas, esos eslabones férreos, son los tópicos. Su poder es tal que al igual que algunos politólogos hablaron del fin de la historia y algunos críticos artísticos hablaron del fin del arte, hoy podamos empezar a hablar de la muerte del sexo. Cuando se acaba la alternativa, porque un Modelo se ha hecho único e incuestionable, se destruye la evolución, el desarrollo y el crecimiento. Cuando algo es eso y nada más que eso, empieza a no ser nada.
Contra el tópico, contra el engaño que conlleva y contra la resignación que supone, está escrito este libro.
Cuentan que un día, Platón definió al hombre: «Animal bípedo sin plumas» y que el sabio de Diógenes llevó hasta la puerta de su casa a un pollo desplumado mientras exclamaba: «Aquí tenéis al hombre de Platón». Después de esa lección, el ateniense reformuló su definición: «Animal bípedo sin plumas de uñas planas». En el sexo nos falta un cínico que lleve a la casa del moralista un pollo (o una polla) desplumado (a).
Pero ¿cómo cuestionar un manual sin generar otro alternativo? Hay algunos inmorales que hablan con absoluta precisión del sexo: los poetas. Cuando Leopoldo María Panero inicia un poema con el verso: «No es tu sexo lo que en tu sexo busco», está hablando a las claras desde el sexo. Quizá porque en la poesía, como decía Baudelaire: «La lógica de una obra sustituye cualquier postulado moral».
Pero esto no es un libro de poesía, es un texto divulgativo, descarado y sin miedo. Y sencillo, muy sencillo. Un libro que pretende enfrentarse al manual de uso y consumo, porque nuestro sexo no es un cuaderno de autoescuela ni un piano que haya que afinar y aprender a tocar con una maestría académica y uniforme. Es un texto que pretende desarmar la cadena de palabras con la que constreñimos erróneamente nuestra sexualidad. Y no es un libro para solucionar problemas, es para evitarlos, para evitar generarlos donde no existen, y para preguntar mucho más que para responder.
Es por eso por lo que este libro se titula Antimanual de sexo.
En una comedia española centrada en la guerra civil, un desencantado sargento franquista mantenía aproximadamente el siguiente diálogo con un soldado raso de su regimiento:
«¿Y tú, qué haces aquí?», a lo que el soldado perfectamente marcial e instruido respondió: «Estoy aquí, mi sargento, para evitar el advenimiento de las hordas rojas».
El sargento, hastiado de tanta guerra, le respondió: «Pero ¿tú sabes lo que es una "horda", capullo?».
Este libro es para intentar explicar lo que es una «horda», para intentar evitar la formación institucionalizada de más «capullos» (elementos verdaderamente molestos en la cama, en la ducha y en la palabra). Para que luego, desde la libertad que da el conocimiento, cada uno actúe como buenamente pueda o buenamente sea, sin venir aleccionado por ningún otro manual de combate.
Una vez dije que había sido puta. Hoy, quizá, insista en lo mismo.
Valérie Tasso
Noviembre de 2007