Los afrodisíacos existen

¡Vamos, célebre Odiseo, gloria insigne de los aqueos! Acércate y detén la nave para que oigas nuestra voz. Nadie ha pasado en su negra nave sin que oyera la dulce voz de nuestras bocas, sino que ha regresado después de gozar con ella y saber más cosas.

Homero

La Odisea Canto XII. Las sirenas


Cuentan que Lucrecio escribió De la naturaleza de las cosas en los escasos momentos de lucidez que le dejaban los efectos de un filtro amoroso. Al acabar el poema, y posiblemente en otro momento de cordura, se quitó la vida. Debía de correr el siglo i antes de nuestra era, aunque de su existencia poco más se sabe.

El relato de la vida de Lucrecio se lo debemos fundamentalmente al eremita cristiano san Jerónimo, padre de la Iglesia, gran latinista y creador de la Vulgata (la traducción al latín de la Biblia). Las particularidades de la vida de Lucrecio, de la que sólo el devoto Jerónimo tuvo noticias, debieron de serle, entre los espejismos del desierto, reveladas. El cómo este tratado poético del saber epicúreo y de la física materialista de Demócrito sobrevivió a la Edad Media es un misterio.

Se cuenta también que, probablemente, el poeta de las «galanterías», Catulo, y el elegiaco Propercio, también perecieron por la ingesta de bebedizos amatorios.

Sorbí el té despacio.

Las turbulencias me incomodaban. Volvía de Madrid, de realizar mi última colaboración en un programa de televisión para una cadena de ámbito nacional. Habían rescindido mi participación porque, como explicó bien el director del programa, el espacio, pese a la alta audiencia, necesitaba más espectáculo y menos «rigor». Toqué el botón de aviso de la azafata y le pedí que me retirara el té.

La alquimia también se preocupó mucho de los procesos de transmutación de las materias viles en nobles, de la conversión de estados espirituales primarios en elevados o de la completa salud y la larga longevidad de los cuerpos. En todas estas técnicas desempeñaba un papel esencial el polvo de una piedra roja a la que se le dio el nombre de «piedra filosofal». Los alquimistas la buscaron durante siglos con ahínco, sin que se tenga constancia de que la llegaran nunca a encontrar. La búsqueda de la «piedra filosofal» fue la entelequia que permitió que la alquimia continuara existiendo. Lo significativo y hermoso de la alquimia fue, como sucede con el psicoanálisis, el camino y la literatura que se generó andando tras la piedra, mucho más allá de unos resultados que nunca llegarían.

Cerré los ojos e intenté tranquilizarme. En mi misma fila de asientos, pero cuatro plazas más allá, con el pasillo de por medio, un hombre de mediana edad hojeaba una revista. Intenté que mi pensamiento se centrara en el rítmico sonido de las hojas pasando. Desconozco qué mecanismo inconsciente desencadenó aquello, pero lo cierto es que, a medida que se iban pasando las hojas y simplemente con el ruido cadencioso que producían, mi libido se disparó. No es que yo me apoyara en aquel sonido para fantasear con un encuentro sexual. No es tampoco que me excitara la imagen de aquel hombre, al que en ningún momento presté atención. Era única y exclusivamente ese sonido el que me estaba poniendo como las turbinas del avión.

Imploré mentalmente para que la revista tuviera mil páginas. Pero el paso de las hojas se detuvo. Abrí los ojos y pude ver al pasajero dejando la revista en la pequeña guantera del asiento delantero. Dudó un instante, pero finalmente extrajo otra revista que empezó a hojear. Volví a cerrar los ojos. Mi ardor recobró su ímpetu con más fuerza que antes.

Los afrodisíacos son los frutos que ofrece Afrodita. De ellos, lo único que de verdad existe es la creencia de que existen. De antiguo se ha querido dar con estas sustancias milagrosas que, manejadas a voluntad, hacían caer a las mujeres rendidas y daban a los hombres vigor para satisfacerlas. Siempre hemos soñado con el botón, con el punto, con la secuencia. Siempre hemos soñado con un ser humano articulado a voluntad, manejable, dócil y sumiso.

En el camino, se ha encontrado, por ejemplo, el cuerno de rinoceronte o las ostras, que tienen exclusivamente de estimulante la asociación visual que se puede establecer entre ellos, los genitales masculinos, en el cuerno, y femeninos, en los bivalvos (si bien es cierto que el cuerno de rinoceronte es un inmejorable estimulador de la adrenalina, aunque únicamente cuando nos persigue a la carrera y lleva al rinoceronte pegado a él).

En la era de los descubrimientos, a los alimentos exóticos a nuestra cultura, que por raros no sabíamos ni si se podían comer, se les atribuyeron cualidades estimulantes. El jengibre o el cardamomo, la vainilla, el guaraná, la canela, la nuez moscada, la pimienta o el cacao sirvieron, entre otras cosas, para creer que si alguien no se estimulaba con ellos, era porque ya le había pillado el rinoceronte.

La semana siguiente, Carla me llamó. «¿Estás viendo la tele?» Le respondí que no. «Pues enciéndela…», me propuso.

La chica, qué duda cabe, era mucho más guapa que yo. Tenía un talle exuberante, lleno de curvas y un vestido cortito muy ceñido que marcaba un escote en el que se podían perder varios. Sentada de medio lado sobre una estrecha silla que hacía que sus generosas nalgas se desbordaran por los costados, se esforzaba por defender las virtudes de los afrodisíacos. A su lado, en una mesita, un tazón de chocolate.

«Y además del cardamono está, por ejemplo, la "cantaridina"…»

Siempre he pensado que leer y asimilar no es lo mismo. Y en televisión, intentar retener algo que alguien baja de internet para que otro se lo aprenda en el tubo de entrada al plato, normalmente acaba así. Nadie, no obstante, la corrigió.

La explicación se ilustró cuando la misma chiquilla hizo bajar a unos despistados espectadores de la grada y, tras hacerles beber un poco de chocolate, les preguntó si se habían excitado. Ellos, felices y con marcas de cacao en el bigote, respondieron al unísono: «¡Síííí, mucho…!».

La cantárida o «mosca española» (de la que ya Aristóteles hablaba) fue, junto al opio, la estrella de los salones de lenocinio del XVIII y XIX. A Donatien Alphonse Francois de Sade (más conocido como el marqués de Sade o Sade directamente para los muy allegados), el polvo del insecto, o la mala calidad de los bombones donde lo puso (vaya usted a saber), le costó en Marsella una sentencia de pena de muerte, que evitó huyendo temporalmente a Italia.

La clínica reciente, que no por racional ha dejado de creer en milagros, aporta sustancias diversas. La mayoría de ellas son vasodilatadores, algunos de uso tópico, que recrean genitalmente, y con más o menos éxito, una situación de excitación.

Una señora, que quiere mejorar su vida sexual, sigue el consejo del sexólogo y le pone una pastilla de Viagra a su marido en el café.

Cuando sexólogo y señora se encuentran de nuevo, ella le expresa lo terrible de la situación que ha vivido siguiendo su consejo:

– Me arrancó el vestido, tiró los platos, me tumbó sobre la mesa y me hizo el amor durante dos horas.

El sexólogo, extrañado por el descontento de la mujer, le pregunta cuál es entonces el problema.

– Es que los del restaurante no sabían cómo pararlo. Chistes así reflejan la creencia popular de que el citrato de sildenafilo, cuyo nombre de comercialización más popular es Viagra, es un magnífico afrodisíaco. Pero el efecto de una excitación no es la excitación en sí misma. Y una buena erección, que es algo en lo que la Viagra actúa con enorme eficacia, no es más que eso: una buena erección.

Lo último en fase de experimentación son los parches que segregan hormonas (fundamentalmente estrógenos) para incrementar el deseo femenino.

Mientras damos con la tecla, embriagados por una cultura finalista que comprende mejor los destinos que los recorridos y a la que le gusta más manejar que entender, seguiremos, como con la eterna juventud o con la piedra que convierte el plomo en oro, buscando aquello que permita controlar el deseo a deseo.

Probablemente subió la audiencia. Lo entiendo, no a todo el mundo le gusta oír historias de hojas que revolotean en el aire de una cabina de avión y van encendiendo la libido de quien las escucha. La tele prefiere las sirenas a sus cantos.

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