– Su conectividad 3G utiliza un sistema EVDO que le facilita la transmisión de datos en un entorno tecnológico CDMA. Su cámara de 3'2 Megapíxeles le permite, por ejemplo, publicar imágenes en su blog para compartirlas. Naturalmente, es tribanda con Bluetooth -dijo, mientras sostenía el aparato como si fuera un recién nacido.
– ¿Blutust? -le pregunté.
– Naturalmente -respondió.
Unas luces se encendieron en el salpicadero del coche. Vi como, tras hacer un gesto de falsa contradicción, accionaba un interruptor del volante. «Es imposible consentrarse», dijo, antes de que su interlocutor al teléfono pudiera iniciar la charla.
No entiendo mucho de automóviles, pero aquél debía de haber costado el PIB de Angola. La voz del que llamaba sonó en el interior del coche como si lo hubieran teletransportado dentro. Hice un gesto señalándome el oído para indicarle que pusiera el teléfono de manera que mantuviese la conversación privada, pero él, agitando su mano con un gesto grandilocuente, me dio a entender que no le importaba que la oyera.
Su interlocutor se esforzaba en explicarle que necesitaban la mediación de un tercero para poder colocar el nuevo programa en una cadena de ámbito nacional. Él fanfarroneaba con que lo tenía cogido por donde más duele. Deduje, no era muy complicado, que el mediador era aficionado a las chicas de alterne y a practicar con ellas eróticas no del todo bien reconocidas. La conversación siguió con un montón de disparates más y al acabar tuve la sensación de que no habían avanzado gran cosa, de que no se habían entendido, de que no se había concretado nada y de que sólo eran dos pavos meneando sus emplumadas colas.
– Los negosios no dejan un minuto, corasen -me dijo al volver a pulsar el interruptor en el volante.
La radio, que llevaba loca una hora intentando sintonizar una emisora que no estaba en la frecuencia que él creía, volvió a conectarse.
Yo había dejado hacía tiempo el oficio más antiguo del mundo, que no es precisamente el de soplar vidrio, pero debo reconocer que con aquel pelmazo que me llamaba corasen, dudé en reiniciar las actividades, sólo por el reto de desplumarle.
Volvió a intentar concentrarse en la pantallita que dibujaba las calles, tocando frenético todos los botones que tenía al alcance. Pero su cara de pasmo indicaba que no tenía la más remota idea de cómo funcionaba el GPS. Sus dedos ensortijados como las patas de un pichón mensajero no le ayudaban mucho en la tarea.
No es que quiera ocultar la identidad de J. M. usando un acrónimo, es que era de esos tipos que se hacen llamar por siglas. Volvía de una reunión con J. M. donde me había propuesto que participara, como presentadora, en un nuevo espacio televisivo que él iba a producir. «Puede ser el prinsipio de una gran relasión», me dijo al concluir. En realidad, lo único que le interesaba era follarme. Esto quedó pronto de manifiesto, antes incluso que su seseo. El seseo, por cierto, que emplean algunos patanes como éste, que quieren sonar a finos y cultivados.
– Déjame aquí -le indiqué-. Cogeré un taxi, no debe de estar muy lejos.
– ¿Un tasi? -repitió sorprendido.
No debía de haber acabado de entenderme.
Hoy en día, sabemos lo que es un e-mail, sabemos lo que es un SMS, sabemos que la «banda» ancha no es una agrupación musical de muchos músicos y hemos oído hablar de móviles de tercera generación, pero todo eso no significa que sepamos comunicarnos mejor que antes. La tecnología de la comunicación no es la comunicación. Aprender a comunicar no es aprender qué tecla hay que apretar para obtener línea. La era digital no sustituye la gramática, los colores de las carcasas de los inalámbricos no suplen la retórica, ni el descubrimiento de los códigos de intercambio masivo, la idea comunicable.
Comunicar es entablar una escritura compartida de inteligencias o de estupideces, es construir el discurso de los «ambos», es crear un código de participación. Sucede que, en nuestra cultura científica, confundimos progreso tecnológico con sabiduría. Pero desarrollo y conocimiento, aunque nos pese, no es lo mismo. Podemos conocer el genoma humano y conocemos cómo se forma una existencia, desde la adherencia del blastocito a la pared del útero hasta el parto, pero estamos lejos de saber lo que es la condición humana y lo que es la vida. Shakespeare o Lao Tsu, en sus tiempos, sabían de eso quizá más que nosotros y sin duda lo comunicaban, aunque no tuvieran bluetooth, muchísimo mejor.
En el sexo sucede lo mismo. Ahora conocemos y manejamos neologismos como «vida sexual», «sexología», «heterosexualidad», «complejo edípico» o «abuso sexual», igual que ahora hablamos de «procesador de textos», de «rotulador» o de «papel reciclado» para referirnos a términos relacionados con la escritura. Empleamos las palabras que hemos inventado para dar un marco moral, jurídico y clínico al sexo. Hablamos con términos de la nueva «tecnología del sexo», con los que el recién inventado «discurso normativo del sexo» nos ofrece, pero ello no implica que sepamos más de sexo, sólo implica que le hemos dado una nueva regulación al sexo (igual que le hemos dado un nuevo marco tecnológico a la comunicación). Eso es todo lo que en materia de nuestro entendimiento del sexo hemos avanzado.
Forges, el humorista gráfico, dibujó un día a dos ancianas campesinas que se lamentaban pesarosamente: «Ahora que habíamos aprendido a decir penícula, resulta que lo llaman flim».
En su práctica, en la interacción, el sexo tampoco se ha movido lo más mínimo. No hay nada que dos (o tres o cuatro) personas en el Occidente del siglo xxi no hicieran ya en la Grecia de Pericles. Si alguien puede, hoy en día, imaginar alguna práctica sin pilas, eso ya se ha hecho. Como lo único que ha variado es el decálogo moral con el que se juzga la sexualidad humana, los efectos de nuestra condición de seres sexuados se han modificado en la interpretación moral que socialmente hacemos de ellos, pero no los efectos en sí mismos.
Algunos de esos «efectos» los hemos regularizado (como la pornografía), otros los hemos obviado (como el sexo de pago), otros los hemos condenado (como la pederastia) y otros, simplemente, los hemos banalizado (como la orgía). En general, todo el fenómeno de la sexualidad lo hemos hecho «problemático» y por tanto lo hemos convertido en algo necesariamente sujeto a control a través de los canales jurídicos, morales y religiosos habituales, ayudados en nuestros tiempos, y ésta es la novedad con relación a tiempos pretéritos, por las recientes ciencias médicas.
Hasta los más célebres elementos que nuestra industria del ocio comercializa, dildos o consoladores, existen desde que existe la capacidad de representación. Sólo hay que aplicar nuevamente el desarrollo tecnológico para diferenciar un consolador de látex de uno de madera de manzano. Sobre el cómo usarlo o para qué, seguimos sabiendo lo mismo.
– Pero ¿puedo llamar con él? -le dije, un poco mosca, al solícito vendedor del área de telefonía.
– Naturalmente -respondió.
Comunicar íntimamente con la gente, o con una misma, desde que a los móviles los enseñaron a vibrar, es una tarea de lo más sencilla.