El clítoris es pequeño

Se exponía una pintura en la que el artista había trazado un enorme león abatido por un solo hombre. Los que miraban el cuadro se envanecían. En esto, pasó un león que amargó su insulsa charla.

– Ya veo -dijo- que aquí os dan la victoria; pero el artista os ha engañado teniendo libertad para pintar una ficción. ¡Con cuánta más razón seríamos nosotros los vencedores si supieran pintar los leones!

La Fontaine El león vencido por el hombre


Si las mujeres hubiéramos escrito el discurso normativo de nuestra sexualidad… posiblemente, el pene sería un clítoris desmesurado, grotesco, ridículo; Adán habría salido de una mala noche de Eva, o de su resaca con licor de manzana; desalmados, los hombres serían seres inferiores que no disponen de un órgano exclusivamente para el placer, tendrían orgasmos testiculares, o peneales, según su madurez; la práctica que consumaría una relación carnal sería la masturbación del clítoris; ridículos, serían una versión expuesta y evidente de las mujeres, un retrato malo del modelo femenino al que torpemente imitan, una copia a la que no le han recortado las rebabas. Hubiéramos dicho de ellos que serían seres infértiles porque, careciendo de matriz y ovarios, sólo soltarían un liquidillo que habríamos tardado siglos en descubrir lo que era; las mujeres libidinosas seríamos elegantes y triunfadoras, unas reinas, mientras que los hombres concupiscentes serían unos cerdos belloteros. En lugar de «meterla», diríamos «recibirla», sabríamos lo que mide nuestra acogedora vagina, pero desconoceríamos lo que suele medir lo que les cuelga; serían seres sanguíneos y fornicadores que retozan más que piensan, un mal necesario para la reproducción y la Mme. Schopenhauer de turno los hubiera descrito como simiescos, de espaldas desmedidamente anchas, de caderas estrechas y de piernas largas y peludas.

También, nosotras hubiéramos escrito, desde el miedo, un discurso ridículo, como el que hacen los que oprimen sólo por haber sido oprimidos, como los redactados por victimizados que sólo ansian ser verdugos, y el de los que condenan porque a ellos, un día, los condenaron… sin condenar la condena.

Seguiríamos en las mismas, porque la ignorancia no es cuestión de género, sino de desconocimiento y porque el ansia de dominación no se genera en los genitales, sino en el desprecio.

Pero sucede que los diversos discursos normativos de nuestra sexualidad han sido siempre androcéntricos. Han sido escritos por aquellos a los que les dimos tinta y les dejamos escribirlos, y que eran, en su inmensa mayoría, entre otras muchas cosas, varones.

Ellos hicieron, por ejemplo, que todas las barbaridades, y muchas más de las que he expuesto antes, se aplicaran a las mujeres y se creyeran (en nombre de Dios o de la ciencia) como verdades irrefutables. Y ellos han hecho que, por ejemplo, la inmensa mayoría de los humanos, hombres y mujeres de nuestra avanzada y tecnológica cultura, desconozcan que el clítoris mide entre once y trece centímetros.

Agapurnio tenía una especial inclinación por acariciarme el perineo. Tocaba toda el área que lo conforma con deleite, mientras observaba, de reojo, mis reacciones. La primera vez que lo tuve como cliente, pensé que debía de ser un fetichista de esta zona. Así que no mostré demasiada extrañeza cuando, después de un breve coito, empezó a acariciarlo.

El clítoris parece que deriva del término griego kleitoris, que se podría traducir por loma o colina. Parece, también, que de la utilización de este término para designar a este órgano extremadamente sensitivo, ya se tiene constancia de antiguo.

Se «redescubrió», según parece, en el Renacimiento. El cirujano Renaldo Colombus, en su obra de 1559, De re anatómica, menciona el descubrimiento de este órgano, al que da en llamar amor veneris. Gabriele Falloppio, otro célebre anatomista de la época, también se declara como el primer descubridor del clítoris.

Y llegaron los tiempos de la histeria. A finales del xvm, la ciencia médica decía de él que era el único responsable de la locura masturbatoria que asolaba a las mujeres europeas. Su función, al no tener ninguna operatividad reproductiva y no ser estimulado durante el coito, no podía ser otra que la de incitar a masturbaciones compulsivas que causaban toda serie de males orgánicos y anímicos. Cualquier síntoma de melancolía, malestar, irritabilidad o dolor de muelas que mostrara una mujer por aquella época se diagnosticaba como «histeria»; y se trataba con las prácticas ya conocidas de estimulación genital terapéutica que pudieran inducir a la paciente a alcanzar el «paroxismo histérico», el orgasmo, que la liberara temporalmente de su mal.

El xvm y buena parte del xix europeos fueron el imperio en la sombra de las ninfómanas.

Naturalmente, existían tratamientos mucho más «eficaces» y resolutivos para curar estos accesos de manía clitoridiana. Existía la ablación, la extirpación o la cauterización.

Me cuentan que, en 1936, todavía se publicó un libro en EE UU cuyo título en castellano sería aproximadamente el de Enfermedades de la niñez y de la infancia en el que se recomendaba la cauterización clínica del clítoris de las niñas para evitarles las enfermedades masturbatorias. En 1936, ya se había dividido el átomo, Hubble había anunciado la teoría de la expansión del universo y hacía diez años que se había descubierto la televisión, veintitrés que empleábamos el acero inoxidable y más de ciento veinte que se había intervenido el primer tumor ovárico. Aunque faltaban cuarenta años para que se autorizase el empleo, en los medios públicos norteamericanos, de la palabra «clítoris».

«Hola, mi coqueta franfresita…», decía con su ligero farfulleo, mientras doblaba cuidadosamente su chaqueta verde lima sobre la cama. «¿Cómo nos encontramof hoy}» Se desvestía completamente, dejando sus calcetines diplomáticos para el final, que también doblaba y colocaba sobre sus slips, siempre de un rojo burdeos. Un coitito de tres minutos y a completar la hora acariciándome con la yema de su dedo por debajo de la entrada de la vagina, mientras me susurraba recatadas obscenidades al oído. «¡Ah!, qué cochinita es mi franfresita…» Sin duda para aumentar mi libido, que debía de estar en esos momentos en Tegucigalpa comprando plátanos (o pensando que el oficio de puta no siempre resultaba sencillo).

El clítoris tiene una conformación de anzuelo con dos raíces. Asemeja a una «y» al revés, en la que la línea común fuera muy corta y surgiera perpendicularmente de unas bifurcadas muy largas. Su parte externa es el glande y el tronco del clítoris, que no queda expuesto a la vista por estar cubierto por el capuchón retráctil que cubre también, salvo que se retire, el glande. Ambos, el glande y el tronco, serían el trazo común de nuestra imaginaria «y» invertida. Las raíces, en forma de «v», descienden circundando ambos lados de la vagina.

Lo verdaderamente significativo del clítoris, con su complejísima red de terminaciones nerviosas, es que está diseñado exclusivamente para procurar placer. Mientras los hombres disponen de un mismo órgano, el pene, que cumple las tres funciones, secretora, reproductiva y placentera, la anatomía femenina tiene tres apartados distintos para cada función. La secretora se realiza a través de la uretra, que termina en el meato urinario, situado sobre la vagina y bajo el clítoris; de la reproductiva o genital se encarga la vagina, como puerta del útero, y el placer queda destinado en exclusiva al clítoris y el tercio externo de la vulva. El clítoris es al placer como la neurona al pensamiento. Quizá por eso, por su esmerada dedicación, hemos hecho de él un desconocimiento grande y un órgano pequeño.

«Tienes eXjlítoris más suave que he fisto nunca», me dijo un día, intentando esmerarse entre el culo y el asunto.

No le corregí.

«Y los orgasmos más falsos que hayas oído nunca…», pensé, mientras gemía.

Si Agapurnio supiera dónde está el clítoris, los leones pintar o el sexo hablar…

Загрузка...