La primera vez es crucial

Allí, bajo este roble, fue donde hice el amor por primera vez. Respiró melancólico y prosiguió:

– Su madre, lo recuerdo bien, estaba aquí, justo donde yo me encuentro.

– ¿Aquí?… -preguntó el otro espantado, viendo la corta distancia hasta el roble-.

¿Y ella, qué dijo? -Beeeeeeeeeeee.


Chiste viejo que me contó alguien que sabía lo que era tratar con las cabras.


A mí no se me ocultó nada, pero tampoco se me dijo nada.

Mi madre me miraba desde la pequeña ventana del undécimo piso cuando cruzaba la calle para ir al colegio. Todos los días. Entre los trece y los quince años.

En los pabellones militares donde vivíamos, en espera de que le fuera asignado un destino a mi padre, había una biblioteca. En la biblioteca, aprendí lo que una niña puede aprender de sexo, antes de que llegase mi primera regla, antes de que mi padre me comprara las primeras compresas.

En los sótanos de los pabellones militares, estaban el aparcamiento y los contenedores de basura. En los sótanos, cerca de la puerta del ascensor, dejaba que algunos chiquillos me besaran con lengua y me tocaran el pecho. Antes de ponerme la ortodoncia dental, antes de que mi madre me comprara los primeros sostenes.

Determinar la primera vez no es fácil. La primera vez siempre viene precedida de muchas pequeñas primeras veces. La primera vez que amamos siempre hemos amado muchas veces antes. La primera vez que reímos es la primera vez que tomamos conciencia de que reímos. Y la única primera vez que existe es, sólo, la que recordamos como tal. O la que nos hacen recordar.

Con la sexualidad sucede lo mismo. Nuestra primera actividad sexual, derivada de nuestra condición de seres sexuados, se produce mucho antes de que tomemos conciencia de que hemos puesto en práctica esa condición, y la toma de conciencia es la que imprime nuestro recuerdo.

En seres sociales como nosotros, la toma de conciencia es un estado que no se alcanza siempre en soledad. No somos siempre nosotros mismos los que tomamos conciencia de algo; son los demás los que nos la hacen tomar. Es el «ojo social» el que nos obliga muchas veces a «pensarnos», a concienciarnos en una situación o en una acción concreta. Son los otros, los padres, los amigos, los maestros, los que en la mayoría de ocasiones nos «otorgan» la conciencia. La primera vez que nos dicen «eso no se hace», «eso no se toca», «eso no se dice» o «eso no se piensa» es cuando nos vemos a nosotros mismos haciendo, tocando, diciendo o pensando eso.

La conciencia es, muchas veces, la vista propia apoyada en la conciencia de los otros. La voz ronca con la que nos habla el control social, la moral y el orden. El juicio del otro hecho yo.

Fui a un centro de planificación familiar al poco de tener mi primera menstruación, que apareció justo el día que cumplí los catorce años. Llegué sola, di mi nombre y esperé en una silla niquelada. La mujer centroafricana que se sentaba a mi lado sonrió. Me cedió el turno cuando el ginecólogo le ofreció pasar.

No hubo, lo recuerdo bien, ningún gesto de sorpresa en aquel médico cuando le expliqué que quería que me recetara la píldora porque deseaba mantener relaciones sexuales con penetración. No hubo ninguna recomendación, ninguna valoración, ningún juicio. Me examinó sobre la camilla. Mientras él observaba bajo el pequeño delantal blanco, me hizo algunas preguntas. Yo le respondía, mirando de reojo, para distraerme, el dibujo sobre la pared del aparato reproductor masculino y femenino. Me entregó una receta de Diane 35, tres folletos y dos preservativos. No hubo ningún traumatismo en el proceso que, desde la biblioteca al centro de planificación, permitió el que yo adquiriera la prevención necesaria para afrontar un encuentro. No es necesario, eso también lo aprendí con la bibliotecaria y el ginecólogo, apelar al miedo de los «adultos» (o de los que siempre se presentan como nuestros adultos) para establecer una prevención, por muy niño que se sea.

Al llegar a casa, guardé la receta entre las hojas de un libro y la bolsa con lo demás en el armario, bajo mis braguitas y junto a mi diario. Un día, al poco, lo descubrieron todo. Y de mi determinación se hizo una jaula para encerrar grillos y de mi curiosidad, un problema.

Parece ser que en la sexualidad humana hay un momento crucial, en el que debemos tomar conciencia de que hemos hecho uso de nuestra condición de sexuados: el primer coito. No puede ser, naturalmente, de otra manera. Todo está preparado por el gran animal social para que no nos perdamos un solo detalle de este gran espectáculo público: la pérdida de la virginidad. Quizá, con tanta magnificación, tanto preparativo y tanta grandilocuencia moral, lo único que nos perdemos es el propio coito en sí. A cambio de que podamos, eso sí, recordarlo como «la primera vez».

Virginidad/himen/coito parece ser la tríada con la que se escribe el relato de ese presumible rito iniciático. Un rito iniciático, así nos lo hacen creer, en el que todo se pierde: la inocencia, la virginidad, el himen…, y nada se gana. Como si con la primera palabra que leemos se perdiera vista, como si con la primera duda que aparece se perdiera inteligencia. Hemos hecho de la primera vez una preocupación y no un mérito, un peligro y no un aprendizaje, una vuelta y no una ida, la llegada del príncipe azul y no el beso a la rana. Y hemos hecho y seguimos intentando hacer, de un encuentro, realizado desde el desconocimiento y apadrinado por el fracaso, un condicionante existencial para el resto de nuestras vidas.

Me gustaría explicar algo sobre el himen, sobre cómo se debilita, si no se ha desprendido antes, para permitir el paso de la primera menstruación, sobre cómo ser virgen es ser, implícitamente, ignorante y de cómo el coito no es más sinónimo de nuestra sexualidad que el roast beeflo es de nuestra alimentación. Pero dejaré esas explicaciones para los que las temen, porque los que no las temen ya las conocen.

Perdí mi virginidad un 17 de julio de 1984, a las 02.46.50 de la madrugada… lo sé, a veces me repito. Yo debí de dejarme el himen en algún lugar entre el gimnasio y el sótano. Quizá estampado en el botón del lúgubre ascensor enmoquetado de terciopelo rojo que me bajaba del piso undécimo al sótano.

Fue en una cama, en el campo, en casa del novio de la amiga donde me alojaba. La única sensación que recuerdo, después de alojar un ratito el pene de Edouard en mi vagina, es que aquello lo iba a recordar.

Creo que fue Shakespeare quien dijo: «La memoria es el centinela de nuestro espíritu». Guardias, celadores, cabreros… Quienes hicieron de aquello algo trascendente son los que siguen vigilando mi alma.

Y la de todos.

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