El que recurre a la prostitución es porque le falta algo en casa

Un juez pregunta a una mujer que solicita el divorcio:

– ¿Cuál es la causa de su petición?

– Que mi marido me trata como si fuese una perra.

– ¿Recibe usted malos tratos?

– No, es que quiere que le sea fiel.

Chiste popular que me contó un día una abogada matrimonialista intentando profundizar en los motivos por los que hacemos ciertas cosas.


En la zona de catering, el director del programa no paraba de darle ánimos paternalistas. Ella abría unos ojos radiantes, mientras sus pequeñas y regordetas manos rebuscaban por la bandeja un canapé apetitoso. La había visto, aquella misma noche, momentos antes de que yo entrara en el camerino. Cuando sus pasos se cruzaron con los míos, pude notar su vitalidad y su desconcierto. Parecía una niña pequeña a la que hubieran dejado sola en una tienda de caramelos. Me saludó con una sonrisa franca que parecía decir: «¡Voy a salir en la tele!».

A él lo conocía de haber coincidido en otros programas. Su trayectoria de cuchillero de alquiler en estos espacios sensacionalistas no pasaba por alto dentro del medio. Para el gran público era un tipo gracioso, de insulto fácil y pasado, presente y futuro oscuro.

«Ya la tienes a punto…», le susurró el director mientras apoyaba una mano en su hombro.

Encendí sin prisas un cigarrillo. Él evitó mi mirada.

Sancionar el consumo no es la estrategia preferida del orden económico (que cada vez se distingue menos del orden moral), precisamente porque es la lógica del consumo la que lo sustenta; producir bienes de consumo para poder consumir bienes de consumo. Sin embargo, sucede que en ocasiones, para acabar con una práctica que pueda dañar «el bien público», resulta menos costoso condenar, responsabilizar y aterrorizar al consumidor que acabar con la poderosa estructura de producción y distribución que genera esa práctica.

El verdadero éxito de, por ejemplo, la larga y sostenida campaña anticonsumo de tabaco estriba primordialmente en hacer caer la responsabilidad del consumo exclusivamente en el usuario final (el «libre albedrío» es un magnífico invento para generar culpas). Una vez ahí, se pensó que bastaría con documentar exhaustivamente los efectos físicos de la droga para meter el miedo en el cuerpo. Pero eso quizá no fuera suficiente; la adicción al tabaco es poderosa y la voluntad de poder decidir por uno mismo qué hacer con su cuerpo también. El verdadero éxito llegó cuando se hizo del fumador un «sujeto contaminante»; alguien apestado que transmite y contagia su pestilencia a su paso. El descubrimiento de la figura «fumador pasivo» convirtió al fumador en un desalmado social que debía ser incriminado por el ojo público, vía mirada del vecino, como en el sistema piramidal de control de los regímenes totalitarios. Hasta que no sólo se convenció al vecino del delito del prójimo, sino al propio prójimo de su delito.

El «bien común» queda protegido (el «bien común» que, más allá de la preocupación humanística, es una simple balanza de pagos entre lo que genera y lo que cuesta, en el caso del tabaco, la riqueza que genera cada cigarrillo consumido y el gasto sanitario que procura). Para cuando consumir tabaco sea el anacronismo de una sociedad inmadura, las empresas productoras de tabaco ya habrán podido reorientar su actividad hacia otras más «saludables» (la industria armamentística, por ejemplo).

En la prostitución el consumo se sanciona con eslóganes como «porque Tú pagas existe la prostitución» o «el que recurre a la prostitución es porque le falta algo en casa». Uno institucional, el otro de uso común. Uno de partido, el otro popular.

Entramos en el plato cinco minutos antes de que empezara la emisión en directo. Me ajustaron el micro sobre el chaleco cuando ya había tomado asiento en la zona de invitados. Pude ver su cara exultante entre el público. El nerviosismo se le escapaba por los pliegues de un vestido negro, de una talla demasiado optimista, que debía de haber comprado para la ocasión.

«Probando, uno, dos, probando…», susurré al micro, sin fijarme demasiado en la respuesta del técnico de sonido. Era ella quien captaba mi atención.

Hemos convertido a la mujer en un elemento multifunción, como las navajas suizas. Ahora es un abrecartas, ahora una sierra, ahora una lupa, ahora un palillo de dientes. Su identidad la definimos por el rol social que desempeña en cada momento. De elemento «amante» (la novia) pasa a ser un elemento «administrativo» (la esposa) y de elemento «tutorial» (la madre) pasa a elemento «contemplativo» (la abuela). Cada atribución de funciones parece única y exclusiva de la tarea que realiza la mujer en determinado momento y cada atribución parece definir la identidad profunda de la misma mujer. Cuesta pensar en una abuela amante, cuesta pensar en una amante que administre un hogar. Como en el teatro griego el hypocrites, el actor, es, según la máscara que lleve, el personaje que representa en ese momento, pero nunca el propio actor.

Esa determinación identitaria en función de las responsabilidades nos la creemos todos; la masa ciudadana, los hombres y, especialmente, las mujeres. Es por ello por lo que atribuimos una infidelidad de pago a que la compañera ha dejado de ser aquella que desarrollaba la función de amante en la commedia dell' arte, sólo porque le han impuesto la máscara de Dottore Peste. Sólo porque confundimos la máscara con la persona.

Todo ello es igualmente aplicable a la novia eterna; la meretriz. En su función de amante complaciente no se la puede ver como esposa, madre o abuela. Sorprendentemente, la puta, para el sistema de mareaje y etiquetaje social, sólo es puta. Y de por vida.

El «debate» se desarrolló con relativa normalidad. Pero faltaba «chispa». El presentador, posiblemente siguiendo indicaciones de las voces del pinganillo, anunció la presencia en el estudio de alguien que quería denunciar algo. Y le pasó la palabra.

Se levantó de un salto. Sujetó temblorosa el micrófono que le pasó la azafata y llena de convicción expuso, como en una lección bien aprendida, como su marido frecuentaba las casas de lenocinio pese a que ella estaba dispuesta sexualmente a hacer cualquier cosa. Sus kilos de más se agitaban cada vez que enfatizaba la protesta. Su cara redonda había empezado a sudar y el maquillaje se diluía como una mancha de tinta fresca. Su euforia amenazaba con tirarla gradas abajo.

El presentador, o la voz del pinganillo, profundizó.

– Pero ¿qué cosas estás dispuesta a hacer?

Ella, entre las risas generales, explicó detalladamente cada una de sus disposiciones, mientras sus sudorosas manos se agitaban por el aire. Y con ellas, el micrófono.

– Lo que sea; dejarme dar por el culo, tragarme su semen, que estemos con otras mujeres, que me ate a la cama…Todo. Y digo todo.

Se iba creciendo a medida que el pudor la abandonaba. Cerraba las manos con fuerza mientras exponía su conversión a «puta marital» para condenar al putero infiel. Segura, reforzada por la aclamación popular en forma de risotadas, la elocuencia hizo que sus tacones nuevos no soportaran tanto énfasis y cedió el del zapato derecho, sentándose en el traspiés, en un señor calvo que ocupaba la plaza contigua a ella, mientras su voz desaparecía por la caída del micrófono y su imagen oculta por la risotada fácil del público.

Entonces intervino él:

– Con una loca como tú, es un deber largarse de putas y como no te des prisa en levantarte, el programa va a tener que pagarle a éste la visita al burdel. Anda ya, y pierde unos kilos…

Intentó responder, pero no pudo.

Su semblante cambió a medida que su seguridad se apagaba. Y su imagen menguaba a medida que su denuncia desaparecía para centrarse en otro testimonio.

Ya no era más la mujer en vías de liberación que reclamaba sus derechos, ahora era una gorda que había entretenido con su estupidez al personal. Y en el tránsito entre la gloria y la congoja debió tomar, injustamente, conciencia de ello.

La gloria efímera de una burla que, a buen seguro, no debieron de perderse su madre, sus amigos y el que le vendió un vestido negro de dos tallas menos.

Sólo volvimos a verla en el monitor central cuando la cámara enfocó, unos minutos después y para todos los espectadores en su casa, la amargura y el rímel involuntariamente corrido en su rostro.

A buen seguro que alguien había logrado continuidad como tertuliano, y no era, precisamente, la chica que saludaba con una sonrisa. La chica que creyó que ella era el motivo.

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