Hay que preocuparse siempre por el otro durante el sexo

El yo-yo es un artilugio consistente en dos discos unidos por un eje y un cordón. En la ranura que forman los discos y donde se oculta el eje, se enrolla el cordón que, anudado a un dedo y mediante sacudidas, sube y baja.

El yo-yo

Definición enciclopédica


En 1660, Rembrandt se pintó con su gorro blanco de pintor, un pincel y la paleta frente al caballete. Sólo su rostro escapa de la penumbra. Moriría nueve años después y aquél sería uno de sus últimos autorretratos.

Sólo temen al egoísmo los «egoístas». La comprensión, la compasión y el cariño son algo que sólo se puede ejercer desde el profundo conocimiento de uno mismo, después de haber conocido en uno mismo y desde uno mismo la incomprensión, la crueldad y el desprecio. El egoísmo, «la práctica del yo», bajo todas sus formas de «yoísmo» y «solipsismo», es una forma de ontología, una manera de entender que el mundo no es más que lo que el yo entiende por el mundo. Del yo se alimenta la poesía que se transmite a un nosotros y es el yo lo que los valientes se atreven a romper y a poner en riesgo para saber lo que es el otro. El egoísmo es, además, una ética: la del que no hace daño porque sabe lo que es el daño. Sólo aprendemos desde el yo lo que al otro yo no le gusta.

El insolidario, el estúpido y el ignorante no es un egoísta, es un ególatra que practica la devoción estéril de uno mismo para contentar a ese pobre uno mismo, o un megalómano que cree que fuera de él no existe nada.

Egoístas no hay muchos, ególatras y megalómanos sí. Nuestra cultura de la competencia y del sueño del caníbal triunfante los cultiva y protege. Al humanismo egoísta, en cambio, se le pone el nombre de egoísmo y luego se lo define en el diccionario.

Cuando entramos en la sala, el guía mandó guardar silencio. No sé muy bien por qué aquel día me había decidido, en el hueco largo que dejaban dos clases, a visitar el Louvre. Empecé el recorrido sola, pero tardé poco tiempo en sentirme abrumada, así que, nada más subir a la segunda planta, me adherí a un grupo de turistas alemanes. No tenía, por aquel entonces, ninguna dificultad con el idioma alemán, por lo que las explicaciones del solícito guía no me resultaban difíciles de entender.

La interacción sexual es una «fraternidad de egoístas». El sexo, por su parte, es una lección egoísta.

Cuando se produce el encuentro sexual sólo hay una voz que escuchar, la propia, y un único elemento que mirar, uno mismo. Esto puede resultar un poco difícil de entender, acostumbrados como estamos a tratar con ególatras de ambos géneros, que son incapaces de «entender» con quién se está interactuando y el qué se está poniendo en práctica. Estos pajilleros que prefieren la vagina ajena que la mano propia, o estas «dolientes» que prefieren el lamento en compañía que en solitario, no son, naturalmente, los egoístas a los que me refiero. Estos o estas del «yo me lo trabajo» o estas y estos del «no me muevo porque me despeino» son elementos a evitar en cualquier caso, fundamentalmente porque son elementos que no aprenden.

No son estos, sino los egoístas, los que sólo acaban resultando buenos amantes, aquellos que se han formado en la escuela de la autocontemplación; aquellos que, a fuerza de tener tiempo para uno mismo, han sabido entender su deseo e interpretar la reactividad de su cuerpo. Desde esa formación es desde donde se alcanza la solidaridad con el otro, desde donde se le entiende y se le ama. Y es desde allí, desde donde se adquiere la máxima sabiduría en el uso del sexo y de la vida: la espontaneidad.

El silencio que pidió el guía fue para rendir homenaje a Rembrandt. La sala albergaba varias obras suyas. Entre otras, el autorretrato Rembrandt en el caballete, al que algunos también llaman Autorretrato con pintura y pinceles. Era el efecto de una vida. Cada arruga pintada era una conclusión, cada oscuridad, una emoción y su mirada era una lección: la lección. El guía, en un alemán esforzado, explicaba cuestiones técnicas y biográficas relacionadas con la pintura. Me apreté en el grupo con intención de ocultarme.

Yo no diría que soy especialmente aficionada a las orgías. Creo que posiblemente se deba a la dispersión que suelen conllevar. La preocupación excesiva por el estado de los otros, la atención por los cambios de preservativos de vagina a vagina, los continuos cambios de posición, impiden la introspección. He obtenido algunos orgasmos satisfactorios en ellas, tanto en las de pago como en las «amistosas», pero para ellos he tenido siempre que dar, de palabra, algunas indicaciones previas y cerrar el corrillo a mi alrededor a no más de tres personas. Las orgías son demasiado «solidarias». Buscan más el placer del colectivo que el de las individualidades que lo componen y eso, bajo mi criterio, le resta eficacia. Son más interesantes de contar que de vivir.

Los caminos del deseo son inescrutables. Frente a aquella magistral enseñanza de vida pintada sobre una tela tuve la imperiosa necesidad de masturbarme. Entre varios alemanes con más ganas de ver Pigalle que de pararse en la sala de pintura flamenca, introduje mi mano derecha en el bolsillo del pantalón, pasé mi dedo enguantado en el forro del bolsillo por debajo de las braguitas y empecé a acariciarme. Fui capaz incluso de hacer una pregunta, sin dejar de rozarme, cuando nuestro cicerone parecía que abandonaba la obra para dirigirse a otro cuadro. Cualquier cosa por retenerlo un minuto más. No escuché la respuesta. Cuando el hombre grueso que me cubría el flanco derecho se agachó para recoger la bolsa que había dejado en el suelo y continuar trayecto, yo alcancé el orgasmo.

Compré en la tienda de souvenir una postal con la imagen de aquella obra. Sólo para poder contemplar una y otra vez cómo, a través del acto egoísta de retratarse a uno mismo, aquel viejo pintor holandés me había explicado, mejor que nadie, el sentido de la condición humana.

Un oficio y una sabiduría que le había procurado el dulce y magistral balanceo del yoyó.

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