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Cuando el inspector Perdomo llegó hasta la zona de los camerinos, se encontró con que el de Ane Larrazábal ya había sido precintado y un agente de uniforme custodiaba la puerta para que nadie pudiera acceder al interior. En uno de los otros tres camerinos reservados para los solistas, Perdomo encontró a Georgy Roskopf, el tuba, a Elena Calderón, la trombonista, y a su hijo Gregorio, que estaba llorando.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó su padre mientras dirigía una mirada inquisitiva al ruso, del que pensaba que podía ser el responsable del llanto del muchacho.

El niño intentó responder a su padre, pero su llanto era tan inconsolable que no le salían las palabras. Elena le abrazó y respondió por él:

– Se ha enterado de que Ane ha muerto y está desolado.

– Entiendo -respondió Perdomo, que empezó a sentirse inmediatamente culpable por haber llevado a su hijo al concierto y por haberle implicado en aquella primerísima fase de la investigación.

– Lo mejor -sugirió Elena- es que nos marchemos de aquí cuanto antes. Esto está lleno de policías y Gregorio está muy afectado.

– Gregorio, ven aquí -le dijo con dulzura el inspector.

Su hijo, que tenía los ojos enrojecidos y ahora era víctima de un ataque de hipo, miró a su padre pero no se movió de donde estaba, como si le costara demasiado todavía abandonar el abrazo maternal de la trombonista.

– Lo que ha ocurrido, Gregorio, es terrible. Pero quien quiera que lo haya hecho, lo va a pagar, ¿me oyes? Un amigo mío -mintió el policía-, el inspector Salvador, está a cargo de la investigación y es uno de los mejores investigadores del Cuerpo Superior de Policía.

A Perdomo no le costaba reconocer que su colega, pese a tener un carácter difícil, era un policía competente, que se había apuntado varios tantos durante los años que había permanecido en Estupefacientes.

El niño preguntó:

– ¿Por qué, papá? ¿Por qué la han matado?

– Eso es lo que vamos a averiguar, tienes mi palabra.

Perdomo se acordó del violín y de que Elena había ido a indagar sobre él:

– Sólo estaba la funda y el arco -le informó la trombonista-. El violín ha desaparecido.

– Es lo que me imaginaba. ¿Alguno de ustedes sabe qué instrumento tocaba Larrazábal?

– Stradivarius -dijo Roskopf, acompañándose con un gesto con la mano que significaba «mucho dinero».

– No habrán tocado la caja del violín con las manos, ¿verdad?

– El estuche estaba abierto -dijo Elena, así que no tuve necesidad de tocar nada. Sólo pude echar un vistazo fugaz porque en ese momento llegó la policía y me sacaron al pasillo. Pero el camerino parecía un cuadro de Matisse.

– ¿Matisse? -preguntó Perdomo.

Interior con caja de violín -respondió Elena-. Colecciono reproducciones de cuadros en los que aparecen instrumentos o referencias musicales y me he acordado de uno de Matisse, creo que está en el MOMA de Nueva York, en el que se ve una habitación desierta con una caja de violín vacía, abierta de par en par, reposando sobre una butaca que hay a la izquierda.

Un policía de uniforme se acercó a ellos y les anunció:

– Esta zona está dentro del cordón de seguridad. Voy a tener que pedirles que se marchen.

– No se preocupe, agente -dijo Perdomo-. Ya nos vamos. -Luego, volviéndose hacia Elena, preguntó-: ¿Hay algún lugar por aquí en el que podamos hablar un momento, antes de volver a casa?

Elena citó un par de cafeterías y después dijo:

– Pero deme un minuto, que tengo que ir a buscar el trombón. Ya verás qué pedazo de caja, Gregorio -le dijo al niño. Y luego, al tuba-: Georgy, ¿nos acompañas?

El ruso asintió y se marchó también en busca del estuche de su instrumento, aún más voluminoso que el de su colega.

Cuando los cuatro intentaron salir por fin a la plaza frente a la puerta del Auditorio, se encontraron con un par de agentes de uniforme que les cortaron el paso. Perdomo mostró la placa identificativa al policía, pensando que en cuanto la viera éste se haría a un lado de inmediato. En lugar de eso, el agente dijo:

– Lo siento, inspector, pero se ha producido el robo de un instrumento valiosísimo y tenemos órdenes de registrar a todo el mundo.

Perdomo levantó los brazos con expresión guasona para dejarse cachear, pero el policía hizo caso omiso de él.

– ¿Pueden abrir los estuches de sus instrumentos, por favor?

Tanto la trombonista como el tuba dejaron las fundas en el suelo y se pusieron en cuclillas para liberar los cierres de las fundas, que empezaron a cantar como si fueran grillos mecánicos: ¡click, click, click!

Al abrir las tapas de los estuches, los policías quedaron deslumbrados con el reflejo dorado de los instrumentos, refulgiendo como la armadura de un coracero a pleno sol.

– El violín no está aquí -señaló con cierta irritación Elena Calderón-. ¿Podemos marcharnos ya?

Los dos funcionarios les miraban impasibles. Parecían androides programados únicamente para el registro.

– Saquen los instrumentos -ordenó uno de ellos.

– Esto es ridículo -protestó el tuba.

Pero su queja no sirvió de nada, porque los dos músicos se vieron obligados a obedecer y los policías comenzaron a fisgar en todos y cada uno de los compartimientos, golpeando con los nudillos las paredes de los estuches para asegurarse de que no había dobles fondos. Una vez que se quedaron satisfechos, el policía que llevaba la voz cantante le dijo al ruso, que aún no había guardado la tuba:

– Menudo armatoste. ¿Hay que soplar mucho para sacarle algún sonido?

– Hazles una demostración, Georgy -dijo Elena.

Pero el ruso se limitó a emitir un gruñido de oso y a devolver la gigantesca tuba a su funda.

– Pueden continuar -dijeron los policías-. Y perdonen las molestias; sólo cumplimos con lo que nos han ordenado.

Los cuatro procuraron alejarse a buen paso de los agentes, como si temieran que les pudieran seguir importunando con nuevos controles, y se dieron cuenta de que había caído un copioso aguacero: resultaba delicioso llenarse los pulmones con el aire cargado de ozono que había traído la lluvia.

Perdomo se volvió para echar un último vistazo al lugar del crimen y vio que en el primer piso de la fachada norte del Auditorio había unos amplios ventanales protegidos con unos visillos de color blanco. Uno de ellos estaba descorrido y dejaba ver la figura un poco rechoncha de Joan Lledó, que les estaba observando impasible mientras se alejaban del edificio.

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