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A menos de un kilómetro de distancia, Arsène Lupot y Natalia de Francisco se habían guarecido bajo una marquesina de autobús, a la espera de que amainara la espesa lluvia que el viento huracanado convertía en una auténtica arma arrojadiza. Los dos luthiers habían encendido sendos cigarrillos para entretener la espera y parecían satisfechos tras la entrevista que habían mantenido con el inspector Perdomo.

– Todo ha ido muy bien -exclamó Lupot exultante- excepto por el dolor en este ojo, que me lleva mortificando desde que me levanté esta mañana.

La mujer le examinó de cerca y concluyó:

– A simple vista no se aprecia nada, Arsène. Pero ¿quién sabe? Puede ser hasta un problema de sinusitis. Cuando llegues a París debes hacértelo mirar por un oftalmólogo.

La mujer estuvo a punto de revelar al francés el resultado de su experimento en el restaurante con las dos gotas de aceite, que había concluido con un mal augurio, pero cambió de opinión al acordarse de que su amigo sólo iba a permanecer veinticuatro horas más en Madrid. Como buena anfitriona, debía procurar que la estancia de su invitado fuera lo más agradable posible.

– Mira, ya está escampando -dijo Natalia, saliendo de la marquesina. Pero una súbita ráfaga de viento mezclada con punzantes gotas de lluvia le azotó el rostro sin miramiento alguno, y le hizo comprender que había cantado victoria demasiado pronto.

Lupot rió ante la cara de estupefacción de su amiga, al verse sorprendida por aquel bofetón de agua huracanada, pero, por solidaridad, decidió abandonar también él la protección que ofrecía la marquesina y, cogiéndose del brazo de su amiga, echó a andar calle arriba en dirección al coche.

La mayor parte de las personas con las que se iban cruzando en su trayecto se debatían en la duda de cerrar los paraguas de una vez o seguir caminando con ellos por precaución, porque aunque la tromba de agua casi había amainado por completo, el viento seguía castigando la zona con furia inusitada.

A unos cincuenta metros de distancia, Natalia observó que un fraile agustino, vestido con el característico hábito negro de la orden, se había detenido en mitad de la acera y forcejeaba con un gigantesco paraguas de color ala de cuervo, cuyas varillas se habían invertido a causa de una traicionera ráfaga de aire. La escena era tan pintoresca que los dos luthiers,que estaban a punto de cruzar, decidieron permanecer unos segundos más en ese lado de la calle, para asistir al desenlace de la escaramuza entre el religioso y el paraguas. Justo en el momento en que el agustino lograba enderezar las varillas, una ráfaga de viento especialmente violenta le arrancó el paraguas de las manos y lo empezó a arrastrar por la acera. Instantes después, una andanada lateral de aire lo lanzó contra la pared de ladrillo de un colegio, de tal manera que la punta de acero, que debía de medir más de quince centímetros y refulgía como la hoja de un machete, empezó a despedir centellas al rozar con furia contra el muro.

En cuestión de pocos segundos, el paraguas parecía haber cobrado vida propia. De pronto, se alejó de la pared; Natalia se percató de que venía directamente hacia ellos, y comoquiera que el agustino empezara a indicarle por señas que lo atrapara, la mujer empezó a desafiar al viento, caminando hacia el huidizo objeto para intentar agarrarlo al encuentro, como si se tratara de un perro díscolo, renuente a que su amo le pusiera la correa. El paraguas se detuvo en seco, y justo en el momento en que Natalia comenzaba a agacharse, para asirlo por el mango, volvió a emprender el vuelo. Saltando por encima del cuerpo de la mujer, fue a golpear, con velocidad endiablada, contra el rostro de Lupot, con tal mala fortuna que la punta de acero le atravesó el ojo derecho.

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