Roberto y Natalia decidieron festejar la llegada a Madrid de su amigo Lupot con una cena en un conocido restaurante especializado en carnes, situado junto al edificio del Senado. Antes de que empezaran a llegar los platos, y mientras degustaban un delicioso Ribera del Duero del 2002, el francés hizo entrega a su anfitriona de los discos de chanson française que había comprado para ella.
– Hay uno muy especial que acaba de salir. Lo acaba de grabar un dúo formado por un chico y una chica que se hacen llamar Malin Plaisir. On peut traduire par «placer malévolo», ¿no es cierto, Roberto?
El interpelado no contestó, absorto como estaba en contemplar a Natalia mientras ésta intentaba, inútilmente, desprecintar el celofán que envolvía el disco.
– Aunque sólo fuera por el trabajo que cuesta abrir los compactos -dijo la mujer-, debería promulgarse una ley que obligara a volver al disco de vinilo.
Tras forcejear durante un minuto con el cedé, en una operación en la que hubo que emplear un tenedor y un cuchillo de cortar carne, Natalia logró retirar por fin el envoltorio y empezó a hacer preguntas sobre el disco:
– ¿Moi pour toi es el título del disco?
– Del disco y de este libro que también te he comprado, porque es en el que está basado el disco -le explicó Lupot.
Extrajo de la bolsa en la que había llevado los discos un libro de bolsillo en cuya cubierta aparecían las fotos de la cantante Edith Piaf y del boxeador Marcel Cerdan. Debajo del título, que era igual al del cedé, el subtítulo aclaratorio decía: «Lettres d'amour».
– Moi pour toi no se puede traducir literalmente «yo para ti» -explicó Roberto-. Yo me inclinaría por «el uno para el otro».
– Exactement -apostilló el francés-. El título de esta antología de cartas de amor alude a unos versos de la canción más famosa de Piaf, «La vie en rose». En un momento dado la letra dice:
C'est lui pour moi,
Moi pour lui dans la vie
Il me l'a dit, l'a juré
Pour la vie
o sea, «él para mí y y yo para él en la vida, me lo ha dicho, me lo ha jurado para toda la vida».
– Pero ¿qué tiene que ver el disco con las cartas? -preguntó Natalia mientras empezaba a curiosear las fotos que venían en el disco.
– Malin Plaisir ha cogido frases de las cartas de amor y las ha convertido en canciones. No he podido escuchar el disco aún, pero he leído varias reseñas en la página web de la Fnac todas son excelentes.
Natalia estaba radiante de felicidad; era evidente que el disco y el libro le habían hecho una ilusión inusitada. Tras estampar un par de besos a Lupot, tan efusivos que le obligaron a recolocarse las gafas, empezó a interesarse por la historia de amor entre la cantante y el boxeador, que conocía sólo superficialmente.
– Siempre me ha fascinado la Piaf, que te lo diga Roberto. Pero así como los discos los tengo casi todos, no es fácil conseguir libros sobre ella. Éste me servirá para mejorar mi francés, que, por cierto, es deplorable.
– No sabía que te gustara tanto Edith Piaf -dijo Lupot-. A mí se me ocurrió traerte el disco sólo porque lo relacioné con el violín del diablo y el asesinato de Ane Larrazábal.
– ¿A qué te refieres?
– No sé si estás al tanto de la historia de amor prohibido catre Cerdan y Piaf. Se conocieron en 1946; él tenía ya cuatro hijos, pero el chispazo no se produjo hasta dos años después, en Nueva York. En el 49, cuando el romance estaba en pleno apogeo, se desencadenó la tragedia: Cerdan murió a bordo del mismo avión en que iba el violín del diablo y su propietaria, Ginette Neveu. Lo más inquietante de todo es que Cerdan, que tenía que viajar a Nueva York para el combate de desquite con LaMotta, tenía pensado hacer el viaje en barco, pero Piaf, que ya estaba allí, estaba tan ansiosa por verle que le suplicó que tomara un avión.
– ¡Lo mataron las prisas! -dijo Roberto.
– Lo mató la Piaf -apostilló Lupot-. ¡Esa mujer debía de ser como una mantis!
En ese momento fueron interrumpidos por el camarero, que colocó tres platos de barro incandescentes delante de cada comensal. Aunque el comentario era superfluo, porque los platos parecían fragmentos de magma volcánico, el camarero se sintió obligado de igual modo a advertir:
– Cuidado con el plato, que está muy caliente.
– No nos habíamos dado cuenta -bromeó Roberto, mientras se servía un par de deliciosos filetitos de buey, que empezaron a churruscarse sobre el barro a toda velocidad. El luthier les dio la vuelta casi instantáneamente, para evitar que la carne se recociera sobre el plato, y luego engulló uno de ellos sin trocarlo siquiera con el cuchillo.
– Parece que había hambre -dijo Natalia, un poco avergonzada por la voracidad excesiva de su marido, que durante unos instantes se había transformado en una especie de hombre de Cromagnon devorando un trozo de mamut.
– También os he traído -continuó Lupot- el disco póstumo de Ane Larrazábal. No sé si lo han editado ya en España.
El luthier enseñó el cedé a sus amigos y éstos se mostraron muy impresionados tanto con el contenido como con la portada del mismo. Al contemplar de cerca el violín en aquella fotografía, Roberto volvió a insistir en su teoría de que el instrumento debía de emitir algún tipo de energía negativa y esto provocó una inquietante reflexión por parte del francés:
– Lo cierto es que un violín es un objeto muy especial, y eso lo saben los músicos mejor que nadie, ¿no es cierto? Cuando un violín deja de tocarse durante un tiempo, se produce un fenómeno muy misterioso; el instrumento pierde sonoridad. Luego cuesta meses que vuelva a ser el de antes. A veces han venido clientes míos a quejarse, después de algún arreglo, porque el violín ya no les sonaba como cuando lo compraron. Y yo siempre les digo: lo que tiene que hacer usted es tocarlo, porque el instrumento percibe que no lo están tocando y empieza poco a poco a languidecer. A pesar del tiempo que llevo en esta profesión, nunca he sabido explicarme este fenómeno. Es como si el violín estuviera… vivo.
– No solamente eso -añadió Roberto-. Un violín percibe qué tipo de músico es su propietario. Si un violinista ofrece un sonido potente y extrovertido, el instrumento se adapta a él y proyecta un sonido recio y vigoroso. En cambio, si está en manos de un pusilánime, el violín también se acobarda y se pone mohíno.
Siguió una discusión interminable sobre qué clase de energía absorbían y emitían los objetos y hablaron largo y tendido del feng shui, una forma de geomancia china que se remontaba al año 3000 antes de Cristo y que cada vez tenía más aceptación en Occidente.
– El feng shui -dijo Roberto- se basa en armonizar la energía que desprenden los objetos y las personas. Por lo tanto, si aceptamos el feng shui, y media Europa lo acepta en estos tiempos, tenemos que admitir también que haya objetos que desprenden energía negativa. Yo creo que el violín es uno de ellos.
– La sola idea de que pueda haber cosas que atraen la mala suerte resulta en extremo desasosegante -afirmó Lupot-. Tal vez por eso me niego a aceptarla.
– Pues haces mal -exclamó contrariada Natalia-. Podría citarte de memoria media docena de objetos malditos, desde coches hasta cuadros, incluidos diamantes o jarrones, que conforme iban pasando de mano en mano iban dejando tras de sí una siniestra colección de infortunios y un lúgubre reguero de cadáveres.
– Yo también -dijo Roberto-. Está el diamante Hope, el coche de James Dean, el personaje de Superman…
– Ése no lo conocía -admitió su esposa.
– Pues George Reeves, que interpretó el personaje en los años cincuenta, apareció un buen día muerto en su casa de Beverly Hills con un disparo del calibre 30 en la cabeza. Y años más tarde, todos sabemos lo que le ocurrió a Christopher Reeve.
Los tres comensales guardaron silencio durante cerca de un minuto, estremecidos por el recuerdo del agónico final que había tenido el mencionado actor. Por fin, Lupot comentó:
– Aún más inquietante que el hecho de que existan objetos capaces de atraer la mala suerte, es imaginar el tipo de acontecimiento que puede provocar que una cosa inanimada se cargue de repente de esa clase de energía.
– ¿En qué estás pensando exactamente? -preguntó Natalia con la voz algo turbada, como si presintiera que la respuesta no le iba a gustar.
Lupot les contó que Ane Larrazábal presumía de que su Stradivarius había pertenecido a Paganini y que éste había fallecido en su mansión de Niza sin haber recibido la confesión.
– No tengo idea de qué ocurrió en aquella casa, la noche del 27 de mayo de 1840, pero os aseguro que no me hubiera gustado estar allí.
– A mí sí -saltó Roberto-. Siempre me han gustado las emociones fuertes.
– Si alguien robó el violín de la casa de Paganini -terció Natalia-, ésa podría ser la manera en que comenzó la maldición.
– O tal vez ese Stradivarius sea el que dicen que Paganini encordó con los intestinos de una mujer a la que él mismo había asesinado -añadió Roberto-. Sea como fuere, no es normal que, por su causa, hayan muerto ya dos violinistas. Ane te dijo que su abuelo había adquirido el violín en Lisboa en 1949, que es el año en que se estrelló en las Azores el avión de Neveu. Tiene que ser el mismo violín.
– Es posible -concedió Lupot-. Pero yo lo tuve un par de semanas en el taller y no me pasó nada. ¡Espera un momento! ¡No es cierto! La persona que, después de mí, más en contacto estuvo con el violín fue Étienne, mi ayudante; se fracturó una pierna en esos días. Y además fue una caída inexplicable dentro del taller.
– ¿Lo ves? Dos semanas y el violín empezó a ocasionar problemas -acotó Roberto.
– ¿Y a ti, Arsène? ¿No te ha ocurrido nada? -dijo Natalia.
Al luthier no le gustó la pregunta:
– ¿A mí? ¿Qué habría de ocurrirme? Yo creo que este tipo de maldiciones sólo te afectan si de verdad crees en ellas. Ya sabéis el viejo adagio: si una situación es definida como real, esa situación tiene efectos reales. Pero yo soy un escéptico.
El tema sobrenatural parecía haberse agotado, así que el francés se interesó por la investigación criminal del caso Larrazábal.
– El juez ha decretado secreto del sumario y aún no ha filtrado nada a la prensa -le informó su amigo-. Respecto a la noche del concierto, he de decirte, querido Arsène, que Natalia y yo estábamos en la primera fila de un entresuelo lateral, justo encima del escenario, y que a unas cinco butacas de distancia, un poco más alejada de la orquesta, había una japonesa que Natalia sostiene que era Suntori.
– No estoy segura del todo, porque iba muy tapada -aclaró su esposa-, pero tenía que ser ella por fuerza; su actitud no era normal. Se pasó todo el concierto con los codos apoyados sobre la barandilla del entresuelo, escrutando a Ane Larrazábal a través de unos prismáticos.
– Probablemente estaría estudiando la digitación, para copiar su técnica -le explicó Lupot-. Y apuesto lo que queráis a que Ane se dio cuenta de que estaba siendo espiada por la japonesa.
– ¿Por qué dices eso? -preguntó el matrimonio a dúo.
– ¿No me contasteis que a Ane se le escapó el violín en el Caprichon.° 24? Eso no es fácil que ocurra, a menos que cometas la insensatez, como hice yo una vez, de tocar con el metrónomo en la mano, o de que algo te sobresalte de tal manera que te haga perder el control durante un instante. No es descabellado aventurar que, si Ane Larrazábal se dio cuenta durante el pasaje más difícil del Capricho de que su más temida rival estaba escudriñando hasta el más pequeño de sus movimientos para tratar de apoderarse de los secretos de su técnica, el susto fuera mayúsculo. Suntori vive en San Francisco, y encontrártela de pronto en Madrid, revoloteando por encima de tu cabeza, con unos prismáticos clavados en tu persona, podría provocar una crisis nerviosa hasta en la mujer más equilibrada. Ya sabéis lo «paganiniana» que era Larrazábal, y Paganini era enfermizamente celoso de su técnica. No afinaba en público y cuando ensayaba con la orquesta no tocaba su parte entera, para evitar que le plagiaran. Sus conciertos para violín llegaron a publicarse ¡sin la parte de violín!, para fastidiar a sus rivales.
– ¿Y si vino para algo más que para echarle el mal de ojo? -dijo Natalia-. Suntori no está contenta con su Guarneri y lleva años intentando hacerse con un Stradivarius, pero no sale ninguno a la venta.
– ¿Crees que la mató para robarle el violín? -preguntó Roberto.
– Para eso, o simplemente porque estaba harta de que Ane le hiciera sombra.
– Lo cierto es que, técnicamente, Suntori pudo hacerlo -admitió Roberto-. Según la prensa, el estrangulamiento se produjo durante el intermedio. ¿Tuvimos localizada en todo momento a la japonesa durante el descanso?
– No -dijo Natalia con preocupación, como si se estuviera sintiendo culpable por no haber ejercido una labor de vigilancia que podría haber evitado la consumación del delito-. Y lo que resulta aún más sospechoso es que, cuando regresamos a nuestras localidades para escuchar la segunda parte del concierto, Suntori ya no estaba.
Los tres amigos habían dado buena cuenta ya de la carne y de las patatas que les habían servido como guarnición y en aquel momento, a instancias del camarero, se debatían sobre si procedía tomar postre y, en tal caso, cuál pedir. Natalia decidió compartir unos profiteroles al oporto con Arsène, y Roberto, al que hubo que frenar para que no pidiese otro plato de carne como postre, prefirió conformarse con un café solo.
Terminados los postres, el camarero se acercó a recoger los platos y les ofreció un licor de hierbas, que los tres aceptaron de buen grado. Cuando Natalia advirtió que pretendía retirar una botellita de aceite que había estado en la mesa desde el principio, le rogó que no se la llevara.
– Luego os contaré para qué la necesito -les dijo con aire misterioso a sus amigos.
– Estamos ya en la sobremesa -dijo Roberto dirigiéndose al francés- y todavía no hemos decidido si vamos a acudir a la policía para contarle lo que sabemos.
Lupot apuró el vaso de licor y emitió un ligero chasquido de satisfacción con los labios antes de hablar.
– ¿Ir a la policía? Yo al menos, lo tengo que pensar. No quiero hacer el ridículo, ni que me tomen por un loco. Porque, ¿qué podría contarles?
– Hechos, Arsène, hechos -exclamó Roberto-. En primer lugar, que sospechamos que el violín de Ane es robado, porque tu amigo Bernardel lo reconoció por televisión y dijo que era el violín de Neveu. En segundo lugar, que Ane te encargó modificar el aspecto del violín con esa talla, tal vez porque se había enterado de que el instrumento había sido localizado. Y Natalia y yo, que por supuesto iremos contigo, informaremos a la policía de que la más directa rival de Ane, Suntori Goto, estaba entre el público. A lo mejor no sirve para nada, pero ¿no dicen siempre eso de que el detalle más nimio puede ser decisivo en una investigación?
– ¡Vengo a dar una conferencia y acabo complicado en una investigación criminal! -exclamó Lupot-. ¿Ir a la policía? ¿Y cómo se hace eso? Yo no tengo ni idea. Me figuro que si nos presentamos en la comisaría diciendo: «Tenemos información sobre un crimen», hay tantas posibilidades de que nos hagan caso como de que nos manden a paseo.
– No podemos correr ese riesgo -afirmó Roberto-. Tengo un amigo que es periodista en El País y mañana me puedo enterrar, con una sola llamada, de quién es el inspector de homicidios que está llevando las investigaciones, para que nos atienda personalmente.
Lupot levantó un brazo para llamar la atención del camarero y dibujó una pequeña firma en el aire para que le trajera la cuenta.
– No vas a pagar la cena -puntualizó Roberto con una sonrisa traviesa.
– ¿Y quién me lo va a impedir? -replicó desafiante Lupot-. Lleváis invitándome a todo desde hace diez años; esto, más que hospitalidad, empieza a ser un insulto.
– Quiero decir que no vas a pagar la cena todavía -aclaró su amigo-. Te recuerdo que Natalia nos ha prometido que nos iba a explicar no sé qué con el aceite. ¿De qué se trata?
– Mientras hablábamos de Suntori y de cómo estuvo espiando a Ane, me he acordado de que Adile, nuestra asistenta turca, me contó que existe un método infalible para averiguar si alguien está padeciendo mal de ojo. Hay que echar dos gotitas de aceite en un vaso de agua. Si las dos gotas permanecen sobre la superficie sin llegar a juntarse, estamos a salvo. Pero si se funden para formar una sola gota, habrá que ir pensando en un conjuro que nos libre del hechizo.
– Prefiero que no lo hagas -dijo Lupot.
– Creí que no eras supersticioso -dijo burlona Natalia.
– Pero vosotros sí lo sois y yo he estado en contacto con ese violín. Imagínate que se juntan las dos gotas. Vamos a estar angustiados durante mi estancia, y todo por una estupidez.
– Creo que por una vez Arsène tiene razón -dijo Roberto-. Lo mejor es no tentar a la suerte.
– Como queráis -dijo Natalia dejando la botellita de aceite de oliva otra vez sobre la mesa.
El francés pagó la cena y los tres amigos se encontraron, nada más salir a la calle, con que, a pesar de la época del año, la temperatura había descendido notablemente, hasta el punto de que el aliento que salía de sus bocas se empezó a condensar en vaho a los pocos segundos.
– Tenemos el coche en el aparcamiento de Gran Vía -dijo Roberto-. Podemos volver a casa inmediatamente o buscar un sitio para tomar la última copa.
– Yo voto por tomar algo -dijo Natalia.
– ¿No estás fatigado del viaje, Arsène?
– En absoluto. Todo lo que pido es que el lugar no sea demasiado ruidoso. Lo único que no me gusta de España es esa costumbre que tiene la gente de reunirse para charlar en lugares en los que es físicamente imposible oírse unos a otros.
– Muy bien -dijo Roberto-, pues entonces dirijámonos hacia la calle Reina. Es un pequeño paseo, pero hay allí dos lugares de copas en los que, además de que la música no está demasiado alta, el barman prepara unos combinados que tumban de espaldas.
El trío de amigos inició la subida hacia la plaza del Callao, y cuando estaban a medio camino, Natalia dijo:
– ¡Maldita sea! Me he dejado la bolsita con los discos de Arsène en el restaurante.
– Pues corre a por ellos, mujer -dijo Roberto-. Te esperamos en esa esquina.
– No, hace mucho frío para que estéis parados como dos pasmarotes. Id hacia Reina y yo os alcanzo en un par de minutos.
Natalia se dio una carrerita hasta el restaurante y fue abordada por un camarero, que le entregó la bolsa con los discos nada más verla entrar por la puerta.
– Iba a salir yo a buscarla en este momento -dijo el empleado.
La mujer oteó por encima del hombro del camarero y se percató de que estaban empezando a recoger la mesa en la que habían cenado, así que le dijo:
– ¿Le importa que eche un vistazo, a ver si me he olvidado algo más?
– Está usted en su casa -dijo su interlocutor, haciéndose a un lado para franquearle el paso.
Natalia se acercó a la mesa y le dijo al camarero:
– Disculpe, no voy a tardar más de treinta segundos.
El hombre se alejó y Natalia, tras simular que inspeccionaba los asientos, se sentó a la mesa, destapó la botellita de aceite y vertió dos gotas en el único vaso de agua que aún estaba medio lleno.
Las dos gotas no sólo se fusionaron al instante en una sola, sino que ésta adoptó la forma de un inquietante ojo verdoso-amarillento al que le hubieran extirpado la pupila.
Era el vaso de Arsène Lupot.