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La Terminal 4 de Barajas, conocida popularmente como T4, se ha hecho internacionalmente famosa en los últimos años por dos razones tan poderosas como distintas entre sí. Por un lado, parece ser una terminal gafada, pues no solamente la banda terrorista ETA logró colocar, en 2007, doscientos kilos de explosivo que acabaron con la vida de dos súbditos ecuatorianos, sino que, más recientemente, se convirtió en el escenario de una de las tragedias aéreas más graves del siglo xxi: la que costó la vida a más de ciento cincuenta personas que trataban de desplazarse a las islas Cananas en un MD-82. A pesar de tan luctuosos sucesos, a Perdomo le había fascinado la T4 desde que fuera inaugurada en febrero de 2006 en una solemne ceremonia presidida por el presidente del gobierno. Hacía poco, el inspector había escuchado una entrevista con su creador, el arquitecto británico Richard Rogers, en la que se le había solicitado que eligiera las tres obras de las que se sentía más orgulloso. Rogers se decantó por la casa de sus padres en Wimbledon, el Centro Georges Pompidou de París y la T4 de Madrid-Barajas, por considerar su propio autor que era una especie de síntesis de los dos edificios anteriores: la T4 había conseguido la fusión perfecta entre la alta tecnología y la calidez humana del espacio.

Perdomo llegó a la terminal a las 15.20 de la tarde, tras haber tenido que forcejear durante algunos minutos con el cordero que se había hecho fuerte en su vehículo. Por el camino, había telefoneado a AENA y le habían informado de que el vuelo 3250 de Iberia con destino Amsterdam no iba a sufrir ningún retraso, por lo que Rescaglio y su hijo podrían ya estar embarcados en el avión, o incluso haberse despegado ya del finger y avanzar rumbo a la cabecera de pista. Para una vez que el retraso de un avión podía causar algún beneficio a alguien, el vuelo iba a salir asquerosamente puntual.

Según se estaba apeando de su vehículo, que aparcó, sin distintivo policial ninguno para no llamar la atención, en el carril de subida y bajada de viajeros, Perdomo decidió que, dado que ya era prácticamente imposible rescatar a su hijo de las garras de su secuestrador -había perdido demasiado tiempo en el camino-, su misión iba a consistir en asegurarse de que su hijo estaba sano y salvo y que embarcaba sin complicaciones en el avión que debía llevarles a Amsterdam.

Mientras tanto, en el interior de la terminal, Andrea Rescaglio había atravesado ya el control de pasaportes en compañía de Gregorio y de su violonchelo, para el que había comprado un billete de pasajero, pues aunque la caja era de gran resistencia, no estaba dispuesto a correr el riesgo de que los brutales zarandeos a los que son sometidos los equipajes en las terminales aéreas le ocasionaran la más mínima fisura; y no ya al instrumento, sino al estuche mismo. Rescaglio llevaba la aparatosa caja del chelo sujeta a la espalda mediante un arnés, no sólo porque así resultaba más cómodo de transportar, sino también debido a que necesitaba ambas manos libres: una para llevar el móvil, desde el que amenazaba con ordenar a su amigo Renzo que atentara contra Perdomo en cuanto Gregorio hiciera el más mínimo movimiento sospechoso; la otra mano era para sujetar la funda del Stradivarius Pasini,el fabuloso violín que, desde que fue robado en 1840 por Paolo el monaguillo, había llevado la desgracia a todos sus poseedores, incluida su propia novia, Ane Larrazábal.

Como Rescaglio y Gregorio tenían por destino un país perteneciente al espacio Schengen, les había correspondido la puerta de embarque J40, en el dique sur de la T4, para lo cual tenían que descender a la planta 1, donde se encuentran las puertas de embarque correspondientes a esa letra.

Justo en ese momento los zuecos Crocs de Rescaglio le jugaron una mala pasada.

Aunque de una extrema comodidad, los Crocs estaban teniendo que afrontar denuncias, en aeropuertos, estaciones de ferrocarril y centros comerciales de medio mundo, por parte de personas cuyos pies habían quedado atrapados en las escaleras mecánicas. Cuanto más pequeño era el pie, más peligro existía; por eso los niños eran los más proclives a sufrir accidentes. Rescaglio pensaba que los accidentes con los Crocs habían ocurrido más porque a los chavales siempre les gusta hacer el tonto cuando se suben a un artilugio mecánico que por la peligrosidad del zueco en sí. Pero había algo que el violonchelista se negaba a reconocer incluso ante sí mismo y que le había llevado a subestimar el riesgo de calzar Crocs a bordo de una escalera dentada.

Rescaglio tenía los pies pequeños.

Y en su Italia natal se decía -por más que no hubiera llegado a demostrarse nunca- que los hombres de pie pequeño tenían también pequeño «lo otro». El músico calzaba un 37, lo cual a veces convertía en una auténtica aventura encontrar zapatos de hombre que le gustasen, por lo que acababa recurriendo a modelos unisex.

Sea como fuere, Rescaglio tenía demasiadas preocupaciones aquella tarde para andar pensando en lo cuidadoso que hay que ser si se calzan zuecos de goma. Al llegar al rellano inferior, intentó levantar el pie izquierdo pero el Croc parecía haberse literalmente encolado al metal, con lo que los dientes de acero engulleron aquel engendro de goma verde y le arrancaron parte del pulpejo del dedo gordo del pie, que comenzó a sangrar profusamente.

Era la ocasión que necesitaba Gregorio para, de un lado, poder arrancar de la mano a su secuestrador el teléfono móvil, y de otro, liberarse de su depredador, que hasta ahora no le había perdido de vista ni un instante.

En vez de salir huyendo en línea recta y permanecer en la propia planta 1 a la que habían descendido, Gregorio tuvo la intuición, que le salvó la vida, de encaramarse a la escalera que iba en dirección contraria, de manera que, aunque Rescaglio intentó volver a agarrarle, él pudo parapetarse detrás del cuerpo de una señora que subía en ese momento y comenzó a alejarse de su perseguidor a la doble velocidad que le proporcionaban sus propias piernas y la escalera mecánica.

Figlio di puttana! -gritó el italiano, una imprecación que iba dirigida tanto al escalón que le acababa de rebanar un trozo del pie como al niño sobre el que había perdido el control. Pero él mismo se dio cuenta de que en ese grito había casi más impotencia que ira, pues el violento movimiento que había llevado a cabo para intentar aferrar de nuevo al chico hizo que el chelo que llevaba a la espalda actuara como lastre y lo arrojara al suelo.

Varias personas se dieron cuenta de que el de Rescaglio no había sido un simple tropezón y se arremolinaron a su alrededor para tratar de ayudarle. El que peor parado salió fue un joven que dijo ser enfermero, y que al tratar de taponar la sangre que manaba del pie del italiano, recibió una coz en la cara que lo dejó inconsciente sobre la chapa metálica por la que se accede al motor de la escalera.

– ¡Dejadme, cabrones! -bramaba Rescaglio, pataleando panza arriba, como si fuera el kafkiano Gregorio Samsa convertido en un monstruoso insecto. Le estaba costando incorporarse porque las correas de la funda del chelo estaban unidas entre sí mediante una banda trasversal que se abrochaba sobre el pecho y que servía para disminuir el bamboleo del instrumento al caminar. Tras casi medio minuto de forcejeo interminable, durante el cual sus espontáneos ayudantes se alejaron de él a toda prisa, dejándolo por imposible, el italiano se puso por fin en pie y, renqueando como un animal herido, se alejó unos metros de la escalera mecánica para ir a buscar refugio en una hilera de sillas de plástico, donde se suministró a sí mismo los primeros auxilios.

Mientras tanto, en la planta superior, el inspector echó mano al bolsillo interior de su americana para mostrar al guardia civil del control de equipajes de mano su placa de inspector de policía. Tardó algunos segundos en recordar por qué no la llevaba encima. Durante el reportaje que le habían hecho en El Boalo, el cámara le había pedido su placa para filmar un plano detalle de la misma, y con los nervios del momento, Perdomo se había olvidado de recuperarla. Comprendió entonces por qué la reportera de televisión le había hechos gestos para que regresara en cuanto empezó a alejarse del lugar; gestos que él había visto por el retrovisor y que, al no comprender a qué obedecían, había decidido ignorar.

Perdomo decidió olvidarse de la placa y comenzó a tratar de convencer al escéptico guardia civil del control de pasaportes de que le franqueara el acceso al otro lado.

– No tengo tiempo de darle muchas explicaciones, pero persigo a un peligroso delincuente que trata de abandonar el país llevándose a mi hijo como rehén.

– No está el teniente en estos momentos, y yo, sin su autorización, no puedo dejar pasar a nadie sin tarjeta de embarque y pasaporte o DNI.

– Ya le he dicho que soy inspector de policía. El DNI lo tengo -le increpó Perdomo- y en él dice que soy policía. Lo que no puedo mostrarle es la placa, la tiene una reportera de Telemadrid.

– Si el DNI pudiera sustituir a la placa, los agentes no la necesitarían, ¿no cree? -replicó aquel zote-. Espere aquí unos segundos, hasta que venga mi superior, y si él da el visto bueno, yo le franqueo el paso con mucho gusto.

Perdomo barrió con la mirada el espacio que había más allá del control de viajeros, como si creyese que iba a poder divisar de repente, entre aquel maremágnum de viajeros, al hombre que había secuestrado a su hijo y asesinado a Ane Larrazábal. La sola idea de imaginar a Gregorio aterrorizado y en manos de su captor, a escasos metros de donde él estaba, le dio ánimos para volver a la carga.

– ¿Y cuándo vuelve el teniente? ¿Dónde está? ¿No puede ir en su busca, para acelerar la cosa?

– El teniente ha ido al aseo y, como comprenderá, tardamos más yendo a buscarle que esperando aquí tranquilamente a que regrese.

¿Qué podía hacer para convencer a un ser tan obtuso? Además de maldecirse una y mil veces por haberse olvidado la placa, Perdomo estuvo tentado de mostrar el revólver a aquel necio, para que viera que de verdad era inspector de policía, pero se percató al instante de que exhibir un arma en aquella situación, por muy reglamentaria que fuese, sólo podía empeorar las cosas.

– Llame a la UDEV -le ofreció entonces el inspector-. Allí pregunte por el comisario Galdón y él podrá identificarme.

– No estamos aquí para eso -zanjó el guardia civil, mientras con la mano le señalaba que se hiciera a un lado para que las personas que se encontraban detrás de él pudieran seguir depositando objetos en el escáner y pasando por debajo del arco detector de metales.

Perdomo miró nervioso su reloj y vio que faltaban pocos minutos para la salida oficial del vuelo. Era tal su ansiedad que se imaginó a sí mismo abriéndose paso a empujones en aquel control de equipajes de mano y corriendo hacia las puertas de embarque, en busca de su hijo, perseguido por la Guardia Civil; pero la idea le pareció tan delirante como peligrosa, pues además de que se arriesgaba a que a uno de los agentes le diera por sacar el arma y descerrajarle un tiro, el revuelo que de seguro iba a organizarse alertaría a Rescaglio, que podría tomar represalias contra su hijo.

Fue entonces cuando vio venir a una agente femenina, perteneciente al Cuerpo Nacional de Policía, que traía de la mano a un niño de trece años con un asombroso parecido a Gregorio.

– ¡Papá! -gritó el chico nada más verle. Y zafándose de la mano de la agente, atravesó el control de equipajes en sentido contrario, para ir a abrazarse amorosamente a su padre.

– ¿Me cree ahora? -exclamó ufano el inspector Perdomo-. ¿Ve como no es una historia inventada, que había un niño ahí dentro, y que es mi hijo?

El agente de la Benemérita había convertido ya el duelo dialéctico con Perdomo en una batalla personal, y en vez de rendirse a la evidencia, replicó:

– Usted dijo que su hijo estaba secuestrado. ¿Cómo es que se ha liberado de repente?

Perdomo se separó de su hijo, que aún seguía abrazándole, y le invitó a contar lo que había pasado, pero el relato de Gregorio tampoco sirvió para hacer entrar en razón a aquel zopenco. Menos mal que en ese momento regresó el teniente, que nada más ver a Perdomo exclamó:

– ¡Coño, el héroe de El Boalo!

Ante el estupor bovino de su subordinado, el teniente había reconocido a Perdomo como el policía que había ayudado a la Guardia Civil a resolver uno de los crímenes más misteriosos de los últimos meses, y tras escuchar su apresurado relato, le franqueó el paso.

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