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Vitoria, al día siguiente

El Conservatorio de Música Jesús Guridi era un moderno edificio de ladrillo gris, de mediados de los ochenta, construido a tres alturas de manera que cada una fuera más extensa que la inferior y volase por encima de ésta cerca de un par de metros. El tercer piso estaba sustentado sobre pilares de color claro que llegaban hasta el suelo y conferían a toda la estructura un aire primitivo, como de palafito.

Perdomo y Villanueva llegaron con diez minutos de retraso debido a la costumbre del segundo de acicalarse antes de salir, casi como si fuera una mujer. Se identificaron ante el conserje de la entrada como inspectores de Homicidios y éste les hizo pasar al Aula Magna del Conservatorio, en la que algunos alumnos de los grados superiores estaban ensayando lo que parecía un concierto barroco. Se trataba en realidad de una versión para orquesta de cámara de la famosísima sonata para violín y bajo continuo El trino del diablo, del compositor italiano Giuseppe Tartini. En un escrito de puño y letra del músico que fue encontrado en Asís, Tartini decía:

Una noche soñé que cerraba un pacto con el diablo. A cambio de mi alma, el diablo me juraba estar siempre a mi lado cuando lo necesitase. Como ocurrencia, le entregué en mi sueño mi violín, para ver si el diablo era músico, y para mi asombro, la música que empezó a tocar fue tan exquisita, tan inconmensurablemente inspirada y hermosa, que no pude ni moverme durante la ejecución. Se me detuvo el pulso, y me quedé sin aliento hasta que, por fin, desperté. Inmediatamente, cogí mi violín y empecé a tocar, tratando de recordar lo que había escuchado en el sueño. En un estado casi febril, decidí pasar las notas a papel pautado, y aunque la sonata resultante ha sido lo mejor que he compuesto en mi vida, no se puede ni comparar con lo que tocó el demonio en mi sueño.

El Aula Magna del Conservatorio de Vitoria es un gran auditorio, con capacidad para seiscientas cincuenta personas y espacio para cerca de doscientos músicos sobre el escenario, por lo que el reducido conjunto de cámara con el que se encontraron los dos policías al descender por la platea, y que se había colocado en semicírculo, les pareció aún más pequeño de lo que era. Don Íñigo Larrazábal no sólo era profesor de violín, sino que dirigía todo el departamento de cuerda del Conservatorio. Los detectives lo encontraron sentado en la primera fila, desde donde impartía indicaciones al concertino, que estaba sentado el primero por la izquierda en el escenario.

Si Perdomo hubiera tenido ocasión de contemplar alguna fotografía de Jesús Guridi, el compositor que daba nombre al Conservatorio, autor de las famosas Diez melodías vascas,se habría tenido que rendir a la evidencia de que don Íñigo era su vivo retrato: bajito, medio calvo, un bigote canoso en forma de triangulo isósceles, grandes orejas, nariz prominente y, por en cima de todo, una anticuada pajarita que le confería cierto aire decimonónico, aunque francamente distinguido.

Nada más ver a los policías, se puso en pie y ordenó a los músicos un descanso de media hora, no sin antes decirle al primer violín:

– Acuérdate: crescendo no es accellerando. Es un error que cometen hasta los grandes directores. Tenéis que conseguir que aumente poco a poco el volumen sin que varíe el tempo que habéis elegido. Ya sabes, como si fuera el Bolero de Ravel.

El interpelado hizo una anotación en la partitura y luego desapareció entre cajas junto a los otros músicos, de modo que los policías pudieron mantener en mitad del aula, con total discreción, la charla con don Íñigo.

– ¿Cómo es que no le veo hoy con el violín en la mano? -dijo Perdomo para romper el hielo-. Estuve en el funeral de su hija y nos conmovió a todos hasta el tuétano con la pieza de Bach.

Don Íñigo cerró por un momento los ojos, como si quisiera revivir aquel instante tan emotivo y luego dijo:

– Muchas gracias. El aria de la Pasión según San Mateo iba a un tempo que todavía puedo abordar, a pesar de mi provecta edad. El trino del diablo,para un parkinsoniano en ciernes como yo, es harina de otro costal. Afortunadamente, tengo alumnos que pueden abordar la pieza con absoluta solvencia, así que me limito a darles alguna orientación desde aquí abajo. Y ahora, denme alguna buena noticia con la que pueda alegrar el día a la madre de Ane, en cuanto llegue a casa.

– La investigación no ha hecho más que comenzar y ya hemos dado un paso de gigante -dijo Perdomo. Villanueva permanecía en un discreto segundo plano, tal como le había solicitado su jefe al salir del hotel.

– La inscripción en árabe, lo he visto en la prensa. Pensar que ese canalla le sacó sangre a mi hija después de haberla estrangulado ¡me revuelve las tripas!

El inspector pensó lo espantoso que hubiera sido de haber ocurrido al revés, pero no era aquél, obviamente, el momento para expresar una ocurrencia semejante.

– Señor Larrazábal, hay una hipótesis que no hemos manejado hasta ahora, pero que no debemos descartar. Me refiero a la posibilidad de que el asesino encubriera el homicidio con el robo.

– ¿A qué se refiere?

– La persona que acabó con la vida de su hija pudo cometer el crimen exclusivamente para llevarse el violín, porque se trataba de un instrumento muy valioso. Pero ¿y si ese desalmado acudió al Auditorio con el único propósito de asesinar a su hija, y lo hubiera hecho aunque no hubiera habido violín de por medio?

– Pero eso es ridículo, ¿quién podría querer matar a mi niña, que lo único que hizo en la vida fue llevar la música a todos los rincones del mundo?

– Para tratar de dilucidar esta cuestión es para lo que estamos hoy aquí. Me gustaría que habláramos del círculo más íntimo de Ane, empezando por su prometido, el señor Rescaglio.

– Un chaval majísimo, y muy buen chelista. Por cierto, que viene a Vitoria hoy por la tarde, porque la última vez que estuvo con mi hija se dejó olvidadas algunas cosas, creyendo que no tardaría en regresar.

– ¿Algunas cosas? ¿Puede ser más específico?

– Partituras y libros. A veces él y Ane se traían los instrumentos e improvisaban duetos en casa.

Perdomo recordó las palabras de Galdón del día anterior, insistiendo en la teoría del crimen pasional, y se lanzó a degüello a por el italiano.

– Señor Larrazábal, ¿está seguro de que la relación entre su hija y el señor Rescaglio no tenía ninguna arista, ningún doblez misterioso?

– Les he visto discutir, como hacen todas las parejas, pero también yo me peleo con mi mujer después de más de cuarenta años de matrimonio, porque no hay mujer que no saque a su hombre de quicio de vez en cuando.

– Y estas riñas que asegura que se producían a veces, ¿notó si habían ido a más en los últimos meses?

– Si he de serle sincero, más bien tendría que decirle que al revés, y lo comenté con mi mujer: nunca había visto a Andrea tan atento y tan pendiente de mi hija como en los últimos tiempos.

– Eso es interesante. ¿Se le ocurre alguna razón que lo explique?

– Probablemente se debía a que por fin habían conseguido fijar la fecha de la boda. Pensaban casarse a finales de septiembre.

Villanueva hizo un gesto a Perdomo para indicarle que quería apartarse momentáneamente de la conversación para hacer una llamada telefónica. Había decidido comunicar a Galdón de inmediato la presencia de Rescaglio en Vitoria. El inspector movió de forma casi imperceptible la cabeza para concederle el permiso y luego continuó con el interrogatorio:

– ¿En qué circunstancias se conocieron su hija y Rescaglio y desde cuándo eran novios?

– ¡Uuuh! Yo creo que llevaban juntos desde los catorce años. Mi mujer se lo podría contar mejor, pero yo creo que se conocieron en la consulta de un médico de aquí, de Vitoria, porque los dos padecían mononucleosis. Es una enfermedad muy desagradable y los dos empezaron a intercambiar información sobre cómo sobrellevarla.

Perdomo había sacado una libreta en la que solía apuntar cosas con tanto apresuramiento que luego él mismo no entendía su propia letra. Pero el simple hecho de hacer garabatos en ella de vez en cuando le ayudaba a concentrarse más en la conversación.

– El señor Rescaglio vivió en Japón muchos años, ¿no es cierto?

El padre de Ane asintió con la cabeza.

– ¿Y eso fue antes o después de conocer a su hija?

– Antes. Andrea llegó a Japón con tres años, porque a su padre, que era directivo de Alitalia, lo destinaron a Osaka. Se matriculó en el conservatorio y en pocos años hizo unos progresos increíbles con el chelo. ¿Sabe por qué tuvo que regresar a Europa? Es una triste historia. Entre los chicos que hacían música de cámara con Andrea estaba Kitajima Masaharu, hijo del consejero delegado de la famosa empresa de coches todoterreno del mismo nombre. Tocaba el violín y era el amigo íntimo de Rescaglio en Japón. Una noche en la que el novio de mi hija se había quedado a dormir en casa de Kitajima, los dos chicos oyeron ruido en el piso de abajo a altas horas de la madrugada y se asustaron. Despertaron a la madre, bajaron a ver qué ocurría y al descorrer la delicada puerta shoji que separaba el salón del recibidor, encontraron el cuerpo decapitado del señor Masaharu. Se había practicado el seppuku.

– ¿Qué es el seppuku?

– Aquí lo lo conocemos como harakiri,pero es una expresión vulgar para muchos japoneses, que prefieren no emplearla. El término correcto es seppuku.

– Hay algo que no entiendo -objetó Rescaglio-. Si el señor Masaharu se hizo el seppuku,¿por qué apareció decapitado? ¿El suicidio japonés no consiste en…?

Perdomo completó la frase con el gesto de clavarse un imaginario cuchillo en el abdomen.

– El seppuku es un rito muy elaborado, inspector. Para evitar que el sufrimiento sea atroz, la persona que va a morir solicita la asistencia de una persona de su confianza, que tiene la misión de ayudarle a morir, cortándole la cabeza con una katana. En el caso de Masaharu, la policía de Osaka nunca llegó a averiguar la identidad de esa persona, aunque fue, probablemente, algún amigo íntimo de la familia. El caso es que después de aquella experiencia, devastadora para ambos niños, el padre de Andrea decidió, con buen criterio, abandonar Japón lo antes posible. Así fue como Andrea llegó a España.

Perdomo anotó hechos y nombre en la libreta y luego preguntó:

– ¿Su esposa también tiene el mismo buen concepto de Rescaglio que usted?

Don Íñigo, que tenía la cabeza gacha, ocupado como estaba en subirse un calcetín que había dejado al descubierto una pierna lechosa y con tan poco vello que parecía de mujer, pareció sobresaltarse ante la pregunta y miró al inspector con desconfianza.

– ¿Qué sabe usted exactamente?

– Le aseguro que nada en absoluto.

– Es que mi mujer, al principio de la relación, sentía muchísimos recelos hacia Andrea. Hizo lo imposible por boicotear la relación, cosas que a mí jamás se me habría ocurrido hacer, como borrarle mensajes del contestador u ocultarle la correspondencia. Se lo hizo pasar muy mal a ambos, y por supuesto también a mí, que veía cómo el enfrentamiento de mi esposa con Andrea estaba causando que mi hija se distanciara cada vez más de nosotros.

– ¿Cuál era el motivo de esa animadversión tan radical de su mujer hacia el novio de Ane?

– Mi esposa había tenido, antes de empezar a salir conmigo, un novio italiano. Era un fascista, en el sentido literal de la expresión, que se había refugiado en España después de la caída de Mussolini. A mi Esther la engatusó enseguida, con las malas artes de los italianos, ya sabe: invierten en ropa cara y en zapatos bonitos, y eso casi nunca falla con las chicas. Mozart también los detestaba, ¿sabe? Decía que eran todos un hatajo de charlatanes. Éste la dejó preñada a los tres meses de noviazgo. En cuanto el fascista se enteró de que estaba embarazada se borró del mapa y nunca más se supo. Desde entonces, mi esposa siempre ha profesado a los spaghetti,como ella los llama, una animadversión profunda. Dice que todo lo que tienen de guapos lo tienen también de oportunistas y manipuladores, pero evidentemente, en el caso de Andrea, se equivocó, porque no he visto jamás a nadie que trate a una mujer con la ternura y la delicadeza con la que lo hacía él.

– ¿Su esposa sigue teniendo tirria al italiano?

– No. El hacha de guerra quedó enterrada hace mucho tiempo. De hecho, esta noche Andrea duerme en casa.

Perdomo extrajo del bolsillo de la americana una copia de papel pautado encontrado en el camerino de la víctima y se lo mostró a don Íñigo:

– Parece la caligrafía de mi hija -dijo el violinista nada más echar el primer vistazo.

– ¿Está seguro?

– No al ciento por ciento, porque la caligrafía musical no es tan reconocible como la alfabética, pero si no es la suya, solamente puede ser de otra persona: Andrea. Él y mi hija habían acabado por tener una caligrafía muy parecida.

– La Policía Científica ha examinado el documento original y sólo ha encontrado huellas de su hija, así que es muy posible que sea su letra, pero ¿sabe lo que me llama la atención? En Madrid, me dijo un músico que la partitura era «un garabato musical, sin el menor interés». ¿Usted qué opina?

A don Íñigo debió de parecerle curiosa la afirmación del policía, porque respondió:

– Habría mucho que hablar sobre qué es el sentido musical, inspector. Hoy en día se componen cosas muchísimo más raras que ésta. He visto partituras que son auténticas tomaduras de pelo, y eso que yo, aquí donde me ve, no soy demasiado tradicional en ese aspecto. De hecho, en el Conservatorio tenemos un laboratorio de música electroacústica, y siempre que los alumnos me han llamado para colaborar en algún concierto, jamás les he puesto ninguna pega. ¿No ha oído hablar de una pieza de John Cage llamada 4 minutos y 33 segundos? También es para piano, como ésta, sólo que lo único que pone en la partitura es tacet,la palabra que se usa en música para indicar que hay que permanecer callado. El pianista llega con un cronómetro, cierra, en vez de abrir, la tapa del piano, coloca la partitura en el atril, pone en marcha el crono, y durante cuatro minutos y treinta y tres segundos no toca absolutamente nada.

– Menos mal que son cuatro minutos y no cuatro horas -acotó Villanueva desde el segundo plano al que le había relegado Perdomo.

– ¿Puede ser música del mismo autor?

– Desde luego, la pieza rarita sí que es. Lo primero que me extraña es que no hay indicación de tempo. No sabemos a qué velocidad hay que tocar esto, si es un alegro o un adagio. También me llama poderosamente la atención una cosa: en todos los compases, las notas tienen un valor decreciente, y no se repite ninguna nota que tenga el mismo valor. ¿Lo ve? Primer compás: hay un do,que es una blanca, otro do a la octava más alta, que es una negra, luego un mi, corchea, y la nota más aguda es otro mi,con valor de semicorchea. Este patrón se repite a lo largo de los once compases. ¿Quiere que se la toque al piano, para que se haga una idea de cómo suena?

– Sería de una inestimable ayuda, señor Larrazábal -afirmó Perdomo.

Don Íñigo intentó trepar al auditorio desde la platea, pero se dio cuenta de que estaba muy mayor para el esfuerzo y decidió utilizar una de las dos escaleras laterales. Los dos policías le siguieron hasta el piano, que habían relegado a un rincón del escenario para hacer más cómodo el ensayo.

Don Íñigo colocó la misteriosa partitura en el atril del piano y antes de empezar a tocar aclaró:

– Voy a interpretarla a un tempo lento, no porque crea que es el adecuado, sino porque yo no soy pianista y no pueden esperar de mí grandes alardes de virtuosismo. ¿Quiere cronometrarla? Como la pieza no tiene título, le podemos poner el nombre de la duración, como a la de John Cage.

El inspector esperó hasta que el segundero del reloj llegara a las 12 y dijo:

– ¡Ya!

Siguieron treinta segundos de música un tanto monocorde, en la que la línea melódica parecía estar en el bajo y que don Íñigo interpretó sin un solo error ni titubeo. Cuando llegó a la doble barra final, el músico exclamó:

– Ya tenemos nombre para la pieza: Treinta segundos. Pero más que un fragmento musical, esto parece una progresión de acordes de librería, de las tantas que hay en música.

Don Íñigo explicó a los policías que, igual que en ajedrez hay secuencias de movimientos iniciales que se llaman aperturas y que están perfectamente tipificadas -P4R-P4R-, en música existían decenas de progresiones preestablecidas de acordes, que en ocasiones recibían hasta nombre, como las aperturas ajedrecísticas.

– Si en ajedrez tenemos, por ejemplo, la apertura Ruy López, en música existe, entre otras muchas, el Passamezzo Antico,una progresión sobre la que se compusieron centenares de obras durante el Renacimiento -entre ellas Greensleeves- y que consiste en la menor, sol mayor, la menor, mi mayor. Si me deja una copia de esta partitura, puedo consultar en la biblioteca del Conservatorio, a ver si la progresión que me ha traído se corresponde con alguna fórmula famosa.

Perdomo agradeció enormemente la colaboración al padre de Ane y antes de marcharse le confesó:

– Señor Larrazábal, estamos trabajando con la hipótesis de que la partitura es un mensaje. Tal vez esta música nos diga por qué acudió su hija a la Sala del Coro la noche en que fue asesinada.

Cuando Perdomo estrechó la mano a don Íñigo para despedirse de él, ocurrió algo que hizo que se le helara la sangre en las venas. Por el rabillo del ojo izquierdo, tuvo la sensación de estar viéndose a sí mismo, en una postura idéntica a la suya, es decir, con el brazo extendido en la posición de dar la mano a otra persona. Durante una décima de segundo pensó que, a través de su visión periférica, estaba captando su propia imagen reflejada en un espejo o un cristal, pero incluso antes de girar la cabeza para enfrentarse a aquella inquietante visión, supo que no se trataba de un reflejo, ya que en la imagen estaba él solo, sin el violinista cuya mano estaba apretando.

«Esta vez no estaba soñando -pensó-. Esta vez he visto un auténtico fantasma estando completamente despierto.»

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