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La tarde del miércoles 27 de mayo de 1840, el hijo de Niccolò Paganini, Achille Ciro, se presentó en el palacio episcopal de Niza para solicitar de monseñor Galvani que acudiera a su casa para confesar a su padre y suministrarle la extremaunción, ya que, según el médico que le atendía, la muerte podría sobrevenirle en cuestión de horas. Galvani, que sentía verdadera aversión por el músico, tanto moral como puramente física, se las arregló para no descomponer el gesto durante la breve entrevista con Achille y con una sonrisa beatífica le prometió que acudiría lo antes posible.

– ¿Ha solicitado tu padre la confesión o vienes en nombre propio, hijo mío? -preguntó el obispo justo en el momento en que el hijo de Paganini se había arrodillado para besarle el anillo.

– Aunque está muy débil y ha perdido la facultad de hablar, se las arregla para comunicarse con nosotros mediante un pizarrín, ilustrísima -le explicó Achille-. Mediante este sistema me ha solicitado que vayáis a visitarle y le permitáis morir en paz.

La vida en Niza, que por entonces formaba parte del reino de Cerdeña, había sido, durante años, apacible y tranquila para monseñor Galvani y su mano derecha en el obispado, el canónigo Caffarelli, hasta la llegada, en noviembre de 1839, del internacionalmente famoso Paganini. El artista se había instalado en la ciudad en parte por la errónea creencia de que el maravilloso clima de la Costa Azul podía proporcionar algún alivio a sus numerosas dolencias y en parte porque las cosas en Francia se habían puesto extraordinariamente difíciles para él, tras el fracaso del llamado Casino Paganini, un garito parisiense, a medio camino entre una sala de conciertos y un local de apuestas, que había quebrado meses atrás.

Paganini, que ya se encontraba extraordinariamente débil a su llegada a Niza, no había ocasionado problema alguno a la autoridades -entre otras cosas porque incluso hablar le costaba un esfuerzo considerable-, pero su fama de mujeriego, jugador y pendenciero le precedía, y por eso Galvani y su ayudante habían vivido, desde su llegada a Niza, en un perpetuo estado de tensión, como si temieran que de un momento a otro aquel ser mefistofélico pudiera recobrar sus energías de antaño y sumir a la pacífica localidad en una especie de caos demoníaco.

Se rumoreaba, no sin fundamento, que Paganini, ya totalmente incapacitado para subirse a un escenario, se había convertido en una especie de traficante de instrumentos musicales, aunque nadie había podido establecer con certeza hasta qué punto lo hacía con mercancía adulterada -las falsificaciones de Stradivarius y Guarneri eran muy frecuentes y rentables e aquella época- o con instrumentos auténticos, perteneciente a su fabulosa colección.

En cuanto Achille abandonó el despacho del obispo, éste hizosonar la campanilla con la que solía llamar a Caffarelli, parahumillarle como si se tratase de un vulgar criado; el canónigo hizo acto de presencia como si fuera un genio saliendo de la lámpara.

– Prepárate -le ordenó el obispo- porque tienes una extremaunción en la ciudad esta misma tarde. Llévate a Paolo, para que te ayude con todo lo necesario.

Paolo no era otro que el sobrino de Galvani y seguía ejerciendo de monaguillo en la diócesis de Niza a una edad a la que muchos jóvenes abandonaban el seminario, convertidos ya en sacerdotes. Era un muchacho de mirada torva y algo estrábica, con un inquietante bozo en el labio superior, tan corpulento y atlético como mal estudiante, al que se permitía ejercer de monaguillo en razón de su parentesco con el obispo y también porque, debido a su formidable estatura, ejercía funciones de guardaespaldas cuando al señor obispo se le requería en barrios poco recomendables de la ciudad.

La casa de Paganini estaba en un alto, que dominaba el Paseo de los Ingleses, así llamado desde que, allá por 1763, un puñado de acaudalados ciudadanos británicos, encabezados por el escritor escocés Tobias Smollett, se alejó de las brumas y los inviernos londinenses para instalarse en la siempre soleada bahía des Anges.

La zona era particularmente peligrosa, el sol se estaba poniendo ya en la ciudad y la luna se encontraba en cuarto menguante, por lo que el siempre prudente Caffarelli consideró imprescindible la compañía del talludo monaguillo. Aun así, la sola idea de tener que atender a un hombre aquejado de sífilis y del que se rumoreaba que tenía un pacto con el demonio se le hacía tan cuesta arriba que el canónigo trató de resistirse como gato panza arriba al encargo del obispo.

– Ilustrísima, il signor Paganini está en posesión de la Espuela de Oro, que le fue concedida por Su Santidad en 1827. ¿No debería tener la deferencia de ir usted mismo a suministrarle los santos óleos?

Caffarelli estaba jugando con ventaja, pues había escuchado, oculto tras una puerta, la conversación entre Achille Paganini y Galvani, y sabía por tanto que el violinista había solicitado expresamente ser confesado por el obispo. Pero como no podía revelar que había estado espiando, decidió insistir con la Espuela de Oro, la segunda condecoración más importante que podía conceder el Papa, tras la Orden de Cristo, y que se otorgaba a aquellas personas que se hubiesen distinguido en la labor de difundir la fe católica o de ensalzar a la Iglesia, tanto por medio de la espada como de las artes. Nadie se explicaba cómo un hombre que había engendrado a su hijo fuera del matrimonio -a Achille, fruto de sus amoríos con la cantante Antonia Bianchi, no lo había reconocido hasta muchos años después- podía haberse hecho digno de la Espuela de Oro, aunque era cierto que en su juventud Paganini había ofrecido centenares de conciertos en iglesias de toda Italia.

Galvani, que era un verdadero maestro en el arte de la simulación, decidió no exteriorizar la irritación que le habían producido las palabras de Caffarelli:

– Hijo mío, Paganini sólo puede expresarse ya mediante garabatos en una pizarra y de sobra sabes que mi vista se ha deteriorado mucho últimamente. No puedo correr el riesgo de presentarme ante un moribundo y no poder llegar a leer su confesión. Por eso te honro con este encargo, del que deberías sentirte orgulloso, pues como has dicho, vas a confesar a un caballero condecorado por nuestro Santo Padre.

Caffarelli comprendió que estaba vencido; no pudo evitar un gesto de estremecimiento al recordar las espeluznantes manos de Paganini, que estiradas llegaban a medir cuarenta y cinco centímetros y se asemejaban tanto a gigantescas arañas blancuzcas que la enfermedad que lo cansaba había sido bautizada como aracnodactilia. Se horrorizó al pensar que en breve tendría que entrar en contacto con aquellas manos, deformadas por las llagas causadas por la sífilis, haciéndole tres veces la señal de la cruz en la frente y en cada una de las manos del enfermo, mientras repetía la fórmula que se ha venido empleando durante siglos: «Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amén».

Pero comoquiera que el canónigo comenzaba ya a sentir la mirada imperativa del obispo taladrando la suya, conminándole de forma silenciosa a cumplir cuanto antes aquel terrible encargo, Caffarelli decidió ponerse en marcha de inmediato, acompañado por el tenebroso Paolo.

Nada más dejar tras de sí la imponente puerta del palacio episcopal, que se cerró de forma estrepitosa a sus espaldas, el canónigo empezó a rogar a Dios que al llegar a casa del músico, éste hubiera pasado ya a mejor vida.

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