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Nada más abandonar la Sala Sinfónica, el inspector Perdomo decidió aprovechar la visita al Auditorio y volver a visitar la escena del crimen. Tenía más que comprobado que regresar al lugar de los hechos tenía muchas veces el poder de provocar alguna reflexión interesante o de hacer emerger del inconsciente alguna idea latente que podía transformarse rápidamente en una nueva línea de investigación.

Una de las cuestiones que más le intrigaban era la manera en la que el o los asesinos habían podido sacar el violín del recinto a pesar del estricto cordón policial. Si el criminal era verdaderamente astuto, ¿no habría intentado ocultar el valioso instrumento dentro de la propia Sala del Coro, para retirarlo luego cómodamente, una vez que fuera eliminado el precinto policial? Al fin y al cabo, un violín era un objeto de reducidas dimensiones, que podía camuflarse en casi cualquier rincón. Perdomo no sabía exactamente cómo llegar a la Sala del Coro, así que se acercó a uno de los vigilantes de seguridad que se ofreció a acompañarle en cuanto terminara de solucionar un problema que había surgido con una de las cámaras.

Mientras tanto, le dijo, ¿por qué no se sentaba a esperar en uno de aquellos cómodos butacones? Sería cosa de tan sólo cinco minutos.

El inspector decidió aceptar la sugerencia del vigilante y se apoltronó en un sillón.

Al mirar a su derecha, divisó un largo pasillo en penumbra, del que apenas se lograba distinguir el final. El policía notó cómo llegaba hasta él una desagradable corriente de aire frío, por lo que dedujo que alguien, en algún lugar no lejano, debía de haber dejado abierta una de las puertas que daban a la calle. Como obedeciendo a un extraño impulso, Perdomo echó a andar en esa dirección y a los pocos segundos escuchó un ruido metálico y desagradable, como si alguien arrastrara un objeto pesado por el suelo. Acto seguido logró vislumbrar, saliendo de una de las puertas que daban a aquel interminable pasillo, una figura inquietante, como de mujer menuda y nerviosa, en la que creyó reconocer la persona de la médium Milagros Ordóñez. Antes incluso de que pudiera llamarla, Perdomo se dio cuenta de que la figura había advertido su presencia, porque giró la cara en su dirección, y durante el tiempo suficiente para que el policía deseara que no le hubiera mirado.

La apariencia física y la ropa se correspondían con la de Milagros, pero los ojos eran claramente los de su esposa fallecida: unos ojos que habían perdido su color natural y resaltaban, con un amarillo espeluznante, en medio de un rostro cadavérico y arrugado, como el de una persona que hubiera permanecido mucho tiempo en el agua.

El policía recordó que cuando fue a recoger el cuerpo de su mujer sin vida al mar Rojo, el forense local le había informado de que el rostro de la víctima no resultaba agradable de ver, por lo que rogó a la amiga que había realizado el viaje con ella que llevara a cabo la identificación del cadáver. Perdomo trató de gritar un nombre -ni siquiera supo si el que le vino a la cabeza era el de la médium o el de su esposa ahogada-, pero se dio cuenta de que el impacto de aquella visión aterradora le había dejado literalmente sin aliento, que no podía articular palabra aunque lo intentara. Estaba a punto de retroceder, de alejarse rápidamente de aquella criatura pavorosa que le miraba implacablemente desde la mitad del pasillo, pero tuvo miedo; temía que aquel ser pudiera percatarse del pánico que estaba sintiendo en ese momento e hiciera lo que más habría atemorizado a Perdomo en una situación semejante: acercarse a él. En cuanto la criatura comprobó que el policía le guardaba la cara y no retrocedía ni un centímetro, comenzó a alejarse con un movimiento que a Perdomo volvió a helarle la sangre, pues parecía deslizarse sobre el suelo, más que caminar con ayuda de sus piernas. El inspector seguía aún clavado en su sitio cuando oyó cerrarse una puerta, y enseguida sintió que la corriente de aire gélido del principio había desaparecido por completo.

– Cuando quiera, inspector. -La voz del vigilante le despertó de su pesadilla, aunque Perdomo tardó unos segundos en incorporarse del sillón, narcotizado como estaba por los vapores de aquel sueño aterrador.

Mientras caminaba con el vigilante a un metro por delante de él, ejerciendo de lazarillo, el inspector iba mirando a izquierda y derecha, como si temiera que en cualquier momento pudiera aparecer realmente la criatura de su sueño. Una vez que llegaron a la Sala del Coro, el guardia de seguridad se fue a atender sus quehaceres. Perdomo rompió entonces el precinto policial con su cortaplumas y entró en el lugar en el que Ane Larrazábal había sido asesinada.

La sala, que no tenía ventanas a la calle, estaba completamente a oscuras y a Perdomo le costó cerca de diez segundos encontrar a tientas el interruptor de la luz. Tuvo miedo de que, durante esos larguísimos instantes, aquellos terribles ojos amarillentos de su pesadilla le estuviesen observando desde algún rincón de la habitación, pero no ocurrió nada. Cuando la sala se iluminó, todo estaba exactamente igual que la noche en que había encontrado el cuerpo.

Perdomo hizo un barrido visual por la habitación para asegurarse de que estaba vacía y luego se acercó despacio al piano. Tras ponerse un par de guantes de látex que siempre llevaba consigo cuando estaba de servicio, levantó la tapa que protegía las teclas del instrumento. Aunque no tenía noción alguna de música, tocó algunas notas al azar, que llenaron de misterio la amplia estancia en la que se hallaba. Llevó la mano izquierda hasta el extremo grave del teclado y pulsó una de las teclas sin llegar a soltarla. El sonido ominoso e inquietante que produjeron las cuerdas más graves del piano tardó casi un minuto en extinguirse.

El inspector estaba convencido de que la Policía Científica habría examinado toda la sala a conciencia, pero de repente se acordó de la película Casablanca,en la que Bogart esconde los salvoconductos en el interior del piano de Sam, así que decidió levantar la tapa del instrumento para cerciorarse de que no ocultaba nada en su interior. Mientras estaba inspeccionándolo, la puerta de la sala, que Perdomo había dejado entornada, comenzó a abrirse despacio, empujada por una mano de mujer.

La figura femenina avanzó despacio hacia el inspector y cuando estuvo justo a su espalda pronunció su nombre en voz alta:

– ¡Inspector Perdomo!

El policía, que aún estaba bajo los efectos del sueño que había tenido, se sobresaltó de tal manera que se golpeó la cabeza contra la tapa abierta del piano. Al darse la vuelta, reconoció detrás de él a la trombonista Elena Calderón.

– ¡Lo siento! -dijo la mujer al comprobar que había dado un susto de muerte al policía-. He oído el piano y no he resistido la tentación de entrar.

Al ver que Perdomo se frotaba insistentemente la cabeza con la mano, para aliviar el dolor del golpe que se acababa de dar, Elena dejó en el suelo la pesada funda del trombón y se acercó a examinar la cabeza del policía.

A Perdomo le gustó sentir el contacto de las manos de Elena. No estaba tan arreglada como el primer día, pero le sedujo inmediatamente el discreto olor a Cristalle de Chanel que emanaba de ella: el mismo que solía emplear su esposa.

– Se ha hecho un buen chichón, y aún le va a crecer más; mire, toque.

Elena cogió una de las manos al policía y se la acercó a su propia cabeza para que palpara el huevo que se le acababa de formar en el cráneo. Las dos manos estuvieron entrelazadas un par de segundos más de lo necesario.

Tras un diálogo intrascendente, en el que Elena presumió de tener también la cabeza muy dura, Perdomo le explicó cómo había llegado hasta él la responsabilidad de resolver el caso. Luego dijo:

– No la he visto en los ensayos.

– Porque no he sido convocada. Lledó parece decidido a programar obras en las que no hay trombones, seguramente para fastidiarme.

– Si no toca hoy, ¿qué hace con el trombón a cuestas?

– Estoy en un grupo de jazz, con Georgy, el tuba, al que conoció el primer día, y otros músicos. Ensayamos en un local que está muy cerca, y como tenía tiempo de sobra he entrado a curiosear un poco en los ensayos. Lo hago para poner nervioso a Lledó.

Luego, mirando el piano dijo:

– ¿Qué estaba buscando dentro del piano?

– Ni yo mismo lo sé -mintió el inspector.

– Dios mío -exclamó Elena Calderón recorriendo la sala con la mirada-. Es horrible pensar que hace tan sólo unos pocos días, en esta misma habitación, fue asesinada la pobre Ane.

– Sí, lo queramos o no, los lugares en los que han ocurrido hechos como el de la semana pasada quedan marcados parasiempre por el crimen que se ha perpetrado en ellos.

Elena Calderón, que había apoyado el estuche del trombón en el suelo, lo levantó para proseguir su camino.

– Le dejo trabajar, señor Perdomo.

El inspector la retuvo, pues intuía que nunca se le iba a presentar una oportunidad más clara para dar el ansiado paso adelante.

– Puedes llamarme Raúl. El caso es que necesitaba hablar con un músico profesional para hacerle una consulta sobre el violín de mi hijo.

– Yo elegí el violín como segundo instrumento en el conservatorio, así que puedo ayudarte. ¿De qué se trata?

El policía le resumió el accidente de Gregorio en el metro, y tras intercambiar sus respectivos teléfonos, la trombonista quedó en pasar un día por su casa para examinar el violín del chico y dictaminar si tenía sentido tratar de arreglarlo o era mejor comprar uno nuevo.

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