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Al día siguiente

Perdomo dejó el lilium que había comprado para Milagros apoyado en el suelo, contra la puerta de roble de su chalet, y nada más hacerlo se alejó apresuradamente en dirección a su coche, que había dejado a pocos metros en segunda fila, con el motor al ralentí y la puerta del conductor entreabierta. Se sintió como uno de esos colegiales que se dedican a incordiar al vecindario llamando a los timbres de las puertas, para luego darse inmediatamente a la fuga. Sólo que él no había llegado a pulsar el timbre, porque pretendía exactamente lo contrario, que Milagros no llegara a advertir su presencia. El lilium era su manera de agradecer a aquella mujer extraordinaria todo lo que había hecho por él en las últimas semanas, pero no deseaba entregárselo personalmente, sino que Milagros lo encontrara junto a la tarjeta que lo acompañaba, en la que había escrito sencillamente:


Gracias. Por todo.

Un beso,

Raúl


Aunque cuando compró la flor estaba decidido a dársela en persona, había cambiado de opinión en el último momento, temiendo que el gesto pudiera ser malinterpretado como el inicio de un cortejo. Milagros le había parecido una mujer atractiva desde el comienzo, pero en modo alguno estaba dispuesto a complicarse la vida ahora que las cosas con Elena estaban empezando a rodar en la dirección que él deseaba. Perdomo sabía cómo mostrarse educado, e incluso cálido, sin llegar a incurrir en el coqueteo, pero lo que no podía controlar era la actitud de la vidente. Durante el viaje a Niza había tenido la impresión de que Milagros se sentía atraída hacia él. En el transcurso del almuerzo en casa de Orozco, por ejemplo, Perdomo había sorprendido a Milagros mirándole en un par de ocasiones, como si su mera presencia la embelesara. Y en el avión de regreso a Madrid, sus manos se habían rozado tantas veces en el reposabrazos común que él pensaba que aquel sutil contacto físico -que por otro lado, no le había desagradado- no podía haber ocurrido por casualidad.

Tras dejar la flor, y cuando se encontraba a un metro escaso de su automóvil, dispuesto a emprender la huida, oyó cómo se abría la puerta del chalet adosado y luego la voz de Mila que le llamaba:

– ¡Raúl!

Por más que quisiera evitar una escena de tensión sexual con la mujer que le había ayudado a resolver el caso más difícil de su carrera, el inspector no podía ya darse a la fuga y optó por lidiar con aquella situación de la mejor manera posible. Se volvió hacia Milagros y vio que tenía la flor en la mano y le contemplaba con gesto divertido desde el umbral de la puerta.

– Supuse que estarías trabajando y no quería molestarte -le dijo a la mujer en cuanto se acercó.

Fue a darle los dos besos en la mejilla con los que se habían saludado desde su primer encuentro, pero ella rompió el protocolo y le besó en los labios. Fue un beso corto y casto, casi masculino, como los que intercambiaban en público los mandatarios soviéticos, pero fue en la boca. Milagros debió de notar su cara de estupor, porque enseguida trató de relajarle con su sonrisa más seductora y le aclaró:

– Es por el lilium. ¿Cómo sabías que es mi flor preferida? -Luego, sin esperar su respuesta, añadió-: Tendría que estar trabajando, efectivamente, pero me ha dado plantón un niño autista y tengo unos veinte minutos hasta el próximo paciente. ¿No quieres pasar?

Milagros le hizo esperar en el recibidor mientras ella ponía el lilium en remojo y regresó al instante con la flor en un jarro de cristal, que colocó en un lugar privilegiado del salón, en el que Perdomo no había estado nunca.

– ¿Y tu madre? Creí que éste era su feudo.

– Está pasando unos días en la sierra con mi hermano, así que estamos solos.

– ¿Cómo es posible que hayas advertido mi llegada? -preguntó el inspector nada más sentarse en el sofá del tresillo-. He sido tan sigiloso como una pantera.

Ella sonrió recordando cómo le había sorprendido in fraganti antes de que pudiera subirse al coche y fanfarroneó con coquetería:

– No olvides que soy bruja. Sabía que ibas a venir esta mañana.

La mujer se dirigió acto seguido al equipo estéreo que había en el salón y Perdomo escuchó una voz en su interior gritando a voz en cuello: «¡Que no ponga música, por dios, que no ponga música!». Para su alivio, su silenciosa súplica fue atendida, porque lo único que pretendía Mila era apagar el equipo estéreo. Luego fue a sentarse muy cerca de él, de manera que Perdomo casi podía sentir su calor.

– He visto la prensa, con esa terrible foto de Rescaglio muerto en el aeropuerto. ¡Cuánta sangre!

– Fue espantoso. Y tú, ¿cómo estás? ¿Recuperada del todo después de lo de la casa de Paganini?

– Sí, tengo una constitución muy fuerte. Pero dime, ¿qué pasó exactamente ayer en el aeropuerto?

– ¿De verdad quieres que te cuente los detalles de la muerte de Rescaglio? Te advierto que algunos son desagradables.

– No es por morbo, es porque he estado implicada de principio a fin en esta historia y necesito conocer el final.

– Dime, ¿crees que todo está relacionado? La casa de Paganini, tu percepción extrasensorial, el violín del diablo…

– No cabe duda de que el hecho de haber tenido yo una experiencia tan intensa en la casa donde, un siglo y medio antes, fue robado el violín, fue determinante. Y sólo hay una explicación posible del porqué percibí tan claramente la presencia de Georgy en la Sala del Coro. El ruso no había abandonado aún el lugar del crimen y estuvo a punto de ser descubierto por Agostini cuando abrió la puerta por puro accidente, ya que se había perdido. Afortunadamente, su entrada se produjo cuando Georgy estaba ya subiendo las escaleras y pudo esconderse tras las butacas.

– Es decir, que durante el tiempo que Agostini permaneció en la habitación -concluyó Perdomo- Georgy estaba con él. Si el maestro hubiera tenido la mala fortuna de descubrir al ruso, ahora tendríamos no uno, sino dos cadáveres.

– ¿Dónde está el violín que se llevó Georgy?

– En el juzgado. Cuando su señoría lo estime oportuno, será devuelto a los padres de Ane, que son ahora los legítimos propietarios. Lo más probable es que el padre trate de desembarazarse de él, porque el instrumento, según me aclaró Carmen Garralde, le produce malas vibraciones. ¿Quién sabe? Tal vez acabe en manos de Suntori, que es, probablemente, la persona que más dinero estaría dispuesta a desembolsar por él.

Perdomo no llevaba más de cinco minutos en compañía de Mila cuando se percató de que, pese a sus miedos iniciales, aquella mujer siempre se las arreglaba para hacerle sentir cómodo en su compañía. Se sorprendió a sí mismo deseando que el paciente que ella estaba esperando no acabara de llegar, para no tener la desagradable sensación de que podían ser interrumpidos en cualquier momento.

– Las últimas palabras de Rescaglio fueron: «Ahora tiene que ayudarme» -empezó a resumir Perdomo-. Yo supe en el acto que lo que me estaba pidiendo era que le ayudase a morir, porque el dolor que estaba sintiendo en ese momento debía de ser indescriptible. El padre de Ane me había explicado días atrás la ceremonia del sepukku,en la que está prevista, efectivamente, la presencia de una persona de confianza que te ayuda en el suicidio.

– ¿Murió allí mismo?

– No, lo hizo en el hospital, al cabo de varias horas. La muerte por seppuku es tan lenta, tan atroz, que ni siquiera los samuráis estaban dispuestos a afrontarla. El bushido,que es el código por el que ellos se rigen, prevé la presencia de un kaishakunin,un ayudante que les acorta el sufrimiento. Se colocaban a su lado, con una katana en la mano, y a una seña del moribundo, le cortaban la cabeza. Algunos ni llegaban a clavarse el tantō. Habían instruido a su ayudante para que, apenas les viesen iniciar el gesto de clavarse el cuchillo en el vientre, procedieran a decapitarles. Ayer tarde, en el aeropuerto, Rescaglio quiso que yo fuera su kaishakunin.

– ¿Y no sentiste deseos de ayudarle a morir?

– Los alaridos de aquel pobre diablo eran tan espantosos -respondió Perdomo- que la idea de utilizar el arma para que dejara de sufrir se me pasó por la cabeza, no digo que no.

– O sea que si te hubieran garantizado completa impunidad, ¿lo hubieras hecho?

– Es posible, pero no puedo afirmarlo con rotundidad. Aunque no fue sólo el miedo a las consecuencias jurídicas lo que me detuvo. Una parte de mí quería acabar con aquel horror, sabiendo que, con aquellas heridas, el italiano tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir. Pero por otro lado, tenía la esperanza de que viviera, para que pudiera ser juzgado y tuviera oportunidad de lamentar su crimen durante veinte años. Y luego hay algo que seguramente me remorderá la conciencia durante muchos años.

El policía agachó la cabeza consternado y durante unos segundos Milagros tuvo la sensación de que si ella no le animaba, Perdomo no se iba a atrever a descargar el peso que al parecer tenía sobre su alma. La psicóloga alargó su brazo y acarició con delicadeza la mano de Perdomo, que sintió cómo, efectivamente, aquel contacto físico le espoleaba a hablar.

– Como te he contado, el padre de Ane me había pormenorizado al detalle el ritual del sepukku,de manera que hubo un momento en que tal vez hubiera podido evitar el suicidio de Rescaglio y no reaccioné. En el instante mismo en que se dio cuenta de que no iba a poder embarcarse en el avión, resolvió quitarse de en medio a la japonesa, pues fue en Osaka donde transcurrió su infancia, y el ritual japonés prevé la escritura de un poema, antes de clavarse el tantō. Rescaglio no era poeta, sino músico, y por eso optó por tocar «El cisne» en vez de escribir. Fue su canto del cisne, o si lo prefieres, su zeppitsu.

Perdomo se estaba refiriendo a un poema de despedida, también llamado yuigon,que los samuráis componían en los instantes previos al suicidio, en el que resumían sus pensamientos y emociones en aquel momento. Las dos palabras japonesas que servían para designarlo venían a decir más o menos lo mismo: «última pincelada o declaración que uno deja atrás».

– En ese momento no lo relacioné, claro -siguió explicando el policía-, pero luego Rescaglio hizo algo que tendría que haber desencadenado en mi interior todas las alarmas. Don Íñigo, el padre de Ane, me había hecho saber que los antiguos samurái envolvían el tantō en papel de arroz, ya que se consideraba que morir con las manos cubiertas de sangre era una ignominia. Cuando fue a guardar el chelo en el estuche, Rescaglio extrajo la pica y la envolvió en lo que tenía a mano en ese momento, que era su pañuelo. Me pareció un gesto tan extraño que estuve a punto de reaccionar y ordenar que le esposaran en el acto. Pero por alguna razón no lo hice, y eso le dio tiempo a él a abrirse el vientre. Hubo un instante en que intuí que se iba a suicidar y no hice nada por evitarlo.

La mano de Milagros, que aún seguía en contacto con la de Perdomo, se cerró sobre la del policía en un afectuoso gesto y éste le correspondió, haciendo a su vez presión sobre la de la vidente.

– Es absurdo que te culpes -dijo la mujer-. En primer lugar porque una persona determinada a quitarse la vida lo hará, tarde o temprano. Si Rescaglio no se hubiera quitado la vida en el aeropuerto lo habría hecho veinticuatro horas más tarde, en los calabozos del juzgado. Pero además está el hecho de que, para una persona como él, que no era un asesino al uso, la muerte haya sido quizá la mejor salida posible. Así que no te veas a ti mismo como la persona que pudiendo socorrerle no lo hizo, sino como la que le permitió ir a reunirse para siempre con su amada.

Perdomo agradeció de todo corazón que justo en ese momento sonara el timbre de la puerta, anunciando al nuevo paciente, porque de lo contrario -y de eso estaba profundamente convencido- era muy posible que aquél hubiera sido el comienzo de una relación sentimental con Milagros.

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