23

Perdomo subió sin problemas los cinco tramos de escalera que conducían hasta el ático, aunque comprendió la tortura que podían llegar a suponer aquellos peldaños para una persona aquejada de problemas articulares. Al llegar al último descansillo vio que la mujer no le estaba esperando en la puerta, como hubiera sido lo correcto, sino que había dejado ésta entornada. El policía empujó despacio la hoja hacia dentro y antes siquiera de que pudiera dar un paso hacia el interior notó que una criatura pequeña y peluda le olfateaba los pies: era una perrita teckel, que estaba supervisando al inspector para establecer si, como visitante, era digno de confianza. El policía se dejó hacer, pues sintió una simpatía instintiva hacia el animal, y entonces oyó la voz ronca de su propietaria que la llamaba desde dentro.

– ¡Koxka! ¡Koxka, ven aquí!

La perrita desapareció en el acto hacia el interior de la casa y Perdomo decidió seguir su rastro.

El piso, no demasiado grande, estaba decorado sin embargo con un gusto exquisito y era muy luminoso. Las baldosas eran de terracota clara -resultaba evidente que a la violinista le gustaban los colores tranquilos: blancos, cremas y neutros- y abundaban en él los muebles rústicos, como de caserío, combinados con piezas clásicas, como un par de butacas estilo imperio que llamaron la atención de Perdomo por estar recién tapizadas. Mención especial merecía la amplia terraza, desde la que se dominaban los jardines de Las Vistillas, el Campo del Moro, la catedral de la Almudena y la Casa de Campo. En cuanto llegó al salón pudo escuchar a su anfitriona desde una habitación contigua, dirigiéndose directamente a él.

– Me calzo y enseguida estoy con usted.

A los pocos segundos se abrió una puerta corredera de madera y apareció, enfundada en un traje azul oscuro de chaqueta y pantalón y calzada con unas originales zapatillas deportivas marrones y negras, la mujer a la que había ido a interrogar. Garralde estaba a punto de cumplir sesenta años y no era lo que se dice bien parecida. No eran solamente sus ojos saltones y su boca desproporcionada lo que convertía su rostro en poco agraciado; se trataba sobre todo de aquel mentón prognático, que sobresalía de la cara como un mascarón de proa. A su favor tenía una estatura envidiable -casi 1,75- y una sonrisa franca, aunque algo inquietante y burlona. El pelo, que Perdomo no supo precisar si era teñido o natural, era de color rojo oscuro, muy lacio, y lo llevaba peinado con raya a un lado, por detrás de las orejas. El inspector y la mujer intercambiaron un recio apretón de manos y Garralde le ofreció asiento en un sofá de color blanco que dominaba el salón.

– Yo prefiero permanecer de pie, porque en cuanto doblo la rodilla siento molestias y tengo que ir a ponerme hielo. ¿Quiere agua o un refresco?

– No quiero nada, muchas gracias.

La perrita fue a acomodarse inmediatamente sobre el sofá, al lado de Perdomo, e incluso llegó a meter el hocico por debajo de la mano del policía, como pidiendo que le acariciase.

– Si le molesta la perra, me la llevo a la terraza.

– No, en absoluto. ¿Es suya?

– Todo cuanto ve en esta casa pertenecía a Ane, incluida la perra. Pero ella sólo utilizaba el apartamento de Madrid cuando venía a España, pues como sin duda debe de saber ya, su residencia habitual era Londres.

– ¿La suya también?

– No, yo vivo en Madrid, en este piso. Pagaba un alquiler a Ane que, aunque era alto, porque estos pisos se cotizan mucho, estaba por debajo del precio de mercado. Ane decía que así jamás se me ocurriría moverme de aquí y siempre tendría el piso en perfecto estado de revista.

– ¿Y cómo se las arreglaban para…?

– ¿Llevar las cosas de Ane a tanta distancia? Ahora, con internet y las videoconferencias es muy fácil. Aunque ella venía a España con frecuencia, a ver a sus padres y a su prometido, Andrea Rescaglio. Pero el grueso del trabajo podía ejercerlo desde aquí. Sobre todo porque Ane confiaba ciegamente en mí y no ponía casi nunca pegas a los calendarios artísticos que yo le diseñaba, casi siempre a final de año.

Perdomo se había distraído con un monitor de televisión que estaba encendido y que mostraba valores bursátiles que cambiaban cada pocos segundos.

– ¿Juega a la bolsa?

– Desde hace treinta años. También en este aspecto, internet me ha facilitado enormemente las cosas, pues antes tenía que invertir a través de terceras personas y ahora puedo hacerlo yo misma con sólo pulsar una tecla de mi ordenador. A lo largo de todo este tiempo, he ganado millones y he perdido millones, pero el balance es positivo. De hecho, es posible que pueda comprar este apartamento si los padres de Ane le ponen un precio razonable. Bueno, el apartamento y todo lo que contiene, que es muy valioso. ¿Ve ese piano?

El policía, que se encontraba algo incómodo por el hecho de tener que mirar de abajo arriba a su interlocutora, aprovechó la ocasión que se le estaba brindando y se puso en pie como un resorte para acercarse al instrumento. La perra debía de tener muy visto el piano, porque ni siquiera consideró la posibilidad de bajar del sofá, en el que se había apoltronado, para ir a husmear.

– Ane -comenzó a explicar Carmen Garralde- tenía verdadera pasión por los instrumentos y objetos originales relacionados con la música. Este piano es la joya de la corona: data de 1876, en él llegó a tocar Brahms y lo utilizó también la BBC Symphony Orchestra en sus primeras grabaciones.

Habían terminado ambos acodados sobre la tapa del piano, que estaba bajada, y Perdomo extrajo del bolsillo bolígrafo y libreta para indicar a su interlocutora que ahora ya daba comienzo el verdadero interrogatorio.

– ¿Cuál era la naturaleza de su relación con Ane? -dijo en el mismo tono de voz que podría haber empleado para que le indicara el camino hasta el aseo.

La pregunta, por la ambigüedad con que había sido formulada, incomodó a Garralde.

– ¿Qué quiere decir?

– Profesionalmente -continuó Perdomo, que parecía no haberse dado cuenta de la reacción de su interlocutora-, ¿qué tipo de servicios le prestaba usted? ¿Podemos llamarla una agente, una secretaria personal?

– Yo era bastante más que su agente artístico, inspector. No estoy hablando sólo de los profundos lazos emocionales que había entre ambas, que eran innegables, porque conozco a Ane desde que era una cría. Se trata de que la inmensa mayoría de los artistas no trabajan con un solo agente.

– ¿Ah, no? ¿Y cómo es el sistema entonces?

Carmen Garralde había adoptado una posición muy inclinada sobre el piano, de modo que, a ojos de Perdomo, todo el instrumento parecía haberse convertido en un galeón del siglo xvii, con aquella mujer de facciones tan singulares como mascarón de proa. Ante la pregunta del policía, el mascarón sonrió, pero no era una sonrisa cálida, porque rebosaba suficiencia.

– Lo va a entender mejor si echa un vistazo a esta página.

Garralde colocó sobre el piano un pequeño portátil de avanzado diseño y abrió en el navegador de internet una página titulada «Artistas de música clásica: quién representa a quién». A la izquierda, en una columna, estaban ordenados los intérpretes por categorías: compositores, teclistas, cuerda frotada, cuerda pulsada, viento metal, viento madera, etc. Perdomo llegó a contar más de veinte categorías diferentes. Cada especialidad era un hipervínculo que conducía a otra lista mucho más extensa donde figuraban los artistas con nombres y apellidos.

A la derecha, una ventana que cambiaba de imagen cada pocos segundos, ofrecía al visitante una galería interminable de retratos, en la que se alternaban los rostros de absolutos desconocidos con los de auténticas estrellas de la especialidad. En el apartado de violín un buen aficionado hubiera identificado sin problema las caras de Hilary Hahn, Pinchas Zukerman, Midori, y otras muchas vacas sagradas del instrumento, que desfilaban sin cesar por aquella pasarela electrónica.

El mascarón de proa continuó:

– Si pinchamos por ejemplo en Suntori Goto, verá que, según el país de que se trate, el representante cambia: en España es la agencia Ibermelody, en Italia es Gesia, en el resto de Europa, Intermúsica. Si una sala de conciertos quisiera, Dios no lo permita, traer a Suntori a España, no tendría más que pinchar en Ibermelody y entrar en contacto con ellos vía e-mail para solicitar disponibilidad y condiciones económicas de la japonesa. A su vez, los agentes artísticos están organizados en una asociación internacional llamada IAMA. Pues bien, prácticamente la única artista del mundo al margen de todo este tinglado era Ane Larrazábal: yo la representaba a nivel mundial y nunca me di de alta en IAMA, por la sencilla razón de que ninguna de las dos lo necesitábamos.

Carmen Garralde cerró el portátil con un enérgico gesto de la mano y lo hizo desaparecer de la superficie de! piano a la misma velocidad con que antes lo había exhibido. Luego, se volvió a colocar el pelo detrás de las orejas, en un gesto que quería ser coqueto, y siguió hablando:

– Además de llevar su agenda de conciertos, yo me ocupaba también de los contratos discográficos y de la publicidad.

Perdomo recordó al instante un anuncio de relojes de lujo que había visto insertado en el programa de mano el día del concierto, en el que bajo una fotografía de Ane Larrazábal tocando el violín había un eslogan que rezaba: «El tempo de los grandes artistas lo marca Clockers».

– Señora Garralde…

– Señorita -le corrigió ella con una sonrisa que tenía mucho de autoirónica-. Soy vieja, pero no he dejado nunca de ser una señorita.

– Pues señorita, entonces -concedió el inspector-. Como no se encontraba en el Auditorio cuando se cometió el crimen, poco es lo que puede aportarme sobre la noche de autos. ¿Por qué no acudió al concierto?

– Me dolían las piernas una barbaridad y le pedí a Ane que me disculpara.

Perdomo guardó silencio. La mujer, dando muestras de una gran agudeza psicológica, se dio cuenta de que la pregunta tenía que ver con su coartada, así que sorprendió al policía anticipándose a él:

– Y naturalmente, querrá saber dónde estuve la noche del crimen y si, como suelen decir ustedes, los policías, puedo probarlo.

– Usted forma parte del círculo íntimo de la víctima. Mis superiores me abrirían un expediente si en el informe no consta la localización exacta de los familiares y allegados durante el intermedio del concierto, que es cuando se cometió el asesinato.

– Quiere que no me sienta ofendida -continuó Garralde-, que comprenda que son cuestiones rutinarias y patatín patatán, ¿no es eso? Dios mío, ¡es ridículo lo mucho que puede llegar a parecerse un verdadero interrogatorio a los episodios de McMillan que veía yo por la tele cuando era joven!

El policía sonrió ante el desparpajo que mostraba su interlocutora y sintió curiosidad por averiguar quién era el tal McMillan, de cuyas andanzas no había oído ni siquiera hablar. También se preguntó si aquel manto de cinismo no estaría ocultando en realidad sentimientos más profundos, pues ella misma acababa de revelar que mantenía un gran vínculo afectivo con la víctima.

– Estuve en casa toda la noche -afirmó Garralde- y no puedo probarlo. ¿Sabe por qué? Porque no tenía ni la más remota idea de que mi niña iba a ser asesinada. La próxima vez que maten a alguien de mi…, ¿cómo lo ha llamado, inspector?, ¿círculo íntimo?, procuraré enterarme del crimen con antelación para poder suministrar a la policía una coartada tan firme como este piano.

Garralde golpeó dos veces la tapa del instrumento con los nudillos para acompañar su afirmación y éste le contestó con una nota tan grave que recordó el balido de un macho cabrío.

– Es uno de los apagadores -aclaró, como disculpándose por la intromisión del instrumento en aquel diálogo-. No baja del todo y las cuerdas están tan libres como si hubiera pulsado el pedal de resonancia. -Luego clavó sus inquisitivos ojos en el policía y añadió-: Es curioso, inspector, pero vengo observándole desde que entró por esa puerta y tengo la extraña sensación de haberle visto con anterioridad.

– Asistí al funeral de Ane y nuestras miradas se cruzaron allí durante un instante, aunque puede que ya no lo recuerde. Fue una ceremonia muy emotiva, ¿no le parece?

– Sí, fue entrañable.

– Acláreme una cuestión. Aunque no presenciara el concierto, supongo que estará al corriente del extraño incidente que protagonizó Ane cuando estaba interpretando la propina. ¿Sabe que a Ane se le escapó el violín durante el concierto?

– Sí, lo sé porque incluso lo reflejó la prensa al día siguiente.

– ¿Le había ocurrido en alguna otra ocasión?

– No, que yo recuerde. Lo que sí le pasó una vez es que se le soltaron todas las cerdas del arco al mismo tiempo. Resultó tan cómico como si a un hombre le hubiera despegado el viento su peluquín, porque las cerdas acabaron enredadas con sus propios cabellos y llegó un momento en que el público no sabía qué era pelo de Ane y qué era pelo del arco. La cosa, por más chusca que fuese, no tuvo ninguna trascendencia; Ane cambió el arco y empezó la pieza da capo.

– ¿Por qué se le pudo escapar el instrumento?

– Fue en la novena variación, ¿no? La mano izquierda, que es la que sujeta el violín, tiene que hacer una serie de pizzicati rapidísimos, que implican tirar de la cuerda hacia fuera con fuerza. Dado que Ane no podía sostener el instrumento tan firmemente como si empleara mentonera, es posible que se excediera con el pizzicato y el violín saliera despedido por eso.

– ¿No estaría nerviosa por algo?

– ¿Nerviosa? No lo creo. Ane tenía un dominio del escenario que algún crítico ha llegado a calificar de insultante.

– ¿No había discutido con nadie ese día?

– Si lo hizo, no tengo constancia de ello. Pero me extrañaría mucho porque yo hablé con ella un par de horas antes del concierto y la encontré en plena forma.

– ¿Para qué habló con ella?

– Para comunicarle en qué restaurante tenía la reserva. Pensaba salir a cenar con su novio y me encargó que les buscara un buen local. Tras algunas llamadas logré reservar en un italiano llamado Tartini.

Perdomo hizo un ligero movimiento con la cabeza para señalar que conocía el restaurante.

– ¿Sabe lo que creo, inspector? Cuando se nos caen las cosas de las manos no es porque estemos nerviosos, es más bien por un exceso de confianza. Ane conocía tan bien lo que estaba tocando, ¡su Paganini!, que tal vez se relajó demasiado.

– ¿Con un violín que vale tres millones de euros? Me cuesta creerlo.

– Una cosa es que le cueste, y otra que no pueda pasar. ¿Sabe lo que le ocurrió a un violinista llamado David Garret el año pasado?

Garralde acababa de mencionar al llamado «David Beckham de la música clásica», un joven prodigio alemán de físico tan envidiable que se había podido costear sus estudios en la Juilliard School de Nueva York posando para Vogue con trajes de Armani.

– David se cayó a la salida del Barbican Hall de Londres por bajar unas escaleras que estaban demasiado resbaladizas sin prestar atención al hecho de que llevaba puestos sus zapatos de concierto, de suela muy deslizante. Cayó de espaldas sobre la caja de su violín, lo que probablemente le salvó la vida, pero su Guadagnini de un millón de dólares quedó para los restos. ¡Iba distraído!

– Vale, pero…

– ¿Y el chelista Yo-Yo Ma? -prosiguió Garralde, que no estaba dispuesta a ceder la palabra tan fácilmente-. Su exceso de confianza le llevó a dejarse en un taxi de Nueva York un chelo Stradivarius tan valioso como el violín de Ane.

Perdomo se dio por satisfecho con aquellos dos ejemplos y decidió cambiar de asunto. Recordó que, según las notas de Salvador, Rescaglio había declarado que la relación entre Garralde y él no era buena.

– El señor Rescaglio, en la primera entrevista que tuvo con mi compañero asesinado, dijo… -Perdomo se entretuvo unos segundos buscando la declaración delitaliano en otra libreta- que ustedes dos procuraban evitarse deliberadamente: cuando estaba uno no podía estar el otro, como en aquella película de Michelle Pfeiffer.

– ¿Lo dijo así? -preguntó intrigada Garralde-. ¿Mencionó Lady Halcón?

– No, eso ha sido un añadido mío. Soy bastante aficionado al cine.

– Ah, porque decir eso resulta una exageración. No solíamos coincidir, es cierto, pero era porque… -El mascarón de proa se despegó súbitamente del piano, e irguiéndose cuan largo era, dijo sin disimular su irritación-: ¿Y por qué tengo que andar contándole si el señor Rescaglio me caía bien o mal? ¿Qué tiene que ver todo esto con el asesinato de Ane? ¡Es ella la que ha perdido la vida, no su prometido!

– Le ruego que se calme -le aconsejó el policía-. No tiene obligación de responder a ninguna pregunta, si no quiere, pero de cuanta más información dispongamos, mucho mejor lo tendremos para atrapar al culpable, ¿no cree?

Carmen Garralde fue a buscar un cigarrillo y ya desde la primera calada se vio que el tabaco ejercía un efecto balsámico sobre su vehemente temperamento, porque recuperó al instante el tono anterior.

– Por supuesto que Andrea no me tenía gran simpatía, pero nunca me lo tomé como algo personal.

– Eso me lo tiene que explicar.

– Quiero decir que cualquiera hubiera sentido celos de cualquier persona que hubiera estado en mi lugar y hubiera ejercido el tremendo control que yo ejercía sobre la carrera de Ane. A todos nos gusta influir sobre las personas a las que queremos, y el señor Rescaglio sabía que en el aspecto profesional la única opinión que Ane tenía en cuenta era la mía.

– ¿Por qué se fiaba tanto ella de usted? ¿Ha estudiado música?

– No, pero he estudiado a la gente, inspector. Sabe más el diablo por viejo que por diablo. Andrea es un muchacho agradable y un músico excelente…

Se detuvo un instante y lo remachó otra vez, para que Perdomo comprendiera que su admiración era genuina:

– Ex-ce-len-te. Podría haber sido un reputado solista si hubiera querido. Sólo le faltaba ambición. Pero desde el punto de vista humano era un ingenuo. No hubiera sobrevivido ni un segundo en la jungla de la música clásica. No puede imaginar la cantidad de puñaladas traperas que una se ve obligada a esquivar al cabo del día en esta profesión.

– ¿Quién se beneficia de la muerte de Ane Larrazábal, señorita Garralde? -preguntó el inspector a bocajarro.

– Yo, desde luego no -replicó la mujer con una amarga sonrisa. Parecía llevar esperando la pregunta desde hacía rato, porque la respuesta llegó a Perdomo como catapultada por un resorte-. Si los artistas tienen varios agentes, también es cierto que los agentes no viven de un solo cliente. Excepto en mi caso: mi única fuente de ingresos era Ane. Muerta ella, muerta la gallina de los huevos de oro, como suele decirse.

«Pero está el violín», estuvo a punto de recordarle el inspector. Sin embargo se abstuvo de hacerlo, porque era como colocar a la mujer, que hasta ahora estaba demostrando ser una valiosa fuente de información, en el papel de sospechosa.

En lugar de eso, prefirió seguir tirando del sedal que ya había lanzado.

– Naturalmente, no me refería a usted, señorita Garralde. Pero si supiese de alguien que…

– ¿Quién se beneficia? -interrumpió la mujer, que no había olvidado el tipo de ayuda que se esperaba de ella-. Desde luego la persona que en estos momentos tiene el violín. ¿Tienen alguna pista sobre dónde puede estar el Stradivarius?

– Ninguna en absoluto -confesó Perdomo-. El mundo de los instrumentos musicales me es totalmente ajeno y no sé ni siquiera por dónde empezar a investigar. Suponga que yo hubiera robado el violín, ¿qué podría hacer con él?

Garralde aspiró el humo del cigarrillo y a Perdomo le dio la impresión de que la mujer se lo había tragado para siempre, porque tardó una eternidad en expulsarlo al exterior. Parecía que en su intento de dar forma a la respuesta que estaba preparando se hubiera olvidado hasta de respirar. Por fin, tras tener buen cuidado de no sumergir al policía en una nube de humo apestoso, comenzó a hablar:

– Hay tan pocos Strads en el mercado que sería complicado venderlo sin despertar sospechas, ya que los que han sobrevivido están perfectamente identificados. Muchos hasta tienen nombre, como si se tratara de cuadros famosos.

– Ese dato puede venir bien. ¿Cómo era conocido el de su representada?

– El de Ane no tenía un nombre concreto, porque nunca se ha podido establecer a quién perteneció, antes de que su abuelo lo adquiriera en Lisboa. Lo usual es que el nombre del Stradivarius tenga que ver con su historia. Le pongo un ejemplo: El Viotti, que es uno de los más famosos, salió del taller de Stradivari en 1709. Se llama así porque su propietario más famoso fue el virtuoso Giovanni Battista Viotti, de quien se dice que lo recibió como obsequio de manos de su amante, Catalina la Grande. En 2005 fue adquirido por más de cinco millones de euros por la Royal Academy of Music londinense.

– ¿Ha dicho cinco millones? Tenía entendido que los precios de estos instrumentos rondaban el millón y medio.

– Pero es que el Viotti es un instrumento excepcional, no solamente porque está en un estado perfecto, sino por haber sido propiedad de la emperatriz de Rusia. Además, no todos los Stradivarius tienen la misma calidad. Algunos, como un chelo llamado Duport,tienen hasta cicatrices en la madera; se dice que de un espuelazo que le propinó el mismísimo Napoleón Bonaparte cuando estaba intentando tocarlo.

– ¿Cuántos Stradivarius quedan en total?

– Seiscientos cincuenta, pero tenga en cuenta que esta cifra incluye también sesenta chelos y catorce violas. Violines propiamente dichos quedan menos de seiscientos.

– ¿Y Ane no se planteó nunca que pudiera tratarse de una falsificación?

– En absoluto. Según me contó ella misma, su abuelo hizo examinar el violín por un experto en los años sesenta y éste llegó a la conclusión de que se trataba de un instrumento original.

– ¿Recuerda el nombre de ese experto?

– No, sólo sé que sometió el violín a todo tipo de pruebas. Uno de las más fiables es el análisis de la madera, efectuado por un dendrocronólogo. Si el número de anillos de la madera no concuerda con la época en la que vivió Stradivarius, el violín no puede ser auténtico. Pero esos análisis lo único que permiten es descartar los instrumentos falsos, no confirmar los auténticos. El hecho de que se puede certificar que una madera es de 1710 no significa que el violín fuera construido por Stradivarius.

– ¿Y entonces? ¿Cómo pueden estar tan seguros de que es un Stradivarius?

– Porque luego está lo que los luthiers llaman «la mano del maestro». Hay golpes de gubia, en las escotaduras de la caja, o en la voluta, que llevan la firma inconfundible de Antonio Stradivari. Un artesano de ese calibre aplica el formón o la gubia con el mismo arte que Leonardo da Vinci aplicaría el pincel sobre el lienzo.

Garralde hizo una pausa durante la cual extrajo una pequeña pastilla de una cajita de plata que guardaba en el bolsillo del pantalón y la tragó sin ayuda de líquido. Perdomo observó que la mujer tenía una nuez muy marcada, como los hombres, y pudo ver con aprensión como ésta se movía de arriba abajo al deglutir la pastilla.

– Los análisis nunca están de más -continuó ella-, pero a un músico de la talla de Ane no le hacía falta que nadie le dijera que su violín era extraordinario.

– ¿Quiere decir que se puede saber si un violín es un Strad sin ayuda de un experto? ¿De qué manera?

– Ah, inspector -exclamó Garralde como si la supina ignorancia del policía en estos temas no le inspirara desprecio sino lástima-. Para eso hay que ser músico y haber tocado antes un Stradivarius, para comparar. Un Strad es una auténtica alhaja musical para un virtuoso, responde como un purasangre a la más mínima presión del arco, con el añadido de que uno siente en todo momento que el animal es dócil y nunca le va a tirar a uno al suelo como haría un caballo salvaje. Ane siempre decía que jamás tenía que forzar el sonido de su Strad por grande que fuera el auditorio y que siempre disponía de una reserva inextinguible de potencia cuando necesitaba echar mano de ella. No sé si la metáfora del purasangre es la más acertada, o cabría mejor hablar de un superdeportivo, capaz de responder en fracciones de segundo a la menor presión del pie del conductor.

– ¿De modo que el tiempo de respuesta del instrumento es lo más característico? ¿Lo que podríamos llamar, para seguir con su ejemplo automovilístico, la aceleración de cero a cien?

– No es tan simple. El sonido de un Stradivarius es inimitable. Ane no pensaba que pudiera falsificarse, por eso nunca le preocupó lo que pudieran decir los expertos. Su violín tenía un sonido muy rico y refinado, tanto en el registro más agudo como en el más grave, y además era increíblemente versátil, porque podía producir desde sonidos profundos, oscuros y aterciopelados como los de un chelo, hasta notas tan brillantes que parecían producidas por una trompeta. Y siempre eran sonidos muy vigorosos, porque una de las características más sorprendentes de un buen Strad es que sus sonidos parecen expandirse por el auditorio, como si florecieran en el aire, desde el pequeño capullo que son cuando parten del instrumento hasta la rosa espectacular en que se convierten cuando alcanzan el oído del público.

– Entiendo -dijo el policía, abrumado por la metáfora floral.

– La única incógnita que plantea el violín de Ane no es si se trata o no de un Stradivarius sino de qué Stradivarius se trata. Ane quería creer que el suyo era uno de los Stradivarius de Paganini. No sé si sabe que este virtuoso italiano había conseguido reunir al final de su vida una colección de instrumentos verdaderamente notable.

Perdomo se entretuvo un momento anotando en su libreta los datos que le acababa de facilitar Carmen Garralde y luego preguntó:

– ¿Sabe si alguien hizo alguna vez una oferta a Ane por el violín, aunque fuera rechazada?

– Nadie se hubiera atrevido, inspector. Una cosa es comprar un instrumento a un coleccionista o a un luthier y otra muy distinta es hacer una oferta a un intérprete, y más de la talla de Ane Larrazábal. Sería como ofrecerle dinero a cambio de su garganta o de sus cuerdas vocales, porque el Stradivarius de Ane era su voz. Otra cosa es que hubiera gente que lo codiciara en secreto.

– ¿Quién, por ejemplo? -Perdomo estaba ansioso por poder incorporar algún nombre a la libreta, al objeto de avanzar en la investigación.

– Por ejemplo, la japonesa, Suntori Goto, la gran rival de Ane. Sabemos por terceras personas, como agentes o gerentes de auditorios, que ella atribuía el éxito de Ane en un cincuenta por ciento a su violín, y hubiera dado cualquier cosa por conseguirlo. ¡Todo con tal de no reconocer que Ane es, o era, mejor músico que ella!

– Pero me acaba de decir que el Strad es extraordinario.

– Lo es, en manos del artista apropiado. Lo que no sabe Suntori es que para igualar a Ane ella hubiera necesitado ¡dos Stradivarius!

– ¿Por qué dice eso?

– Por el sudor.

– ¿El sudor?

– Suntori Goto transpira en el escenario como si estuviera en una sauna, inspector. ¿Nunca la ha visto? Hay gente que lo encuentra tan repulsivo que ha dejado de ir a verla, a pesar de que, ¡no me importa admitirlo!, la japonesa es una mujer atractiva. Pero cuando está tocando (debe de ser cosa del miedo escénico) la condenada suda como si estuviera levantando pesas, en vez de tocando música.

– ¿Y eso qué tiene que ver con…?

– Déjeme terminar, por favor -le rogó con su voz aguardentosa la agente-. La humedad tiene consecuencias catastróficas para la sonoridad de cualquier instrumento, porque la madera, cuando se empapa de agua, pierde su capacidad de resonancia. Ésa es la razón por la que los estuches buenos de violín incorporan un higrómetro, que es un aparatito para medir la humedad. Si un instrumentista transpira como Suntori, en diez o quince minutos puede dejar el violín tan inservible como una bayeta de cocina. La única solución es tener dos instrumentos a mano: mientras se seca uno, y con el calor del escenario también puede ser cosa de minutos, se toca con el otro, y viceversa. Por eso le digo que, a Suntori, un solo Stradivarius no le resultaría suficiente.

– Al ser la gran competidora de Ane, ella es ahora la nueva estrella femenina del violín, ¿no es así?

– Sí, inspector, así es -admitió con un suspiro de resignación la mujer-. Podemos decir que Suntori Goto es ahora la nueva reina del mambo.

– Si recuperamos el violín -dijo Perdomo cambiando el tercio-, los legítimos propietarios…

– Los padres de Ane -cortó Garralde, como si el solo hecho de que se pusiera en duda esa cuestión le resultara intolerable.

– ¿Los padres de Ane? ¿Cómo puede estar tan segura?

– Ane no hizo testamento. ¿O me va a decir que han encontrado uno?

– No, no se ha hallado ninguno.

– Porque no lo hay. Entonces, si no ha cambiado la ley, todo va a los ascendientes, incluido este piso y naturalmente el violín, si llega a recuperarse algún día. Esto hubiera sido así incluso después de la boda. Al no haber testamento, el señor Rescaglio sólo hubiera podido heredar a la muerte de los dos padres de Ane.

La perra de Carmen Garralde comenzó a ladrar en ese instante, exigiendo su comida, y la mujer pidió al policía que la acompañara a la cocina mientras abría la lata que le iba a servir al animal. Fue durante ese corto trayecto cuando Perdomo reparó en un pequeño violín que había colgado en la pared de uno de los dormitorios.

Загрузка...