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– ¿Y ese violín? -preguntó el policía, tratando de hacerse oír sobre el festival de ladridos que había organizado la perrita.

– Es un octavo. El primer violín que tuvo Ane, con cuatro años. Cuando los niños son de esa edad, tienen que emplear instrumentos de reducidas dimensiones, y aún los hay más pequeños, porque hay criaturas que empiezan con un año.

– ¿Puedo verlo?

Carmen Garralde cruzó el dormitorio y tras descolgar el violín, se lo entregó al policía.

Perdomo sonrió al tenerlo en las manos. Era evidente que aquel pequeño instrumento le inspiraba ternura. Uno no podía por menos que imaginar las manos diminutas que lo habían hecho sonar en otra época. De inmediato se le vino a la mente el recuerdo de su hijo Gregorio, cuando empezaba a dar sus primeras clases, y también el de Juana, que lo acompañaba siempre al conservatorio, y los ojos se le humedecieron con la nostalgia de una época feliz que jamás regresaría.

– Tengo que dar de comer a Kotxa o subirá el vecino de abajo a montarme la bronca -dijo Garralde, sacándole de su añoranza-. Tráigase el violín a la cocina, si desea examinarlo.

A la luz del neón, y mientras su interlocutora preparaba el plato para la perra, Perdomo observó, a través de las reducidas escotaduras del violín, que pegada al fondo de la caja había una etiqueta, pero como las letras eran tan pequeñas, no consiguió leer con claridad, ni siquiera achinando los ojos, la inscripción que en ella figuraba. Por fin se rindió a la evidencia y tras sacar las gafas de vista cansada, que por coquetería no empleaba casi nunca, pudo ya descifrar la etiqueta sin dificultades.


Antonius Stradivarius Cremonensis

faciebat anno 1708


Perdomo se quedó de una pieza y preguntó:

– ¿Esto también es un Stradivarius?

Garralde estaba en cuclillas, vaciando el contenido de la lata en el platillo de la perra, y le contestó desde esa posición:

– ¡Sólo faltaría! No haga caso, a los luthiers les gusta añadir una etiqueta en el fondo del instrumento, para que éste se parezca más al original. Ni siquiera podemos hablar de una falsificación, porque no está hecho con intención de engañar. Es sólo una especie de homenaje al más grande constructor de instrumentos de la historia.

Perdomo se fijó en que todos los caracteres estaban impresos en tinta, excepto las dos últimas cifras de la inscripción.

– Pues oiga, esto da el pego.

– Será a alguien como usted, que no tiene ni idea de música. Muchos ejemplares modernos (estoy hablando ya de violines cuatro cuartos, de adulto) llevan la etiqueta y sin embargo son más falsos que una moneda de tres euros. Y por supuesto, hay también algún Stradivarius auténtico que carece de etiqueta y en realidad es original. Y como sé que me lo va a preguntar, me anticipo a su respuesta: el Stradivarius de Ane carecía de etiqueta.

Aunque Perdomo no podía ver a la perra, llegaba hasta él el sonido inconfundible de los lametones del animal, mientras devoraba con fruición quién sabe qué inmunda pasta húmeda para canes.

– Antes quería preguntarle: si los padres de Ane, que son ahora los legítimos propietarios del violín, desearan establecer de qué Stradivarius se trata, porque les interesase para revalorizarlo, ¿qué pasos tendrían que dar?

– Lo tendrían difícil. La mayoría de los Strads están fuera de toda sospecha porque sus propietarios conocen el pedigrí del instrumento. Los Strads del Palacio Real, por ejemplo: está documentado cuándo salieron de Cremona y cuándo llegaron a España. El problema con el de Ane es que el primer propietario conocido fue su abuelo paterno, que pujó por él en una subasta en Lisboa.

– ¿Era también violinista?

– No, diplomático. Pero un buen diletante, según dicen.

Perdomo estuvo a punto de comentar con orgullo que su esposa -y por lo tanto también su hijo Gregorio- descendían del gran Pablo Sarasate, pero consideró que no era el momento de exhibir antepasados ilustres.

– El abuelo de Ane, ¿vive aún?

Garralde se incorporó bruscamente al oír la pregunta y Perdomo advirtió que tenía la cara crispada por el dolor.

– Hay veces -explicó mientras se daba una friega con la mano en el muslo derecho- que no puedo estar ni un minuto agachada; mis piernas se han convertido en un calvario. Venga, no quiero que Kotxa nos tenga aquí dos horas, dejémosla que coma y vayamos a la terraza. Siempre que puedo, me gusta ver la puesta de sol. Allí -dijo cogiendo el pequeño violín que Perdomo había dejado sobre la mesa- le contaré el espeluznante final que tuvo el abuelo de Ane.

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