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Perdomo tenía el convencimiento de que el olor era la clave, si no para identificar al asesino, sí al menos para descartar a posibles sospechosos. La colonia Hartmann tenía a su favor, desde un punto de vista meramente policial, que era, tal como le había revelado Orozco, una rara avis en el mundo de la perfumería. «En otras palabras -pensaba Perdomo-, si descubro, entre los posibles sospechosos, que alguno usa Hartmann, hallaré, casi con toda seguridad, a la persona que estranguló a Ane.» En contra, la colonia delatora tenía la característica de ser un producto unisex. El propio Orozco le informó de esta circunstancia antes de salir de Niza, así como de que él mismo había diseñado varios productos similares, pues tenían cada vez mayor aceptación en el mercado.

Carmen Garralde, que no disponía de coartada y que según Andrea Rescaglio había estado secretamente enamorada de Ane, no podía ser en absoluto descartada, pero tampoco Lledó, que era otra de las personas a las que Perdomo creía que podía imputárseles el crimen.

Pero ¿cómo se las iba a arreglar el policía para conseguir una orden judicial de entrada y registro a cualquiera de estos domicilios, sobre la base de un dato proporcionado por una vidente aficionada? El juez no tardaría ni cinco segundos en denegársela y además so le pondría en contra para futuras peticiones.

Otra de las preguntas que le rondaba la cabeza era: ¿debía limitarse la investigación sobre la colonia a los dos principales sospechosos o había que averiguar si, de todas las personas presentes la noche de autos en el auditorio, alguna usaba habitualmente aquel producto alemán?

Lo primero que hizo Perdomo el lunes siguiente a su encuentro con Orozco fue asegurarse de que el agua de colonia Hartmann, que ya no podía borrar de su memoria olfativa desde que el perfumista se la hizo oler en su estudio, era tan difícil de obtener en España como le había asegurado el cordobés. Para ello, se hizo elaborar en la UDEV una lista con los diez establecimientos de perfumería más importantes del país y telefoneó a todos ellos preguntando si disponían del producto. La respuesta fue la misma por parte de todos los consultados: no solamente no disponían del producto, sino que ni siquiera habían oído hablar de él.

La excitación por haber dado un paso que él creía importante en la investigación del crimen le ayudó a encontrar el valor para hacer algo que tenía pensado desde hacía tiempo: telefonear a Elena Calderón e invitarla a cenar a su casa, recordándole que se había ofrecido a echar un vistazo al violín roto de Gregorio. La instrumentista aceptó encantada y aseguró que ella se encargaría de llevar el vino. La cena no iba a servir, desde luego, para que Perdomo pudiera impresionar a la mujer con sus habilidades culinarias, que eran nulas, pero sí para comprobar cómo reaccionaba Gregorio ante la presencia en casa de una mujer que no era su madre.

– Esta noche viene Elena a cenar -le dijo a Gregorio sin darle importancia, al cruzarse con él en un pasillo-. Te acuerdas de ella, ¿verdad?

El chico se le quedó mirando con expresión zumbona y luego contestó:

– Si me das cincuenta euros, desaparezco ahora mismo de casa y no me ves el pelo hasta mañana.

– No te he pedido que te esfumes, Gregorio. Por el contrario, en la cena de esta noche quiero que estemos los tres. Bueno, los cuatro, porque Elena se ha ofrecido a echar un vistazo a tu violín. Si decide que no merece la pena repararlo, compraremos uno nuevo, y ella nos puede asesorar, porque estudió violín en el Conservatorio.

– Gracias, papá, pero en lo referente al violín, me fío más de mi profesor. Y, si no te importa, quisiera dormir esta noche en casa de los abuelos.

Gregorio hizo ademán de meterse en su cuarto para dar por terminada la conversación, pero su padre le detuvo.

– ¿Adónde vas?

– A estudiar. Tengo muchos deberes.

– Pues que esperen. Esto es más importante.

– ¿Ah, sí? Eso díselo tú mañana a la Peñalver, que nos ha puesto un examen sorpresa de literatura en el que entra desde el Arcipreste de Hita hasta Rafael Sánchez Ferlosio. ¿Has leído las Industrias y andanzas de Alfanhuí?

– Un gran libro, pero no me cambies de conversación. Vamos -le ordenó su padre, señalando con la cabeza en dirección a la salita de estar-. Sólo quiero hablar contigo cinco minutos.

El chico obedeció, pero su cara de contrariedad era un poema de tal envergadura que el padre se vio obligado a llamarle la atención.

– Quita esa expresión de carnero degollado, si quieres hablar con tu padre.

– Papá, no te rayes, que eres tú el que quieres hablar conmigo.

– Pero tú no me contestas. Y yo te he preguntado hace un momento si te acuerdas de Elena.

– Sííííí -respondió Gregorio alargando la vocal, para enfatizar cuánto le incomodaba aquella conversación.

– ¿Y qué te parece?

El chico permaneció en silencio, evitando que su mirada se encontrara con la de su padre. Su pierna derecha, que se agitaba como un perro sacudiéndose el agua al salir del baño, denotaba la tensión que sentía por dentro.

– ¿No me vas responder? -insistió su padre, insensible a la irritación que su empecinamiento estaba provocando en el muchacho.

– Papá, ¿qué quieres que te diga? Si te la quieres tirar, hazlo, pero a mí déjame en paz, ¿vale?

El chico comprendió que había ido demasiado lejos y se levantó del tresillo para regresar a su alcoba, pero Perdomo le agarró del brazo.

– ¿Qué lenguaje es ése, macho? -le preguntó en un tono más divertido que severo.

– El mío -respondió el chaval, sin atreverse a mirarle a la cara.

– Si quisiera tirármela, como dices tú, haría exactamente lo contrario, ¿no crees? Te mandaría esta noche con los abuelos y asunto zanjado.

– Vale, pues no hagas nada con ella, pero ¿por qué me tienes que utilizar a mí de excusa? ¿Una trombonista hablando de violines? No cuela, papá -saltó el chico, indignado.

– ¡Te digo que estudió violín en el Conservatorio, de segundo instrumento, cabezota! Tampoco te estoy pidiendo nada del otro mundo, ¿no? La saludas, le enseñas el violín, cenas con nosotros y luego te vas a la cama, si es lo que quieres.

– Bueno -aceptó el chaval a regañadientes-. Ya veremos.

– ¿Ya veremos? No te queda otra, Gregorio. ¡Porque lo digo yo, que soy tu padre, coño!

La última parte de la frase la escuchó el chaval desde su alcoba, adonde había ido a refugiarse del acoso paterno. Perdomo le siguió hasta su habitación e intentó en vano abrir la puerta, que tenía el pestillo echado.

– Gregorio, voy a salir a la calle. ¿Quieres venir conmigo?

Silencio.

– Tengo que ir a Ikea, a comprar la cena de esta noche. ¿Por qué no me acompañas?

Silencio.

– Compraré esas albóndigas que tanto nos gustan. Y mermelada de arándanos. Y salsa de nata. Tienes un par de horas para que se te pase el mal humor, porque Elena llega a las nueve. Espero que esta noche te comportes como un caballero y no montes el numerito, ¿de acuerdo?

Era como si al muchacho se lo hubiera tragado la tierra.

Su padre decidió dejar de presionarle y salió a la calle en busca de comida, rogando al cielo que a su anfitriona le gustaran los productos de la famosa cadena sueca tanto como a Gregorio.

Elena llegó a la cita con puntualidad británica. Perdomo había estado a punto de ponerse un traje para la ocasión, pero le pareció demasiado solemne y se conformó con un pantalón decente y su camisa preferida. Desde que había regresado a casa, no había vuelto a ver a Gregorio, que parecía seguir encerrado en su alcoba.

La trombonista llegó luciendo un vestido negro con falda tubo hasta la rodilla, medias negras, zapatos de tacón y un cárdigan de color beis de talla gigante, que llevaba sujeto con un cinturón muy ancho y jaspeado. Aquello no era un traje de cóctel, ni tampoco un vestido de noche, pero el conjunto le pareció al policía de una sensualidad abrumadora y, desde luego, de una clase muy por encima de los arenques y las albóndigas con patatas que tenía pensado ofrecerle como cena.

– ¡Bienvenida! -exclamó al abrirle la puerta-. ¿O debería decir bienvenidos? -añadió al comprobar que la chica se había traído su instrumento.

Elena le entregó la botella de vino que había comprado para la cena, le besó -¿eran impresiones suyas o el segundo beso le había rozado la comisura del labio?- y luego le aclaró con expresión traviesa:

– Me he traído el trombón porque como me dijiste que iba a estar Gregorio, he pensado que le gustaría echarle un vistazo y saber cómo funciona.

– ¡Una idea magnífica! -Y sin habérselo siquiera propuesto, empezó a mentir de forma descarada-. A Gregorio le apetecía mucho que vinieras… Incluso me ha preguntado si no conocerías tú algún dueto para violín y trombón. Trae -extendió la mano para que le entregara el trombón-, voy a poner el estuche por ahí. Y no sé si te vas a quitar eso o no -añadió, refiriéndose al cárdigan.

– Ah, no -respondió ella con su sonrisa más coqueta-, esto forma parte del modelito. Espero que te guste.

– Sí, por supuesto. -Y estuvo a punto de añadir: «Con ese maquillaje, me gustaría cualquier cosa que llevaras puesta esta noche». Pero se había hecho el firme propósito de no ponerse demasiado zalamero, para no violentar a su hijo. Ese «espero que te guste», se dijo, era toda una declaración de intenciones, pues implicaba que para ella era importante parecer atractiva a sus ojos.

La trombonista le pidió un gin-tonic poco cargado y el inspector se preparó otro igual, acompañado por unas patatas fritas y unas aceitunas. Luego se dirigió al equipo de música y colocó un cedé del saxofonista Ben Webster en el reproductor. Elena reconoció en el acto al músico:

– ¡El Rana! -exclamó entusiasmada-. A mí también me encanta.

– ¿Cómo le has llamado?

– El Rana. A Ben Webster lo apodaban Frog por sus ojos saltones. Este tema que has puesto, «In a mellow tone», es uno de sus caballos de batalla; dicen que Duke Ellington lo escribió para él. Lo que me recuerda que le he traído un regalito a Gregorio.

La trombonista empezó a rebuscar en el bolso y Perdomo recordó que Gregorio seguía sin dar señales de vida.

– ¡Gregorio! ¡Ha llegado Elena! ¡Sal a saludarla!

Como el chico no respondió, su padre fue hasta la alcoba y llamó a la puerta, pensando que seguía encerrado. Tras insistir un par de veces y no obtener respuesta, giró el pomo y no encontró resistencia. La luz de la alcoba estaba apagada y allí no había ni rastro de su hijo.

– ¡Será cabezota! -refunfuñó entre dientes, dando por supuesto que Gregorio había decidido pernoctar en casa de sus abuelos sin pedirle permiso.

Volvió al salón y Elena se percató enseguida de que pasaba algo.

– Es mi hijo, ¡que se ha ido de casa!

– ¡Qué suerte! -dijo la chica intentando hacer un chiste-. Ahora el problema que tienen los padres con sus hijos es todo lo contrario, que no hay forma de echarlos.

Perdomo acogió con una sonrisa forzada el comentario de Elena y telefoneó a sus suegros, pero allí no sabían nada del chaval. A ésta siguieron media docena de llamadas más, incluidos sus propios padres y los principales amigos de Gregorio. Todos los intentos de localizar al chico resultaron infructuosos, de manera que la indignación inicial de Perdomo se transformó enseguida en honda preocupación. El policía no sabía qué hacer. Por un lado se aferraba a la idea de que Gregorio estuviera aún de camino hacia alguna de las casas a las que había telefoneado, pero por otro tenía miedo de que hubiera sufrido algún percance en la calle. Lo que era evidente es que no podía seguir ocultando por más tiempo a su invitada el motivo por el que Gregorio había decidido poner pies en polvorosa sin siquiera advertírselo a su padre.

Elena escuchó el relato con interés y al final preguntó a su anfitrión qué tenía planeado hacer para encontrar a Gregorio. ¿Quería que le acompañara a realizar una batida por algún barrio en particular o que se quedara en casa por si acaso al chico se le ocurría telefonear?

– ¡El teléfono! ¿Cómo he podido olvidarlo? Gregorio tiene un móvil desde hace pocos días y yo lo había pasado por alto por completo. ¡Ni siquiera he guardado aún su número en mi propio teléfono!

El policía buscó en una agenda de papel los nueve dígitos y los marcó en su teclado. Gregorio respondió en el acto:

– ¿Sí?

– ¿Dónde estás?

– Ábreme la puerta y lo sabrás -respondió el chico muerto de risa.

Sin colgar el teléfono, Perdomo se dirigió a la puerta de entrada y al abrirla se encontró con Gregorio sosteniendo con una mano el teléfono móvil y con la otra una bolsa blanca de plástico en la que había dos envases de helado.

– ¿Se puede saber de dónde cojones vienes? -le gritó en voz baja, para que Elena no le oyera maldecir.

– ¿Qué lenguaje es ése, macho? -le replicó Gregorio, empleando la misma frase que había usado su padre en la discusión anterior.

El desparpajo del chico siempre tenía la virtud de desarmarle. Gregorio le explicó que había bajado a la tienda de los chinos a comprar el postre, temiendo que su padre se hubiera decantado por la tarta de chocolate negro, que a él no le hacía demasiada gracia, y que se había demorado más de la cuenta porque había una cola formidable en la caja.

– Ven, Elena te ha comprado una cosita -le dijo su padre cambiando el tono a uno más paternal.

El chico guardó los helados en el congelador y luego recibió de manos de la trombonista el disco que le había llevado de regalo. En la portada había un señor mirando a cámara, sentado en un taburete de niño. Su mano izquierda sujetaba el trombón y la derecha reposaba sobre los muslos, encogidos de tal manera que las perneras de los pantalones dejaban al descubierto sus calcetines blancos y parte de las espinillas. El tipo se llamaba Christian Lindberg y Elena le explicó que se trataba del más famoso trombonista de mundo, que además era compositor y director de orquesta.

All the lonely people -exclamó Perdomo al leer el título del disco-. ¡Eso es un verso de «Eleanor Rigby» de los Beatles!

– ¡Premio! -gritó Elena-. La pieza que cierra el disco es un concierto para trombón lleno de citas musicales a esa canción. ¿Qué te parece, Gregorio?

El chico había quedado cautivado por la simpática portada del cedé, aunque confesó a Elena que nunca había escuchado una pieza para trombón y que no podía asegurarle que le fuera a gustar.

– Elena se ha traído el trombón -dijo Perdomo, tratando de buscar más conexiones entre la chica y su hijo-. ¿Quieres verlo?

La trombonista vio, por la expresión del chico, que éste estaba francamente intrigado por el instrumento, así que fue a por el estuche y lo abrió en presencia de sus dos anfitriones.

La caja estaba forrada por dentro de terciopelo rojo y a Gregorio le pareció que las dos partes del dorado instrumento refulgían como los brazos de C3PO, el robot-mayordomo de La guerra de las galaxias. A su padre, en cambio, el conjunto le retrotrajo a la época de las justas medievales, cuando los instrumentos de viento anunciaban el comienzo del torneo. Elena encajó la vara en la parte del pabellón, extrajo la boquilla de un compartimiento interior que había en la funda y la colocó en el extremo de la vara.

– ¡Ya está listo! ¿Alguien se anima?

Tanto el padre como el hijo rehusaron con una risita nerviosa el ofrecimiento, lo cual provocó una reflexión por parte de Elena.

– La gente piensa que extraer un sonido del trombón es muy difícil, pero en realidad sólo hace falta saber hacer una pedorreta.

La instrumentista desmontó de un tirón la boquilla metálica, que tenía la forma de un pequeño cáliz, y se la llevó a la boca. Para sorpresa de Perdomo y Gregorio, aquello empezó a emitir de repente sonidos musicales. Elena les hizo luego sonreír emitiendo algunas pedorretas con los labios y finalmente llevó a cabo esos mismos sonidos con la boquilla.

– Sin la vibración de los labios no sale nada, ni siquiera una nota. Voy a volver a colocar la boquilla en el instrumento y a soplar por ella, sin hacer la pedorreta, veréis lo que ocurre.

Elena cogió dulcemente la mano derecha de Perdomo y la acercó a la campana del instrumento. Luego sopló por la embocadura y lo único que se escuchó fue el flujo de aire caliente viajando por el tubo y saliendo por el otro extremo. A Perdomo le pareció de un enorme erotismo recibir el aire húmedo y caliente de Elena en la palma de una mano que ella seguía sosteniendo delicadamente, pero no hizo nada por prolongar aquel momento de éxtasis. La posibilidad de que Gregorio pudiera percibir cualquier intento de flirteo entre él y la chica le ponía demasiado nervioso.

– ¿Y esto qué es? -dijo el chaval intentando abrir una pequeña válvula que había en la vara.

– ¡No lo toques! -le reprendió la chica, lo que hizo que Gregorio retirara la mano del instrumento como si le hubiera mordido un escorpión-. Es la válvula de saliva -añadió luego la chica riendo-. Periódicamente, hay que vaciar de ¡ejem! el instrumento, pero mientras tanto, se va acumulando todo ahí. Afortunadamente para ti, estaba limpia.

– Ahora que ya sabemos cómo funciona, ¿por qué no nos tocas algo? -sugirió Perdomo.

– Con mucho gusto, aunque os advierto que me falta el acompañamiento. A ver si os suena esto.

Elena movió un par de veces atrás y adelante la vara del trombón, para comprobar que estaba bien lubricada, y tras un instante de silencio, empezó a desgranar con gran elegancia y sentimiento la melodía de «Summertime», de George Gershwin, que sus dos espectadores escucharon con atención reverente. Cuando terminó, la aplaudieron con energía y ella trató de quitarse importancia.

– El mérito es de Gershwin, que era un genio absoluto. ¿Sabéis que esta melodía, que tiene más de cuatro mil versiones en el mercado, está construida con sólo seis notas? Menos que las que tiene una escala, escuchad.

Y tocó lentamente las seis sencillas notas que conformaban la prodigiosa canción de cuna del compositor neoyorquino.

– ¡Fantástico! -exclamó Perdomo-. Si os parece, podemos escuchar algo del disco que has traído a Gregorio mientras cenamos. Después le echaremos un vistazo al violín de Gregorio, aunque ya te advierto que no es una visión muy agradable.

Mientras Perdomo se levantaba a calentar las albóndigas en el microondas, Elena guardó el trombón en el estuche y fue contando algunas anécdotas a Gregorio acerca del músico al que ella tanto admiraba.

– A Christian Lindberg lo que le gustaba de joven era el jazz, pero sólo puedes aprender a tocar el trombón en un conservatorio, con repertorio clásico, así que tuvo que pasar por el aro. En dos años ya estaba en una orquesta, pero ¿sabes qué le ocurrió cuando le ascendieron a primer trombón? Empezó el concierto y durante los veinte primeros minutos no tocó una sola nota. Luego tocó un ratito y después estuvo otros veinte minutos sin hacer nada, así que se dijo: «¡No lo soporto!». Y es que no hay solos de trombón en la música clásica.

– ¿Tú tocas jazz?

– Todos los viernes, en un bar del centro que se llama Blue Note. Pero no te invito a venir porque sirven bebidas alcohólicas y no dejan pasar a menores.

Elena y Gregorio consiguieron por fin extraer el cedé de la caja y enseguida empezó a sonar el concierto para trombón de Rimski Korsakov.

– ¡Ya está la comida! -anunció Perdomo con la fuente de las albóndigas en una mano y el recipiente de la salsa en la otra.

– Tengo que ir un momento al baño -se excusó Elena.

– Al fondo del pasillo, a la izquierda. Espera, no, usa mejor el mío, que el otro tiene la cisterna atascada.

La chica se hizo escoltar hasta el aseo; cuando volvió al comedor, Perdomo aprovechó para conocer las primeras impresiones de su hijo.

– ¿Qué te parece?

– Mola.

– ¿Lo ves? Hay que dar un margen de confianza a las personas.

Ambos cambiaron rápidamente de tema al escuchar la cisterna del baño y luego los pasos de Elena, acercándose a ellos por el pasillo.

– ¡Qué gracia! -dijo nada más aparecer por la puerta-. Usas Hartmann, ¡la misma colonia que yo!

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