– Señor Rescaglio -comenzó el inspector Salvador, procurando dar un aire más solemne a sus palabras-, no tengo ni que explicarle lo valioso que puede ser su testimonio para el esclarecimiento de los hechos que tuvieron lugar la otra noche en el Auditorio. Usted no sólo estuvo entre las últimas personas que vieron con vida a la víctima, sino que además fue de las primeras en descubrir su cadáver. Le tengo que formular un sinfín de preguntas que…
– No se preocupe -interrumpió el italiano-. Va a tener en mí a su más firme colaborador, porque aunque es cierto que ya nada puede devolver la vida a Ane, voy a hacer lo imposible para que la persona que la asesinó se pudra en la cárcel el resto de su vida.
Salvador sonrió complacido ante la actitud del italiano y preguntó:
– ¿Dónde estaba cuando le dieron la noticia de que su novia había sido estrangulada?
– En el vestuario masculino, junto al resto de los músicos. Allí permanecí desde que terminó la primera parte hasta el fatal desenlace.
– ¿Cuántos son ustedes?
– Casi ciento veinte. Hay aproximadamente el mismo número de hombres que de mujeres.
– Sí, ahora se ha puesto de moda eso de la paridad -comentó Salvador-. Y a usted no le viene mal, pues tiene cerca de sesenta testigos que pueden confirmar su versión.
Esta acotación, que tenía por objeto tranquilizar al italiano, fue formulada por Salvador de manera tan torpe que logró en el acto el efecto contrario de poner a la defensiva a su interlocutor.
– ¿Es que soy sospechoso? -saltó Rescaglio como un resorte-. Inspector, ¿qué móvil tendría yo para acabar con la vida de la mujer con la que iba a casarme el otoño que viene?
– Perdóneme -dijo Salvador-, ni por un momento quería insinuar lo que ha entendido. Usted es testigo, no sospechoso, y mucho menos imputado. Lo que trataba de decirle es que tiene a un verdadero ejército de personas que pueden corroborar que no abandonó el vestuario en ningún momento, desde que salió del escenario hasta que le fue comunicada la muerte de su novia. No sabe la cantidad de molestias que esto le puede ahorrar durante la investigación. No solamente no tenía, como dice usted, ningún móvil para matarla, sino que, al menos que demostremos que es capaz de estar en dos lugares al mismo tiempo, ni siquiera habría podido cometer el crimen, de haber tenido un móvil.
– Me ratifico en lo que le acabo de decir y mis compañeros músicos podrán confirmárselo -afirmó muy solemne Rescaglio-. Lo que, a pesar de mi absoluta disposición de ánimo, me lleva a preguntarme: ¿en qué puede ayudar mi testimonio a la policía, si estuve todo en el tiempo en el vestuario y no vi ni escuché nada?
– Eso nunca se sabe. A veces un detalle que parece nimio es vital para la investigación. Por ejemplo, hay algo que me llama poderosamente la atención -continuó diciendo Salvador-. El forense me ha dicho que su novia no tenía marcas en el cuerpo, aparte de las del estrangulamiento. Falta por hacer la autopsia, por supuesto, pero si a simple vista no se detectan magulladuras, ni moratones, ni arañazos, ni rozaduras, es altamente probable que su novia no fuera llevada a la fuerza a la Sala del Coro, sino que acudiera allí voluntariamente. ¿Por qué acudiría a esa apartada sala motu proprio?
– No tengo la más remota idea. Quizá buscaba la cafetería y se perdió, como Agostini.
– Suena poco verosímil. Al fin y al cabo, Agostini es un director invitado que no tenía por qué conocer el Auditorio. Pero su novia había tocado ya aquí unas cuantas veces, ¿no?
– Sí, así es.
– Luego, es difícil que pudiera perderse.
– Tiene razón. ¿No la pudieron asesinar en otro lugar y luego llevar su cadáver hasta la Sala del Coro?
Salvador torció el gesto, como dando a entender que esa posibilidad no le cuadraba demasiado.
– ¿Con qué objeto? Si hizo eso, el asesino se arriesgaba a ser sorprendido durante el traslado por un conserje o por cualquier músico que anduviera deambulando por allí.
– Tal vez se aburrió de esperar en el camerino y decidió dar un paseo. O quizá se dirigió a la Sala del Coro porque sabía que allí había un piano.
– ¿No hay uno en todos los camerinos? -objetó el inspector.
– Son pianos de estudio, verticales. Suenan a plástico coreano. El de la Sala del Coro es uno de cola, un Yamaha de los buenos.
– ¿Su novia tocaba también el piano?
– No como para dar conciertos, desde luego, pero se defendía bastante bien. Tenga en cuenta que, musicalmente hablando, siempre fue una superdotada.
– ¿Para qué querría tocar el piano después del concierto?
– No lo sé. Para relajarse, quizá. No es lo mismo tocar ante el público que para uno mismo.
Salvador no pudo disimular un gesto de incredulidad ante la conjetura del italiano.
– Vamos a ser racionales: su novia ya había terminado de tocar, puesto que no estaba prevista su intervención en la segunda parte. ¿Cuál habría sido la conducta más lógica?
– Suponiendo que al comportamiento de las mujeres se le pueda encontrar alguna lógica -dijo Rescaglio buscando en su interlocutor una complicidad que halló inmediatamente-, lo que solía hacer a veces Ane era irse a la cafetería del Auditorio a tomar un refresco. Generalmente una cerveza, porque le encantaba.
– ¿Eso es todo?
– Después regresaba al camerino, para esperar allí a sus fans, que no podían ir a visitarla hasta el final de concierto.
– ¿Siempre se quedaba hasta que terminaba el programa?
– No siempre. Cuando sabía que en el Auditorio no había amigos, familiares o personas a las que le interesaba ver, a veces se marchaba de la Sala de Conciertos nada más terminar la primera parte. Y en muchas ocasiones, lo que hacía era entrar en ella como una espectadora más, para disfrutar de la segunda mitad desde el patio de butacas. En el caso concreto del concierto de Bartok, que es lo que se habría interpretado esa noche, es lo que pensaba hacer, ya que a ella le encantaba este músico. Uno de los mayores éxitos de su carrera lo obtuvo precisamente con la grabación de su Concierto n.° 2, que se llevó el Grand Prix du Disque hace dos años.
– ¿Habían quedado ustedes en verse después del concierto?
– Sí, pensábamos ir a cenar.
– ¿Los dos solos?
– Sí.
– ¿Puedo saber dónde?
– Ni yo mismo lo sabía. Fue la asistente personal de Ane la que hizo la reserva.
– ¿Cuál es el nombre de esa persona?
– Carmen Garralde. También es de Vitoria, como Ane, y ejerce de road manager,de agente artístico y de no sé cuántas cosas más. Tiene…, quiero decir, tenía mucho poder.
– Poder ¿en qué sentido?
– Si Carmen decía a Ane que no se tocaba en tal lugar o con tal director, ella la obedecía siempre.
– ¿Por qué no estaba en el Auditorio la noche del concierto?
– Supongo que porque sabía que iría yo a buscarla luego al camerino, y a mí prefería evitarme. Debió de quedarse en casa esa noche.
– Pero no tiene confirmación de que así fuera, ¿no es cierto?
– No, no la tengo.
– ¿Cuál era el motivo del distanciamiento entre ustedes dos?
Rescaglio guardó silencio durante un instante y luego dijo:
– Yo era de la opinión que Ane tenía que tener en su mano las riendas de su carrera y no delegar tanto en Carmen. Ésta, lógicamente, me percibía como una amenaza en su relación con Ane. Y además…
El italiano dejó la frase a medias, pero Salvador pudo apreciar claramente un mohín de disgusto en su expresión. El policía le invitó a que rematara la frase.
– ¿Y además…?
– Carmen es homosexual. Y siempre se ha sentido fuertemente atraída por mi novia.
– Entiendo. ¿Y su novia era consciente de que ejercía esa atracción sobre ella?
– Ane siempre me decía que no dijera tonterías, que Carmen era como su madre. Pero yo percibía que había algo enfermizo en esa relación. Algo perverso.
Salvador había extraído hacía rato de la americana una pequeña libreta en la que iba anotando los puntos más importantes de la declaración del italiano. Hubo un largo silencio, durante el cual Salvador estuvo escribiendo bajo la mirada atenta de Rescaglio. Luego, saliendo de su ensimismamiento, el inspector le preguntó dónde podía localizar a Carmen Garralde y el violonchelista le explicó que la mujer se alojaba en el ático que Ane había comprado en Madrid, en la zona conocida como Las Vistillas.
– Es un piso maravilloso, desde el que se ve media ciudad -apostilló Rescaglio.
Salvador se impacientó al ver que el bolígrafo con el que estaba tomando notas escribía con dificultad y comenzó a sacudirlo como si fuera un termómetro; incluso llegó a echarle vaho en la punta antes de hacer su siguiente pregunta.
– Señor Rescaglio, usted no quiso ver anoche -me parece que con buen criterio- el cadáver de su novia. He de informarle que en el pecho tenía, escrita con sangre, una palabra en árabe.
– ¡Dios mío! -dijo el violonchelista, llevándose las manos a la cara en señal de horror-. Entonces, ¿la han torturado?
– No lo creo; el forense opina que primero la estrangularon y luego escribieron en su cuerpo, en caracteres árabes, la palabra Iblis. ¿Sabe lo que significa?
– No tengo ni la menor idea.
– Iblis es el demonio de los mahometanos. Tenemos razones para sospechar que una célula fundamentalista islámica, o quizá un asesino aislado, pudo acabar con la vida de su novia. Como sabe, la inquina de los terroristas de Al-Qaeda contra los españoles, especialmente tras el juicio del 11-M, es creciente. ¿Sabe si Ane había recibido algún tipo de amenaza en los últimos meses?
– No, me lo hubiese comentado.
– ¿No conoce a nadie que tuviera razones para matarla?
– Suntori Goto era su gran rival en el escenario. Pero ¿tanto como para matarla?
– ¡Una japonesa! Esto se está poniendo cada vez más internacional. Pero de momento, no nos apartemos de la pista más evidente, que es la islámica. ¿Pudo hacer su novia algo que despertara la ira de los musulmanes más fanáticos? No es necesario que quemara en público una foto de Bin Laden, basta con unas declaraciones poco oportunas o incluso un titular de prensa tergiversado.
– No tengo constancia de nada de eso. Sin embargo, ahora que saca el tema… No, olvídelo, es demasiado anecdótico.
– Por favor, señor Rescaglio, cualquier detalle puede ser importante para la investigación. ¿Qué iba a decirme?
– Uno de los cuatro trombonistas de la ONE, el sueco Ove Larsson, es bastante amigo mío. Le encanta el chelo y le he dado alguna clase. Pues bien, hace cosa de un par de meses me contó que había visto en la televisión sueca a un grupo de jóvenes fundamentalistas islámicos que en Goteborg (la segunda ciudad más importante del país) había tratado de impedir a musulmanes suecos, casi todos de origen somalí, que asistieran a un concierto. Ove también me dijo que hay una presión cada vez mayor sobre las mujeres árabes en toda Escandinavia para que se abstengan de tocar y de bailar, porque está prohibido.
– ¿Cómo dice? ¿La música también está prohibida por el islam? Creí que limitaban su fanatismo a no reproducir la figura humana (ya sabe, las famosas caricaturas que se publicaron en la prensa) y a no mencionar en vano el nombre de su profeta.
– Eso mismo pensaba yo, pero Ove me explicó que hay un movimiento muy conservador dentro de los musulmanes suníes, los salafistas, que han decretado que la música está prohibida por el Corán.
– Entiendo, pero ¿qué relación puede tener todo eso con su novia? Me está hablando de Escandinavia.
– Ane ha dado varios conciertos en los últimos meses en Suecia: Estocolmo, Malmö, Goteborg. Y su próximo disco lo iba a grabar con una orquesta muy particular. ¿Ha oído hablar de la Orquesta West-Eastern Divan?
A Rescaglio le bastó con ver la expresión de desconcierto del policía para comprender que aquella famosa orquesta, fundada por Daniel Barenboim en el 2002 para promover la concordia entre israelíes y palestinos y formada por músicos de ambas etnias, le era total mente desconocida.
– La orquesta mantiene una especie de escuela de verano en Sevilla, que se reúne todos los años. Ane estuvo allí la temporada pasada, dando unas clases magistrales de violín, y Barenboim la invitó a grabar con ellos una transcripción para violín y orquesta de Schelomo,que es una rapsodia hebrea de un compositor de origen judío llamado Ernest Bloch.
– ¿Dónde se iba a grabar ese disco?
– En Barcelona.
Salvador empezó a tamborilear con el bolígrafo sobre el canto de la libreta. No era el gesto de una persona ansiosa, sino un golpeteo rítmico, casi musical, lo que llevó al italiano a concluir que el inspector empezaba a animarse.
– Lo que me está contando tiene sentido -concedió por fin el policía tras haber evaluado en su cabeza durante unos segundos la declaración del italiano-. No soy experto en terrorismo islámico, pero es público y notorio que el más famoso triángulo de reclutamiento yihadista de Europa está ahora mismo en las afueras de Barcelona: Badalona, Santa Coloma y Sant Adrià. Cada mes, entre tres y cinco musulmanes residentes en esa zona viajan a Irak o Afganistán para recibir allí entrenamiento terrorista.
– Es posible que la decisión de Ane de grabar allí con músicos musulmanes desatara la ira de los salafistas, ¿no?
– Sí, es muy probable. Su amigo el sueco ¿llegó a explicarle por qué está prohibida la música para estos fanáticos?
– Según ellos, la música es haram,que es la palabra que utilizan los musulmanes para designar todo lo prohibido. De hecho, parece que la palabra «harén» viene de ahí, porque es la zona prohibida donde vive la señora de la casa.
– Sigo sin entenderlo. ¿Por qué la música es haram?
– La prohibición no está en el Corán. Ove Larsson me aseguró que no hay ni un solo versículo del Libro Sagrado en el que se prohíba expresamente la música. El problema es la sunna, es decir, toda la tradición oral referida a los dichos y hechos del profeta. Precisamente porque se trata de un corpus de reglas no escritas, ni los propios musulmanes se ponen de acuerdo sobre el papel que debe tener la música en su cultura. Pero parece que los que se muestran contrarios a ella son tan intransigentes que prohíben hasta los politonos en los móviles. El argumento es que los cánticos, y sobre todo la música instrumental, desde el momento en que distraen a la gente e impiden concentrarse en la adoración de Alá, invitan a la desobediencia y por lo tanto deben ser desterrados. Es todo lo contrario de lo que opina Daniel Barenboim, con quien Ane iba a colaborar en breve. Para este director, la música es un importantísimo catalizador de la convivencia, porque al tiempo que nos permite apresarnos a nosotros mismos, nos obliga a escuchar al otro.
El policía trató de anotar las últimas palabras del violonchelista pero el bolígrafo se había vuelto ya tan rebelde que lo único que consiguió fue perforar el papel de la página en la que estaba escribiendo. Esto, unido al hecho de que consideraba que la información aportada por el italiano era suficiente para avanzar en la investigación, le decidió a poner fin al interrogatorio.
– Señor Rescaglio, me ha sido de inestimable ayuda, pero me temo que tendré que volver a molestarle para aclarar cualquiera puntos de la investigación que vayan surgiendo a medida que ésta avance.
El policía y el músico se estrecharon la mano, pero, antes de que éste cerrara la puerta de la sala para comenzar su ensayo, preguntó:
– Señor Salvador, ya me ha dicho que Ane no fue torturada. Pero no me ha aclarado si sufrió.
– El forense me asegura que no. Su novia debió de perder el conocimiento en cuanto su verdugo empezó a presionarle el cuello, con lo cual nos demuestra que el asesino sabía lo que hacía.
– ¿A qué se refiere?
– Shime waza. Es una expresión japonesa que se emplea en judo para designar diversas formas de estrangulación con el antebrazo. Es muy probable que el asesino haya practicado artes marciales, lo cual abunda aún más en la tesis de un terrorista islámico entrenado a conciencia en los campos de Al-Qaeda o alguna organización afín. A su novia no la asesinaron oprimiéndole la tráquea con las manos, entre otras cosas porque matar de esa manera es dificilísimo, por mucha fuerza que tenga el asesino en las manos. Existe el peligro para el agresor de que la víctima se defienda como gato panza arriba y le deje arañazos y contusiones en el cuerpo. Y aún más peligroso para el verdugo es que, como consecuencia de esa resistencia, queden restos de piel, de saliva, o de pelos entre las uñas de su víctima, que posibiliten a la Policía Científica determinar de inmediato tanto el grupo sanguíneo como el ADN del culpable.
– Si no fue por falta de aire, ¿cómo murió entonces?
Con un movimiento sorpresa, el inspector Manuel Salvador agarró al italiano del cuello con el antebrazo, con la firmeza suficiente para que no escapara, pero sin llegar a apretar tanto como para poner en peligro su integridad física. Aunque a Rescaglio aquella demostración in situ le pareció fuera de lugar, decidió que lo mejor era no moverse ni protestar, y esperar a que el policía terminara su explicación.
– Tengo el pliegue del codo situado frente a su laringe. Ni siquiera apretando con todas mis fuerzas lograría interrumpir así el flujo de aire a sus pulmones. Sin embargo, mi antebrazo comprime la arteria del cuello, de modo que con esta presa podría provocarle anoxia cefálica por compresión vascular e inhibición vagal. En otras palabras, usted perdería el conocimiento en segundos porque no le llegaría sangre al cerebro y moriría poco después por la misma causa si yo continuara presionando, una vez que lo tuviera inconsciente. La clave para estrangular a alguien rápidamente no es la laringe ni la tráquea, sino la carótida, y el asesino de su novia estaba ai tanto de ello. Cualquier policía sabe también cómo dejar fuera de combate a un alborotador que no se deja llamar al orden por métodos, digamos, menos expeditivos.
Rescaglio sintió una náusea muy fuerte en el estómago, pero no fue debida a la presión del brazo del policía, que no era nada del otro mundo, sino, por una parte, al repugnante olor a colonia barata que éste le estaba restregando contra la piel, pues tenía la nariz pegada a la parte posterior de su mejilla, y por otra a la desagradable peste a nicotina que desprendía la manga de su gabardina.
Visiblemente decepcionado por la falta de entusiasmo con la que el chelista había recibido su demostración forense, Salvador soltó el cuello de su interlocutor y se disculpó diciendo:
– Espero no haberle lastimado. Tan sólo quería dejarle claro por qué estamos convencidos de que los últimos instantes de su novia no fueron lo terribles que podrían haber sido de haberse topado con un asesino más inexperto. Casi todo lo demás en relación con este caso es aún una nebulosa de interrogantes. Empezando por una pregunta cuya respuesta vale dos millones de euros:
»¿Dónde está el violín?