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Madrid, una hora después del crimen

El lugar elegido por Elena Calderón para tomar un bocado, antes de retirarse a casa después de aquel fatídico concierto, fue la cafetería Intermezzo, que estaba detrás del Auditorio Nacional y servía buenas tapas y a buen precio. Georgy, el tuba, pidió sólo una cerveza y se marchó a los cinco minutos, tras protagonizar un curioso incidente con un perro que estaba esperando a su dueño en la calle, ya que no se permitía la entrada de animales a aquel local. Como si se tratara de un vehículo mal aparcado, el ruso preguntó en voz alta de quién era el perro, y cuando la propietaria se identificó, el ruso le rogó que lo apartara de la puerta, a cuyo pomo exterior estaba atada la correa.

– Tiene una fobia enfermiza a los perros -explicó Elena a Perdomo, mientras los ánimos se empezaban a caldear en la cafetería, al negarse la señora a desatar al animal. El ruso acabó saliéndose con la suya, pero sólo después de que el resto de los clientes convencieran a la mujer de que era el único modo de librarse de aquel pelmazo.

A Perdomo le había dado la impresión, durante los minutos que habían permanecido juntos en la escena del crimen, de que las relaciones entre el director titular de la orquesta, Joan Lledó, y Elena Calderón eran sumamente tirantes. Apenas se habían mirado, y aunque se habían dirigido la palabra una vez, lo habían hecho con monosílabos. Lo primero que se le pasó por la cabeza era que Calderón y Lledó habían tenido una relación sentimental en el pasado y que ésta había terminado de mala manera. Tras ordenar las consumiciones en la barra, el inspector decidió empezar a indagar en la cuestión con una pregunta genérica. Aunque antes de hacerlo, tuvo buen cuidado de dar unas monedas a su hijo Gregorio, para que fuera a jugar al pinball y les dejara conversar con más libertad. Por fin, preguntó:

– ¿Cuánto tiempo lleva de titular el señor Lledó en la orquesta?

– Unos tres años. Yo entré muy poco después.

– Hay algo que no entiendo. Si Lledó dirige la Orquesta Nacional, ¿qué hacía Agostini el otro día en el podio?

– Lledó es el titular de la orquesta y el director artístico, pero Arjona prefirió montar el concierto de Hispamúsica con un director invitado.

– ¿Y Lledó no tiene derecho de veto?

– En teoría sí, porque es el director artístico. Pero los músicos de la Nacional tenemos muchísimo poder, le hubiéramos montado una buena si llega a decir que no a dos megaestrellas como Larrazábal y Agostini.

– ¿Qué tipo de relación mantenía Lledó con la víctima?

– Dicen que se moría por tocar con ella. Pero ya nunca podrá ser.

– ¿Le considera un buen director?

Elena Calderón tardó unos segundos en responder, pero al final lo hizo sin rodeos, entrando directamente en materia:

– Arrastro un contencioso profesional con el señor Lledó desde hace muchos meses y no sería imparcial a la hora de valorarle como director. Sé que graba discos (en sellos medianejos, todo hay que decirlo), que le llaman como director invitado con cierta frecuencia; si me apura, le diría que técnicamente es bastante competente pero le falta flexibilidad, y lo que es absolutamente fundamental en un verdadero músico: imaginación.

– ¿Imaginación? ¿Cómo se aplica la imaginación a la música?

– Todas las piezas de música cuentan una historia. Si uno tiene en la cabeza una historia mientras está tocando, eso influye en la manera de tocarla. En cambio, para Lledó, las notas son simplemente eso: notas. Aunque es muy exhibicionista cuando está en el podio, en el fondo dirige de forma encorsetada y triste.

– ¿Puedo preguntarle en qué términos está planteado su conflicto laboral con Lledó? -prosiguió Perdomo, que por el momento no tenía pensado apear el tratamiento de usted a la atractiva trombonista.

– Sí que puede. No sé si sabrá que las plazas en la orquesta se ganan sobre todo gracias a las audiciones. El currículo cuenta, desde luego, y hay que superar las pruebas físicas, pero lo más importante es seducir al tribunal que te juzga en la prueba de ingreso.

– ¿Y el señor Lledó no se dejó seducir por usted? -preguntó Perdomo antes de darle un bocado monumental a su montado de lomo.

– Cuando se convocó la plaza nos presentamos quince trombonistas. Yo era la única mujer. Desde hace ya muchos años, para evitar discriminación por razones de sexo, las audiciones se llevan a cabo detrás de una cortina, y todos los aspirantes tienen nombre masculino, así que yo me examiné con el nombre de señor Calderón.

– ¿Tuvo que vestirse de hombre?

Elena sonrió ante la ocurrencia y durante unos segundos pareció haber perdido el hilo del discurso. Luego comentó:

– Sólo me hubiera faltado eso: tener que tocar con una barba postiza.

– ¿Se puso nerviosa?

– Yo nunca me pongo nerviosa -afirmó, muy segura de sí misma-. No estoy pavoneándome de nada, le estoy contando las cosas como son. Muchos de mis compañeros en la orquesta se ven obligados a tomar Sumial para no descomponerse de nervios durante los solos. Yo, desde pequeñita, he tenido la rara capacidad de mantenerme serena en los momentos de mayor presión y eso hace que disfrute mucho en los conciertos.

– Esa sangre fría también la convertiría en una eficaz asesina -apuntó el policía, bromeando.

– Supongo que sí.

– ¿Qué ocurrió durante la prueba?

– La audición se dividía en tres partes. En la primera te hacen tocar una obra obligada. A mí me tocó el Concierto de Henri Tomasi.

– No lo he oído nombrar en mi vida. Claro que mi conocimiento de la música clásica se reduce a la Quinta Sinfonía de Beethoven y a lo que meten en las películas: ya sabe, Apocalypse Now…

– Eso es la «Cabalgata de las Walkirias» de Wagner.

Excalibur…

Carmina Burana de Cari Orff.

– Y el anuncio de la miel de la Granja San Francisco.

– El Minueto de Boccherini -dijo Elena triunfante, como si fuera una concursante de televisión que hubiera acertado todas las preguntas-. No se preocupe, aunque fuera usted un buen aficionado a la música clásica no sabría quién es Tomasi, porque sus obras no se interpretan con mucha frecuencia. Y es una pena, porque tiene música excelente. Es muy lírico, muy melódico, y mezcla muchos estilos; yo lo calificaría de música mestiza.

– ¿De dónde es?

– Era. Murió en 1971. Nacido en Marsella, pero de padres corsos. Toqué el concierto estupendamente porque me encanta; creo que es una de las mejores piezas del repertorio.

– Me da pena no haber estado allí para escucharla.

– Me hicieron tocar lo más difícil: el primer movimiento, andante y scherzo,que empieza con una parte de mucho virtuosismo, en clave de jazz, en la que hay hasta citas de una canción de Tommy Dorsey. Ésa fue la pieza obligada. Luego tuve que tocar un repertorio orquestal: la Tercera de Mahler, el «Tuba Mirum» del Requiem de Mozart, Till Eulenspiegel de Strauss… así hasta ocho fragmentos. Y al final, dos piezas de libre elección. Ahí me salí -dijo la trombonista estallando en una carcajada que a Perdomo le pareció encantadora-. Llevé el Konzertino de Ferdinand David y la Cavatina de Saint-Saëns. Toqué el Konzertino con tanta garra que Lledó, al otro lado de la cortina, no quiso escuchar más y dio por concluida la audición exclamando:

– ¡Ése es mi chico!

– ¿Eso dijo? ¿Ése es mi chico?

– Tal cual se lo estoy contando. Imaginará el chasco que se llevó cuando descorrieron la cortina y se dio cuenta de que su chico era yo.

– Pero tuvo que aceptarla, ¿no?

– Naturalmente, yo era la mejor trombonista de los quince candidatos; hubo unanimidad entre los cinco miembros del jurado. Pero todavía recuerdo la cara de mortificación de Lledó cuando tuvo que firmar el acta de la sesión. Se le hinchó una vena aquí en la sien y le temblaba la mano de rabia.

– Pero ¿por qué? ¿Solamente por haberse equivocado?

– Porque es un machista y un homófobo. El trombón es un instrumento tradicionalmente asociado a los hombres. Es viril, es guerrero, hace falta muchísimo fuelle para tocarlo, hasta el punto de que a los trombones antiguos los llamaban «sacabuches». Que una mujer «usurpe» un puesto tradicionalmente reservado a los varones, algunas personas no lo pueden soportar. De hecho, de la única manera que Lledó pudo aceptarlo al principio fue pensando que yo era lesbiana.

– ¿En serio? Pues lo último que pensaría yo de usted es que es lesbiana.

– Eso es porque aún no me ha oído tocar -dijo riendo Elena-. Tocar, toco como un hombre. En los demás aspectos de mi vida, tiene razón, no lo soy. Pero a él le aliviaba esa idea.

– ¿Se lo dijo directamente a la cara?

– No tiene lo que hay que tener, pero me llegaban sus comentarios por terceras personas. Pero como además de machista es homófobo, el hecho de que él pensara que había una lesbiana en su orquesta, y encima con un puesto de responsabilidad, acabó por descomponerle todavía más.

– Debo confesarle que el señor Lledó, del que había oído hablar, pero al que no tenía el placer de conocer, no me ha transmitido, como se dice coloquialmente, buenas vibraciones.

– Es un tipo de cuidado -prosiguió la trombonista-. Gané la plaza de primer trombón, y él, como llevaba muy poco tiempo en la orquesta y además estaba todavía negociando algunos flecos que habían quedado pendientes de su contrato, no dijo nada. Pero en cuanto se sintió afianzado en su posición, sobre todo desde una Quinta de Mahler que le elogió mucho la prensa -y que estuvo muy bien, no me duelen prendas en reconocerlo-, decidió ir a por mí.

– ¿Trató de despedirla?

– Fue más complicado. Durante el primer año estuve -y así lo decía mi contrato- a prueba. Si Lledó hubiera querido echare durante ese período, lo habría tenido muy fácil, ya que, por ley, lo único que necesitaba aportar eran dos informes negativos por escrito. Pero como se sentía aún inseguro en la orquesta, no dijo nada y perdió su oportunidad. Al finalizar mi año de prueba, como mi plaza era de trombón solista, la orquesta tenía que votar en pleno si yo me quedaba o no, y fui admitida. Entonces el señor Lledó decidió ir en contra del voto de la orquesta y me degradó a segundo trombón. Después de eso…

La trombonista detuvo su narración porque acababa de ver a Andrea Rescaglio, el novio de Ane, que había entrado en el bar a comprar tabaco. Llevaba colgado del hombro su voluminoso instrumento y tenía los ojos rojos, de haber llorado profusamente. Nada más ver a la pareja, se acercó a saludarles.

– Estamos todos horrorizados, Andrea -dijo Elena-. Si podemos hacer algo por ti.

– Muchas gracias -respondió el italiano-. Hay personas todavía más tocadas que yo. Me voy ahora mismo a casa de los padres de Ane. Quiero estar junto a ellos en estos momentos terribles.

– ¿Es que no van a venir?

– Mañana, seguramente. Pero quiero ir yo a Vitoria a buscarles. Tengo un amigo que me lleva.

El chelista se marchó tras comprar los cigarrillos y dejó sumidos durante un rato en un silencio dramático al policía y la trombonista. Un silencio que fue interrumpido por la voz, mitad de niño, mitad de adolescente, de Gregorio, que dijo:

– Papá, ¿cuándo nos vamos?

– Enseguida -respondió el policía, que sacó su teléfono móvil del bolsillo y se lo entregó al niño-: Toma, para que te eches un Tetris mientras tanto.

– ¿Puedo llamar a mi amigo Nacho? -preguntó el niño.

– Esta noche puedes hacer lo que quieras -dijo el padre.

Gregorio salió a la calle para charlar con su amigo más tranquilamente y Elena le dirigió una mirada de gran ternura.

– Pobrecillo. ¡Me ha dado una pena cuando ha roto a llorar en el camerino…!

– Perdió a su madre hace año y medio. Está muy en carne viva todavía.

Elena Calderón bajó la mirada, casi avergonzada por haber sacado a colación un tema tan doloroso.

– Lo siento, no lo sabía.

– No se preocupe. Es un muchacho muy fuerte y lo superará. Ambos lo superaremos.

Elena Calderón miró nerviosa el reloj.

– Es tarde. Tengo el coche aquí cerca. Si quiere, puedo acerarles a donde me digan.

– Gracias, pero también nosotros hemos venido en automóvil. Ya nos vamos, pero antes termine de contarme la historia con Lledó.

– No sé ni dónde me había quedado.

– La degradó a segundo trombón.

– Ah, sí. Yo le ofrecí estar un año más a prueba como primer trombón, para que tuviera la oportunidad de decirme sobre la marcha qué aspectos de mi forma de tocar no le agradaban.

– ¿Y aceptó?

– A regañadientes. No me degradó oficialmente pero únicamente me permitió interpretar un solo en toda la temporada. Y curiosamente, no me hizo crítica alguna. A comienzos de este año, que es mi tercero en la orquesta, le ofrecí un pacto. Tocaría el segundo trombón cuando él dirigiera, pero sería primer trombón con los directores invitados. Se me acercó muy chulito y me dijo:

– ¿Sabes cuál es el problema, Elena? Que el trombón solista sólo lo puede tocar un hombre. -Y me degradó oficialmente a segundo trombón.

– ¡Qué cabrito!

– He interpuesto una demanda judicial por violación del Artículo 14 de la Constitución: «Los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social».

– Ya veo que se lo sabe de carrerilla.

– Sí, últimamente paso más horas con mi abogada que con la orquesta.

Elena Calderón se llevó la mano al estómago, como presa de un repentino dolor.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó el inspector alarmado.

– Sí -dijo Elena tratando de recuperarse de su malestar-. Es sólo que de repente he sentido como una náusea muy fuerte. No tenía que haber comido nada.

– Es normal que se encuentre alterada, después de lo que hemos visto esta noche -comentó Perdomo.

– Ya le dije antes que yo nunca me pongo nerviosa. Pero soy fuerte sólo en el momento, claro, porque ahora me están viniendo las imágenes de esa pobre chica estrangulada y…

Elena Calderón no pudo terminar la frase. Allí mismo, delante de más de una veintena de clientes, sufrió un brusco desvanecimiento y sólo la rápida reacción de Perdomo, que pudo agarrarla en el último momento, evitó que se golpeara contra el mugriento suelo del local.

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