4

El inspector Perdomo y su hijo Gregorio acababan de instalarse en sus céntricas localidades del Auditorio Nacional cuando oyeron por megafonía el anuncio de que quedaban cinco minutos para el inicio del concierto y de que la gente desconectara sus teléfonos móviles. El policía, por un temor irracional a que le sonara durante la actuación, llegó a comprobar el suyo hasta tres veces.

Al abrir el programa, que incluía, además de sesudos comentarios sobre las obras que se iban a interpretar, las biografías de Agostini y Larrazábal, con sus respectivas fotografías, Perdomo se quedó sin habla al contemplar la belleza deslumbrante de la solista, pero decidió no hacer el más mínimo comentario a su hijo, con el objeto de no incomodarle. Éste parecía haberse recuperado ya del ataque de nostalgia materna del que había sido presa hacía unos minutos y se lanzó a explicar a su padre cómo se sentaban los instrumentistas.

– A nuestra izquierda, los primeros violines; a la derecha los chelos. Enfrente, los segundos violines y las violas; y detrás de los chelos, los contrabajos.

– ¿Por qué hay una barandilla en el podio del director? ¿Es que se ha caído alguna vez un director al patio de butacas?

– Papá, ¿vas a empezar a preguntarme tonterías?

– Es para que nos riamos un poco. Es mi primera vez y estoy algo nervioso. ¿Sabías que…? -¡Cof, cof, cof!

Perdomo no fue capaz de terminar la frase, porque un súbito ataque de tos seca hizo que se convulsionara en su butaca durante varios segundos, ante la mirada horrorizada de su hijo.

– Si toses así durante el concierto, es el final. Tendremos que levantarnos y marcharnos.

– No es culpa mía, Gregorio. Sabes cómo se me irritan los bronquios por la alergia, ahora en primavera. Muestra un poco de compasión hacia tu pobre padre, ¿quieres?

El niño se metió la mano en el bolsillo y extrajo un paquete de caramelos para la garganta.

– Anda, coge uno de éstos.

Perdomo quitó el envoltorio de una de las pastillas y se la introdujo en la boca. Luego, al ver que su hijo volvía a meterse el paquete de caramelos en el bolsillo, dijo:

– Dame alguno más, por si tengo otro ataque.

El niño obedeció, pero advirtió a su padre:

– Quita el envoltorio ahora. La segunda cosa más molesta en un concierto después de un ataque de tos es un señor haciendo ruidito al arrugar un papel.

Un tipo que estaba sentado en la fila de atrás dio a Perdomo dos golpecitos en el hombro para llamar su atención. Cuando el inspector se volvió, reconoció a un periodista de El País que había cubierto para el diario un crimen que había mantenido en jaque a la policía durante años y que Perdomo había ayudado a resolver con éxito.

– No sabía que era usted melómano -le dijo el reportero.

– Ni yo. He venido para acompañar a mi hijo.

– Enhorabuena por lo de El Boalo. Da gusto cuando casos tan difíciles se resuelven de una vez por todas.

– Si quiere que le sea sincero, fue un golpe de suerte.

– De todos modos, mi más sincera felicitación.

El periodista le dio un caluroso apretón de manos y cuando Perdomo se volvió otra vez hacia el escenario, Gregorio, que parecía exultante por la admiración que había despertado su padre en aquel periodista, le preguntó:

– ¿Qué es lo de El Boalo?

– Hace poco ayudé a la Guardia Civil a resolver un caso. Detuvimos al asesino en un pueblo de Madrid llamado El Boalo.

– ¿Y no me lo vas contar?

– No, demasiado truculento. Disfrutemos de la música.

– Vamos, papá. Si en cuanto llegue a casa puedo buscar en Google «crimen de El Boalo» y me voy a enterar. Prefiero que me lo cuentes tú.

Perdomo dio un suspiro de resignación, maldijo internet para sus adentros y relató a su hijo, de la manera más sucinta posible, en qué había consistido su aportación en el caso del llamado «Asesino del Unicornio», un psicópata que durante los últimos años había acabado con la vida de trece mujeres, empleando como arma homicida el cuerno de un narval.

– ¿O sea que en España también hay asesinos en serie, como en las películas? -preguntó Gregorio cuando su padre terminó de hablar-. ¡Perfecto para el crucigrama!

Y sacando una pequeña libreta del bolsillo del pantalón, anotó algo en ella con un lápiz medio despuntado.

– ¿Qué es eso? -preguntó el padre.

– Mi cuaderno de ideas. Ya te dije que este año soy el encargado de los pasatiempos de la revista del colegio, y lo que me acabas de contar me vale para el crucigrama. Mató a trece mujeres: U-N-I-C-O-R-N-I-O.

– Pasatiempos, ¿eh? ¿Y te los tienes que inventar?

– Claro. Por eso llevo la libreta; cada idea que se me ocurre, la apunto enseguida, para que no se me olvide.

El inspector aprovechó los instantes previos a la entrada de director y solista para evaluar, en un barrido panorámico, el tipo de público que había acudido a ver a la gran diva del violín. Había gente de todo tipo, desde adolescentes con vaqueros hasta señoronas emperifolladas que habían tenido que dejar el abrigo de visón en el guardarropa. La Sala Sinfónica del Auditorio, que podía albergar a casi 2.500 personas, estaba llena hasta la bandera. La mayoría de los espectadores se hallaban, como él, situados frente a la orquesta, pero también las localidades que franqueaban el escenario se habían agotado, e incluso las que estaban detrás, a ambos lados del órgano. La gigantesca sala, que rebosaba esa noche de expectación, se había construido de forma que todos los elementos contribuyeran a su acústica: desde sutecho de madera de nogal hasta las paredes inclinadas que servían para impedir un exceso de reverberación.

Y por fin, llegó el momento mágico.

Antes siquiera de que Perdomo se hubiera percatado de su entrada en el escenario, el público prorrumpió en una cálida ovación de bienvenida al veterano -y queridísimo en España- maestro Claudio Agostini. Tal como le había anunciado su hijo, el director hizo ponerse en pie con un enérgico gesto del brazo a toda la orquesta, y una vez en el podio, se inclinó hacia su auditorio para agradecerle el aplauso. Luego se volvió, levantó la batuta y empezó a dirigir la obertura de Las bodas de Fígaro:primero un susurro de rápidas y juguetonas semicorcheas, confiadas a la cuerda y a los fagots, a continuación, un poco más fuerte, la respuesta de los oboes y de las trompas, y a modo de conclusión, un gran tutti orquestal con timbales y trompetas incluidas. Perdomo pensó que aquélla era una música de un optimismo tan desbordante que daban ganas de saltar de la butaca o al menos de llevar el ritmo con el pie. De hecho, un discapacitado al que habían situado en el pasillo central, en su silla de ruedas, y que se había traído su partitura de bolsillo, estaba dirigiendo el concierto con su brazo derecho mientras con el izquierdo sostenía el pentagrama. Menos mal -se dijo el policía- que el director de verdad está de espaldas a él, porque de haberlo tenido enfrente, los aspavientos de aquel exaltado hubieran constituido una fuente de distracción extraordinaria. Con un pequeño codazo, Perdomo llamó la atención de su hijo hacia el improvisado director y el muchacho cerró los ojos en un gesto de condescendencia, que era el equivalente a la frase evangélica «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen».

A Perdomo, que era aficionado a la música, aunque de otra clase -se había quedado en Los Beatles, a los que consideraba, no sin razón, los más grandes compositores de canciones de todos los tiempos-, los cuatro minutos y medio que duró la obertura le supieron a poco, y cuando el público, entusiasmado por el talento con el que Agostini había sabido graduar el emocionante crescendo mozartiano del último minuto, rompió a aplaudir, él se dejó contagiar por la euforia, poniéndose en pie y jaleando al maestro con gritos de «¡Bravo, bravo!» que le valieron una mirada de censura de su hijo.

– ¿He hecho algo mal? -dijo el inspector a su hijo tras recuperar la cordura y volver a sentarse en su butaca.

– No te emociones tanto con el director. Ya te dije que había que guardar los aplausos de verdad para Ane.

Una vez recibida su merecida ovación, Agostini desapareció entre cajas y volvió a emerger de nuevo, al cabo de treinta segundos, precedido por una fascinante Ane Larrazábal. El público los aclamó durante largo rato, como si ya hubieran dado el concierto, y todo el mundo intercambiaba comentarios -la mayoría de ellos elogiosos- sobre el atrevido escote de la solista. Parecía que el Concierto de Paganini no iba a llegar nunca.

Pero de repente comenzó la música.

Perdomo pudo comprobar ya desde el alegro inicial que el violín de Larrazábal tenía un efecto hipnótico sobre su auditorio, que seguía sus virtuosistas piruetas con el corazón en un puño, como si estuviera contemplando a una de esas trapecistas inverosímiles de Le Cirque du Soleil. Una de las razones por las que la española obtenía un sonido tan personal de su violín era que tocaba a la Paganini,es decir, sin almohadilla para el hombro ni para la barbilla. Cómo se las arreglaba Larrazábal para obtener esos delicadísimos vibrati,con los que estremecía de emoción a su auditorio, era un secreto que no había sido aún descifrado. La almohadilla para la barbilla -hecha de ébano, la mayor parte de las veces- había sido inventada en 1820 por el virtuoso Louis Spohr, el gran rival de Paganini, y estaba considerada como un accesorio fundamental, pues liberaba a la mano izquierda de la ingrata tarea de sostener el instrumento, que a partir de entonces se pudo mantener en vilo por la simple presión del mentón contra la clavícula. Gracias a Spohr, la mano del violinista pudo corretear libremente por el diapasón y concentrarse en dar expresividad a las notas mediante una rápida oscilación del dedo sobre la cuerda del violín: el vibrato. Las lenguas de doble filo -que infestan la música clásica- aseguraban que la razón por la que Larrazábal había renunciado a la almohadilla había sido la coquetería. El roce de la almohadilla contra la piel acaba provocando una desagradable mancha de color oscuro bajo la barbilla conocida popularmente como «callo del violinista». Para evitar las lesiones bacterianas producidas por el roce y el sudor, la solución más común era interponer un pañuelo entre la almohadilla y el mentón, pero incluso así había instrumentistas que llegaban a sufrir cuadros alérgicos de bastante gravedad. Muchos se tenían que tratar periódicamente la zona con paños calientes combinados con aloe vera.

Los maledicentes sostenían, pues, la tesis de que Ane Larrazábal estaba sacrificando expresividad en el vibrato por el capricho de mantener su esbelto cuello inmaculado, cuando en realidad también había razones musicales para prescindir de la almohadilla, que iban más allá de una simple imitación mecánica de Paganini: el contacto directo entre la caja armónica del violín y el cuerpo del instrumentista hacía que éste sintiera más intensamente las vibraciones. Y, como tanto la almohadilla del hombro como la del mentón van pinzadas a la caja con dos pequeñas barritas de metal, muchos opinaban que esto afecta negativamente a la respuesta tímbrica del instrumento, además de que acaba dañando la madera.

A Perdomo no le hacía falta saber mucho de música para darse cuenta de que Larrazábal estaba interpretando con una pasmosa facilidad los pasajes más intrincados del Concierto de Paganini y que para ella tocar el violín era tan natural como respirar. Cuando sus ojos se encontraban con los de Agostini, en los pasajes en los que éste tenía que facilitarle alguna entrada, su expresión reconcentrada pero serena se transformaba en una deliciosa sonrisa que transmitía a todo el auditorio el profundo goce artístico que estaba experimentando con aquella música. De los seis conciertos para violín y orquesta de Paganini, La Campanella eratal vez el más inspirado, aquel en el que el genovés se había preocupado más por el desarrollo imaginativo de sus ideas que por el aspecto meramente espectacular de la obra. De los tres movimientos, el que más convenció al policía fue, lógicamente, el tercero, en forma de rondó. Hasta músicos de la talla de Franz Liszt, que había transcrito la pieza para piano, habían caído rendidos ante la encantadora melodía del estribillo. Perdomo se quedó maravillado ante los agudísimos, casi inaudibles sonidos que lograba extraer a veces la diva de su instrumento y no resistió la tentación de preguntar a su hijo al oído:

– ¿Cómo hace eso?

– Se llaman «armónicos» -le respondió éste en un susurro-. Se consiguen rozando la cuerda con la yema de los dedos.

En un momento dado, el inspector estuvo a punto de meter estrepitosamente la pata, pues un contundente «CHIMPÓN» de la orquesta le hizo creer que el rondó había terminado y casi se lanzó a aplaudir como un descosido. Sin embargo, la música continuó aún durante varios minutos y le deparó muchas y muy agradables sorpresas, como un episodio en el que orquesta y solista imitaron el sonido de una cajita de música, que al inspector le pareció delicioso. Los dos últimos compases del rondó no llegaron a oírse, porque el público, absolutamente electrizado, rompió a aplaudir antes de que terminara el concierto.

Director y solista correspondieron a la formidable ovación con las reverencias de rigor, y Agostini, visiblemente emocionado, besó a Larrazábal y le hizo entrega de un gigantesco ramo de flores que la solista apenas podía sostener en la mano que tenía libre, ocupada como estaba la otra en sujetar arco y violín.

El maestro hizo ponerse en pie a todos los músicos para hacerles partícipes de aquella fiesta y luego se ausentó del escenario en compañía de la violinista, aunque los aplausos, lejos de ir a menos, se hicieron más intensos si cabe: los espectadores estaban reclamando la presencia en el escenario de la verdadera estrella de la velada, Ane Larrazábal, que no tardó en reaparecer, esta vez sin Agostini. La diva no se hizo mucho de rogar y tras pedir silencio al auditorio anunció cuál iba a ser la propina:

Capricho n.° 24 para violín solo, de Paganini.

Hubo una corta pero intensa ovación, en la que el público mostró su euforia por la obra elegida, y cuando ésta se extinguió totalmente, Ane Larrazábal comenzó a interpretar, arropada por un silencio reverencial, la terrorífica pieza del genovés.

El Capricho n.° 24 no era sólo el más célebre de toda la colección, sino que había pasado a convertirse en leyenda, por la cantidad de compositores célebres que habían creado nuevas obras a partir de su tema principal: desde Johannes Brahms hasta Andrew Lloyd Webber, pasando por Witold Lutowslasky o Sergei Rachmaninoff, la lista de músicos que habían rendido homenaje a esta endiablada composición era interminable. Consistía en un tema seguido de nueve variaciones, en cada una de las cuales Paganini había explotado una técnica violinística diferente.

Larrazábal fue sorteando con gracia y musicalidad los aparentemente insalvables escollos de las ocho primeras variaciones. Cuando llegó la novena, en la que el instrumentista tiene que tocar la melodía en pizzicato con la mano izquierda, ocurrió algo extraordinario, que algunos después quisieron atribuir a la peculiar forma de sujetar el violín que tenía Larrazábal: en mitad de la interpretación, el instrumento se le escapó de las manos y salió despedido por encima de la cabeza de su propietaria. Durante unos segundos, en los que el tiempo pareció transcurrir a cámara lenta, el preciado Stradivarius flotó como ingrávido en el aire para ser atrapado, un instante antes de que se hiciera añicos contra el suelo, por la mano ágil de Andrea Rescaglio, el primer chelo de la orquesta, que se sentaba a la derecha del podio del director.

El público, incapaz al principio de entender siquiera lo que había ocurrido, permaneció en un silencio atónito, hasta que Rescaglio entregó en mano a Larrazábal, tras una galante reverencia, el preciado instrumento. En ese momento el auditorio estalló en un aplauso espontáneo.

Perdomo se volvió a su hijo y le dijo:

– Conque no se podía aplaudir hasta el final de la obra, ¿eh?

Gregorio se limitó a sonreír y la violinista, visiblemente turbada pero dispuesta a mantener el tipo hasta el final, retomó desde el principio la novena variación.

El Capricho discurrió ya sin incidencias hasta el brillante finale,y aunque el auditorio aplaudió a rabiar tras el último acorde, nadie se atrevió a solicitar una segunda propina, después de aquel singular incidente.

Durante el intermedio, Perdomo y su hijo tomaron un refresco en el bar del Auditorio y se dedicaron a escuchar en silencio los comentarios de los asistentes al concierto sobre el episodio del «violín volador».

– Ruggiero Ricci -dijo un caballero con aspecto de magistrado del Supremo- tampoco utilizaba almohadillas, pero claro, un hombre tiene más fuerza en las manos. A él no se le hubiera escapado el violín.

– ¿Te imaginas lo que hubiera ocurrido si el chelista no llega a atrapar el instrumento in extremis? -comentó una enjoyada joven que tenía toda la pinta de ser la amante del primero-. El Stradivarius se hubiera hecho añicos contra el suelo. ¡Y dicen que es uno de los más valiosos que existen!

A cinco minutos de que se reanudara el concierto, Perdomo preguntó a su hijo sobre la obra que se iba a interpretar en la segunda parte: el Concierto para orquesta de Bartok.

– Te confieso, papá, que a mí Bartok no me entusiasma. Si quieres que volvamos ya a casa, no me importa.

– ¿Después del dineral que he tenido que soltar por las butacas? ¡Nos vamos a quedar aquí hasta que se haya marchado el último instrumentista! -le dijo su padre haciéndole un cariñoso arrumaco en la cabeza.

Los espectadores más rezagados fueron ocupando sus localidades y Perdomo se dio cuenta de que el patio de butacas tenía ahora algunos claros, aunque en la sala seguía reinando un gran ambiente. Pero el público se quedó de una pieza cuando en vez de aparecer por el lateral del escenario el maestro Agostini, lo hizo Alfonso Arjona, el director de Hispamúsica, que organizaba el concierto, quien con el rostro descompuesto exigió por gestos que cesara inmediatamente la ovación y anunció con voz temblorosa:

– Por causas de fuerza mayor, la segunda parte del concierto no se va a poder celebrar. Si hay algún miembro de las fuerzas del orden entre ustedes, le rogaría que se dirigiera inmediatamente a los camerinos. Muchas gracias.

Загрузка...