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Cuando Perdomo llegó a su despacho, después de visitar la sede de la Policía Científica, le estaba esperando el subinspector Villanueva. Los dos hombres habían tenido una breve pero tensa conversación nada más producirse la incorporación del policía a la UDEV y desde entonces no habían vuelto a cruzar palabra. Villanueva era de mediana estatura, unos cuarenta y cinco años de edad y pelo abundante y completamente plateado. Llevaba siempre unas corbatas muy chillonas, con las que trataba de compensar su falta de personalidad. Perdomo le consideraba un perfecto oportunista, de manera que tenía el convencimiento de que, mientras él gozara del respaldo directo del comisario Galdón, no sólo no se atrevería a colocarle ninguna china en el zapato durante la investigación, sino que trataría de mostrarse de lo más colaborador.

Al menos, de puertas para afuera.

El antiguo hombre de confianza de Salvador sujetaba una carpeta en la mano, en la que figuraban las diligencias policiales y las pruebas que el equipo del inspector asesinado había logrado recopilar hasta la trágica muerte de éste.

– El otro día te prometí que iba a colaborar, Perdomo. No hacía falta que me llamara Galdón para darme un toque -le dijo con su voz aflautada y sumisa.

– Yo no he pedido a Galdón que te apretara las clavijas, Villanueva. Me basto y me sobro para conseguir que no me toquéis los huevos ni tú ni ninguno de los hombres de Salvador.

El subinspector inició un movimiento hacia la puerta para marcharse pero le detuvo la voz de Perdomo, que sonó tan rotunda como el martillazo de un juez al dictar sentencia.

– Un momento. ¿Qué demonios hay en esta lista?

El inspector había extraído de la carpeta un folio escrito a máquina, en el que figuraban más de una docena de nombres, el último de los cuales era el de una mujer y no estaba mecanografiado como los otros.

– Son las personas que han intervenido en el caso hasta ahora. Están desde el juez instructor hasta el forense y sus ayudantes, pasando por los hombres de mi grupo.

– Querrás decir el de Salvador. ¿O es que ya te ves como su sucesor in péctore?

– Perdomo, joder, vamos a tener la fiesta en paz, que nos quedan por delante muchas horas de estar juntos.

– Eso ya lo veremos. ¿Quién es esa mujer que figura al final? Sólo habéis puesto el teléfono, pero no viene a qué departamento pertenece.

– Milagros Ordóñez es una vidente -respondió Villanueva, atusándose una corbata verde pistacho que habría llamado la atención hasta en la selva amazónica.

– ¿Me estás tomando el pelo? ¿Salvador utilizaba médiums para sus investigaciones?

– Para que veas que juego limpio contigo. No tenía por qué habértelo dicho, porque no lo sabe ni Galdón.

Perdomo sacudió la cabeza con incredulidad, mientras contemplaba aquel nombre escrito a mano.

– ¡Es lo que nos faltaba! Estos frikis,no contentos con infestar los medios de comunicación como una plaga, ahora se nos cuelan en la policía.

– Ordóñez no es ninguna friki -puntualizó Villanueva-. No siempre es capaz de proporcionarnos la información que necesitamos, pero las veces en que nos ha asegurado que tenía datos, siempre ha resultado fidedigna.

– ¡No me tomes el pelo, Villanueva, que tengo los cojones negros del humo de cien batallas!

– No la tomes conmigo. Era Salvador en persona el que la consultaba siempre que se quedaba atascado en un caso.

– ¿Quieres decir que esa señora ha estado implicada en más investigaciones criminales? ¿En qué casos?

– No te puedo decir en cuántos; Salvador llevaba muy discretamente sus relaciones con ella. Jamás dejó que nadie de la UDEV estuviera presente en las entrevistas que mantenía con esa señora.

– ¿Y cómo sabes entonces que recurrió a ella en el caso Larrazábal?

– Porque hace tres días se le averió su coche y me pidió que le llevara yo en el mío hasta la casa de la médium. No me dejó ni verla. Me hizo esperar fuera todo el rato, y eso que estuvo con ella cerca de una hora.

– ¿No tendría un lío?

– No lo creo. A Salvador le gustaba acicalarse cuando salía de conquista, y a esta entrevista fue sin afeitar y con una camisa que daba pena verla.

Perdomo rebuscó en la carpeta que le había entregado Villanueva y extrajo otro documento: una partitura, rota en dos pedazos y vuelta a unir con papel celo, metida en una bolsa de plástico para guardar pruebas. En ella estaban escritas a mano las siguientes notas:

– Y esto ¿qué es?

– Estaba en el camerino de la violinista cuando llegamos nosotros.

– ¿Dónde?

– En la papelera.

– ¿Lo ha examinado la Policía Científica?

– Sí. No hay más huellas que las de la víctima, la tinta es de un bolígrafo BIC y el papel es corriente.

– ¿Y las notas? ¿A qué obra pertenecen?

– ¿Y cómo quieres que lo sepa? Nadie me lo ha dicho a mí tampoco. ¿Me puedo marchar ya?

– No. ¿Qué habéis averiguado de la muerte de Salvador?

– De momento no hay un sospechoso claro, aunque la cosa parece evidente: si a la violinista se la carga una célula islamista y el tío que le pone la bomba a Salvador en el taller es un moro, resulta obvio que se lo han cepillado para que no siga investigando.

– Los dos asesinatos no están relacionados. Vengo de hablar con la Policía Científica y me ha dicho que la pista islámica que seguimos en el caso Larrazábal es una pista falsa. Tampoco tenía por qué habértelo dicho.

– Gracias por la información, estamos en paz. ¿Puedo irme ya?

– Sí, pero me preocupa la médium. Normalmente las charlatanas estas piden a la policía que les proporcione algún objeto de la víctima. Si Salvador la consultó en el caso Larrazábal, me da miedo que se haya quedado con alguna prueba.

– Hay un medio muy simple para salir de dudas. ¿Por qué no la llamas?

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