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La declaración de Carmen Garralde le había dejado el ánimo tan revuelto que a la mañana siguiente Perdomo acudió a la cita con el director titular de la Orquesta Nacional, Joan Lledó, después de haber dormido sólo una hora escasa. De haber tenido a Vilches de pareja, se lo hubiera llevado consigo, porque cuatro ojos siempre ven más que dos, pero como la relación con Villanueva era tan tirante, prefirió acudir solo a la cita. Además de las preguntas de rigor sobre la noche del asesinato -Lledó había sido una de las tres primeras personas en aparecer junto a la escena del crimen-, el inspector tenía pensado consultarle acerca de la extraña partitura que había sido hallada en el camerino de la violinista y observar su reacción.

Confiaba también en volver a ver a Elena Calderón, la trombonista que tan buena impresión le había causado la noche misma del asesinato, pero para su decepción no la vio entre los músicos de la orquesta, a pesar de que, cuando llegó, éstos estaban en pleno ensayo general.

La razón de que no estuviera era que la obra que se estaba ensayando en ese momento, La danza de las brujas,de Paganini, consistía en unas variaciones para violín y orquesta de cuerda que el italiano había compuesto en 1813. La melodía principal pertenecía a un ballet compuesto por Süssmayr, un músico de tercera fila que había pasado a la historia por haber logrado completar, a la muerte de Mozart, el célebre Requiem. Sobre un tema desenfadado y banal, Paganini había tejido un complejísimo entramado de variaciones, erizadas de dificultades técnicas: armónicos inverosímiles, pizzicati diabólicos, triples y hasta cuádruples acordes y vertiginosos cambios de cuerda ponían en tales aprietos al ejecutante que se decía que esta obra, junto al famoso Capricho n.° 24,era la que había dado pie a la leyenda del pacto satánico del mítico violinista.

El policía decidió sentarse en una de las butacas situadas hacia la mitad de la platea, y se dispuso a asistir desde allí al ensayo, hasta que llegara el momento adecuado de abordar a Lledó sin tener que interrumpirle.

El director había ordenado detener la música y trataba de comunicar a los instrumentistas, por todos los medios a su alcance, incluido el canoro, de qué forma entendía él que tenía que sonar el comienzo del concierto.

– Señores -empezó a decir desde el podio-, tenemos una introducción orquestal de cerca de un minuto que estaba sonando aceptablemente, pero cuando entra el solista no nos podemos venir abajo. Tenemos que hacernos oír durante todo el tiempo. ¿De acuerdo?

Lledó marcó un compás en silencio con la batuta y la orquesta empezó a desgranar el solemne preámbulo de la obra. Unos tremolandi de la cuerda baja, que ejercían la función de oscuros nubarrones sonoros, llenaron el auditorio de presagios siniestros. Cuando a Perdomo le pareció que iba a estallar la tormenta musical, la orquesta inició un rallentando y se detuvo ingrávida sobre el acorde de séptima dominante. Y entonces hizo su entrada el violín. El solista, un tipo pequeño y con bigote, que parecía acobardado por la personalidad avasalladora del director, no llegó a poder exponer más que el comienzo del tema, porque Lledó detuvo la orquesta enseguida.

– Bien, bien, bien -sentenció irónicamente, segundos antes de torcer el gesto y exclamar-: ¿Bien? ¡Maaaal!

La batuta de Lledó voló por encima de las cabezas de los chelos y fue a colarse, como el dardo de una cerbatana, por una de las escotaduras del primer contrabajo.

– ¡El pizzicato de acompañamiento suena pusilánime, encogido, ñoño!

Para hacerse entender más claramente, el director se puso a canturrear la figura del acompañamiento:

Pom, pam, pam, pam,

Pom, pam pam, pam,

pero lo hizo de una manera afectada y grandilocuente, que resultó, a juicio de la mayoría de los músicos, ridícula. Se hacía evidente que aquel hombre padecía algún tipo de trastorno histriónico de la personalidad, pues sus gestos en el podio eran exagerados y teatrales, como si más que la comunicación con los músicos lo que buscara fuera convertirse a cualquier precio en el centro de su atención. Una de las primeras violinistas no pudo aguantar una pequeña carcajada, que no pasó inadvertida al director.

– Si he dicho algo gracioso, por favor, coméntelo en voz alta, para que nos podamos reír todos.

La instrumentista agachó la cabeza, avergonzada, y procuró ocultar su gesto jocoso con las manos. Mientras Lledó la fulminaba con la mirada, se dirigió al resto de la orquesta:

– Señores, estamos tocando a Paganini, no a Boccherini. Siglo xix, no siglo xviii. No quiero que esto parezca un minueto, no puede sonar a música galante, ceremoniosa y cortés. Pizzicato no quiere decir «pellizquito», sino «pellizcazo». Quiero que las notas suenen rotundas, desafiantes. ¡Que los contrabajos rujan como galernas!

El primer violín solicitó permiso para hablar y Lledó se lo concedió desde el podio.

– Maestro, ¿no ha pensado que si sonamos en forte durante el acompañamiento, la entrada del solista va a ser mucho menos efectiva? Además de que dudo mucho que se le escuche.

El director esbozó una sonrisa displicente antes de responder:

– ¡El solista ya tendrá oportunidad de lucirse cuando empiecen los efectitos -dijo, como si éste no se encontrara presente en la sala-. Aunque se llamen «Variaciones para violín y orquesta», Las brujas es un concierto. Y «concierto» viene de concertare,que es batallar. Esto es una guerra y en una guerra gana el más fuerte.

Un ayudante se acercó al podio para informarle de que había llegado la policía y, sin descender siquiera del podio, el director se volvió para decirle a Perdomo:

– Tengo todavía para un rato, inspector. ¿Por qué no se da una vuelta por ahí y luego nos vemos directamente en mi despacho? Mis músicos se distraen una barbaridad cuando hay gente ajena al ensayo merodeando por el patio de butacas.

Perdomo le hizo un gesto afirmativo con el pulgar y abandonó la Sala Sinfónica sintiendo que decenas de inquisitivas miradas le taladraban la nuca mientras se alejaba.

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