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Al acercarse a Paganini, Caffarelli se dio cuenta de que el simple hecho de estar a una distancia en que el enfermo pudiera tocarle le causaba un profundo desasosiego, pero aún hubo otro detalle que le perturbó más y que sólo podía apreciarse a muy corta distancia: la piel de Paganini era de una textura extraordinariamente fina y parecía que tuviera abiertos todos y cada uno de los poros. Sudaba abundantemente y en cada inspiración y espiración esos poros parecían abrirse y cerrarse de una manera que Caffarelli encontró repulsiva, como millones de bocas microscópicas, ávidas de quién sabe qué mórbidas sustancias.

A pesar de que se encontraba a escasos centímetros, el músico parecía no haberse percatado aún de su presencia. Tenía la cabeza sobre una almohada de brocado, el rostro vuelto hacia el lado opuesto de la cama, que era el que estaba en penumbra; las manos cruzadas sobre el pecho, como si fuera ya un difunto, sostenían la pizarra que le había entregado Achille para la confesión. Caffarelli decidió cerciorarse de que el músico estaba aún con vida por el procedimiento de zarandear ligeramente la pizarra, lo que provocó el extraordinario efecto de poner sus delgadísimas y kilométricas manos en movimiento. Era como si una araña gigantesca hubiera advertido la llegada de una presa, gracias al temblor que produce ésta en la tela, cuando forcejea para tratar de liberarse. En medio del silencio sepulcral que reinaba en la habitación, Caffarelli podía escuchar perfectamente el turbador tableteo de aquellas patas humanas moviéndose arriba y abajo por la pizarra. Aquello era más de lo que el canónigo podía soportar y decidió romper el silencio dirigiéndose a él de palabra:

– Hijo mío, tenemos que comenzar. ¿Cuándo fue la última vez que te confesaste?

Las palabras del canónigo tuvieron el efecto de congelar al instante el movimiento de los dedos de Paganini que, ahora sí, daba muestras de una quietud tan absoluta que parecía haber pasado por fin a mejor vida.

Y entonces sobrevino el horror.

El músico volvió lentamente el rostro hacia Caffarelli y clavando en él la mirada, que era de una intensidad escalofriante, le dirigió una sonrisa pérfida, cruel, inaudita, transformado ahora en la encarnación misma del Mal. En décimas de segundo, su mano izquierda, huesuda pero gigantesca, se había cerrado sobre su muñeca como un grillete y el canónigo se retorció en un gesto de dolor, pues Paganini estaba triturándole literalmente los huesos, con una fuerza sobrehumana, impensable para una criatura que había parecido hasta entonces tan desvalida. Su boca, enferma y llena de llagas, empezó a proferir un sonido áspero y gutural, que a Caffarelli le pareció al principio el gruñido de una bestia, pero que luego acertó a identificar como una horrenda blasfemia en hebreo:

Zayin al hakuss hamasrihah shel haima hamehoeretl shelha!

Al darse cuenta de que aquel desdichado estaba completamente poseído, Caffarelli, que tenía ya la muñeca rota y doblada en un ángulo inverosímil, por efecto de la tenaza que sobre él estaba ejerciendo Paganini, empezó a gritar a voz en cuello pidiendo ayuda.

En medio de aquellos alaridos, que fueron atendidos de inmediato por las personas que había en la casa, Caffarelli se dio cuenta de que su llamada de auxilio no era sólo por la agresión física, sino que se había convertido en la súplica desesperada de un hombre que está siendo arrastrado en vida al otro lado.

Paganini, en un último y sobrehumano esfuerzo, antes de expirar definitivamente, parecía estar llevándoselo con él a lo más hondo del precipicio del infierno, y él se dio cuenta de que en realidad no estaba luchando sólo por librarse de una presa corporal, sino para evitar ser arrastrado a aquella sima pavorosa.

¿Era éste el famoso pacto diabólico del que tanto se había hablado en vida del músico? ¿Había concedido Satanás a Paganini aquel extraordinario talento musical a cambio de que, además de su propia alma, el músico le entregase la de otro infeliz más? Caffarelli no recordaba la última vez que se había confesado él mismo, porque lo cierto era que detestaba el sacramento. A pesar de tener que administrarlo a los demás casi a diario, el canónigo había llegado al secreto convencimiento de que la confesión era un invento de la propia Iglesia para tener a la gente en un puño. «En la intimidad de mi alma, le diré a Dios que me arrepiento y Dios me perdonará», solía decirse a sí mismo últimamente el eclesiástico. Comprendía, por supuesto, que su resistencia a confesarse era una absoluta herejía: hasta el Santo Padre estaba obligado a pasar por semejante trance. Su insatisfacción a raíz de sus últimas confesiones se debía también al hecho indiscutible de que éstas no le habían proporcionado el alivio espiritual esperado. La paz y el gozo interiores que trae consigo la certeza absoluta de que todos los pecados han sido perdonados habían desaparecido hacía años, para dar paso a un sentimiento perpetuo de culpa por el hecho de estar llevando a cabo malas confesiones, es decir, confesiones en las que siempre omitía o maquillaba algún pecado. Tenía claro que lo que le había llevado a iniciar esa infausta cadena de confesiones tramposas era su repugnancia creciente a admitir conductas vergonzosas ante personas que, por muy facultadas que estuvieran por la Iglesia para escucharle e imponerle la penitencia correspondiente, no le merecían el menor respeto intelectual. Caffarelli sabía pues, desde hace tiempo, que estaba en pecado mortal, pero mientras su resistencia a confesarse fuera mayor que la culpa por no hacerlo, estaba dispuesto a aplazar sine díe el momento de volver, como un hijo pródigo, a abrazar el sacramento.

Ahora sin embargo estaba en brazos de un agente del demonio, que tiraba de él con una fuerza sobrehumana, para tratar de llevarlo ante el mismísimo Lucifer; y en un trance semejante, la diferencia entre encontrarse en pecado mortal o con el alma limpia como una patena era la misma que había entre la salvación o la condenación eternas.

Todos estos pensamientos cruzaron por su mente a la misma velocidad con que Paolo, Achille y el ama de llaves irrumpieron alarmados en la estancia. El monaguillo fue el primero en reaccionar, y de manera instintiva, agarró el primer objeto que encontró a mano, que fue el crucifijo de plata que había sobre la mesita, para golpear a Paganini en la cabeza y forzarlo a soltar su presa. Al ver sus intenciones, Achille lanzó el alarido más penetrante que Caffarelli hubiera escuchado jamás -al clérigo le sonó como el grito de un torturado por la Inquisición- y, cargando contra Paolo con todo su peso, logró desplazarlo lo justo para que el golpe no alcanzara su objetivo. El vigor físico de Paolo era de tal magnitud que el crucifijo quedó clavado y vibrando como un Tomahawk en una de las columnas del baldaquino que sostenía el dosel de la cama del músico. La visión de su hijo tuvo el efecto de aplacar la furia de Paganini lo suficiente para que Caffarelli pudiera soltarse de su tenaza implacable y alejarse gateando hasta una distancia en la que su agresor no pudiera volver a agarrarle.

Notó que, por efecto del dolor intensísimo que sufría en el brazo destrozado, empezaba a perder el conocimiento y que Paolo trataba de ayudarle a incorporarse. Al no conseguirlo, el fornido mozo se lo cargó sobre el hombro izquierdo, como si fuera un fardo, y salió de la habitación a toda prisa. Lo último que alcanzó a entrever Caffarelli en medio de toda aquella barahúnda, antes de perder definitivamente la consciencia, fue que el monaguillo se acercaba a la pared en la que colgaban las violas y violines de la fabulosa colección de Paganini y se apoderaba del fabuloso Stradivarius que minutos antes había estado codiciando con la mirada.

Cuando Caffarelli volvió en sí, se encontraba ya a salvo en el palacio episcopal, tendido en su propio lecho y con el antebrazo izquierdo completamente entablillado. Al no sentir dolor alguno y sí cierta sensación de euforia, dedujo que le habían administrado láudano o alguna sustancia similar, hecho que agradeció sobremanera. Frente a él estaban el doctor Guarinelli, médico personal del obispo, y Su Ilustrísima, monseñor Galvani, que le miraban con una extraña mezcla de alivio, preocupación y curiosidad.

– ¿Qué demonios ha ocurrido? -preguntó el obispo en un tono de voz que no disimulaba cierta irritación.

«Te confío una sencilla extremaunción y me organizas un escándalo público», parecía ser el subtexto de la frase de Su Ilustrísima, que no conocía otra manera de relacionarse con sus congéneres que el reproche sistemático del comportamiento ajeno.

– ¿Dónde está Paolo? -contraatacó a su vez el canónigo, que en su condición de víctima se sentía con más derecho que nadie a formular las preguntas.

Caffarelli observó inmediatamente en la cara del obispo que éste consideraba un acto de insubordinación el no haber respondido inmediatamente a su pregunta y vio que no pensaba dirigirle la palabra. Fue el médico el que, al ver que Galvani guardaba silencio, le aclaró:

– Paolo sólo nos ha dicho que hubo una violenta pelea y que tuvo que sacar a su señoría de la casa medio inconsciente. Pero lo cierto es que después de dejar a su señoría a buen recaudo, aquí en sus aposentos, y de enviar recado para que yo acudiera lo antes posible, no le hemos vuelto a ver el pelo.

Caffarelli calibró si era oportuno mencionar en ese momento la sustracción del valiosísimo violín, de la que había sido testigo justo antes de perder el conocimiento, pero algo en su interior le aconsejó no hacerlo. Primero porque, al haber tenido sólo una visión fugaz del hecho y en un estado más próximo al síncope que a la plena vigilia, le asaltaron de repente dudas de que todo hubieran sido imaginaciones suyas. Pero incluso en la eventualidad de que Paolo hubiera robado realmente el Stradivarius, tal y como él había creído ver, mencionar esta acción ante el obispo se le antojaba peligroso. «Sólo faltaría -pensó- que, después de lo que he tenido que padecer, Galvani me acuse ahora de imputar a su sobrino un delito inexistente o que me considere a mí cómplice o inductor del robo.» Así que prefirió centrar su relato en lo que había sido la salvaje agresión del aparentemente moribundo Paganini, obviando naturalmente el hecho de que había llegado a temer no sólo por su vida sino por la salvación de su alma, por no haberse confesado desde hacía mucho tiempo.

– Ese hombre está realmente poseído por el Maligno, Ilustrísima. Cuando me quedé a solas con él era poco más que un despojo humano y segundos más tarde se abalanzaba sobre mí con la fuerza de un coloso.

– ¿Pudiste administrarle la extremaunción o al menos leer su confesión?

Al informarle de que no había sido posible ni una cosa ni otra, el obispo sentenció:

– Peor para él, porque nos acaban de comunicar que el desdichado ha fallecido hace escasos minutos. El pobre diablo ha muerto en pecado mortal y no podrá ser enterrado en sagrado.

Años más tarde, a través del pintor Eugène Delacroix, con el que coincidió en Toulon, Caffarelli conoció algunos detalles de la vida de Paganini que le aliviaron su desazón ante el recuerdo del violinista.

El artista había pintado un originalísimo retrato de Paganini y le había relatado que éste no sólo era propenso a todo tipo de enfermedades sino que a veces daba la impresión de ser adicto al sufrimiento ajeno.

Delacroix había retratado al violinista en 1832, durante la terrible epidemia de cólera que había asolado París y Francia entera y que se había saldado con más de cien mil muertos. Por aquella época Caffarelli se encontraba destinado en el Piamonte, por lo que no vivió en carne propia la agonía de constatar cómo la epidemia -el primer brote surgió en la India en 1817- se iba aproximando a los franceses, lenta pero inexorablemente, año tras año. En 1830 ya había llegado a Moscú, al año siguiente asolaba Viena y Berlín, y en Londres los primeros casos surgieron a comienzos de 1832.

– En París -le había explicado el pintor- llevábamos preparándonos para la terrible plaga desde 1830: se dotó de más medios a los hospitales, se enviaron comisiones médicas a los países infectados para estudiar de cerca la enfermedad y se adoptaron estrictas medidas sanitarias en las fronteras para tratar de cerrar el paso al cólera, pero fue en vano. Pues bien, ¿quiere usted creer que en este ambiente de terror, con las calles de París infestadas de cadáveres envueltos en sacos, empapados en jugo de lima para mitigar el contagio, Paganini tuvo el cuajo de presentarse a curiosear en el hospital Pamatone llevando de la mano a su hijo Achille, que por entonces contaba con tan sólo diez años de edad?

Caffarelli siempre iba a recordar el estremecimiento que sintió al escuchar este y otros relatos de Delacroix relativos a Paganini, que revelaban una personalidad morbosa y macabra, capaz de recrearse con la contemplación de operaciones quirúrgicas -durante su estancia en Londres, había asistido a varias en el hospital St. Bartholomew- o de confiar en los charlatanes médicos de peor reputación de la época, que le recetaban pociones inverosímiles y secretas para paliar sus múltiples dolencias.

Paolo el monaguillo no volvió a ser visto con vida después de aquella noche fatídica. Su cuerpo, en avanzado estado de descomposición, fue encontrado al cabo de un par de semanas -el tiempo que habían empleado las bacterias de su organismo en producir suficientes gases como para sacarlo a flote- en las cálidas aguas de la bahía des Anges. Aunque la autopsia del cadáver fue dificultosa, debido a la putrefacción de los tejidos, el doctor Guarinelli estableció que no había indicios claros de que hubiera sido asesinado, y que la causa de la muerte no había sido el ahogamiento, sino, casi con toda certeza, una parada cardíaca. Qué podía haber provocado que el corazón de un joven tan saludable se detuviese de repente era algo que ni el médico ni el propio Caffarelli alcanzaban a imaginar. Lo único cierto era que el clérigo no volvió a tener noticia del fabuloso violín, ni éste fue reclamado nunca por Achille Paganini, su legítimo propietario. ¿Tal vez el joven prefirió silenciar el robo para no enfrentarse a un obispo cuya ayuda necesitaba desesperadamente para proporcionar a su padre cristiana sepultura?

Caffarelli no tuvo valor para contemplar el cuerpo de Paolo, el monaguillo, cuando éste fue encontrado por un pescador de la bahía, aunque el doctor Guarinelli le informó de que los peces ángel se habían cebado con el cuerpo.

Nunca podremos establecer si a Paolo lo mató el demonio -concluyó el buen doctor-, pero ¿no le parece una cruel burla del destino que el sobrino del obispo haya acabado devorado por los ángeles?

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