6

Cuando Perdomo oyó que Alfonso Arjona reclamaba la presencia de las fuerzas del orden desde el escenario, lo primero que pensó era que el violín de Larrazábal había sido sustraído. El inspector desconocía por completo si se trataba de un Stradivarius o de un Guarneri, pero estaba al tanto, por razones profesionales -se habían producido varios robos muy sonados en los últimos años- del extraordinario valor que podían alcanzar en el mercado los legendarios violines fabricados en Cremona en los siglos xvii y xviii, que eran los que utilizaban los solistas de primera fila.

– Voy a ver qué ha ocurrido, y como no quiero dejarte aquí solo, vas a venir conmigo -le dijo a Gregorio-. Pero no hagas ni digas nada sin mi permiso, ¿entendido?

– Puedes confiar en mí, papá -respondió el chico, en cuyos ojos era evidente la excitación que le producía acompañar a su padre en la investigación del misterio que se acababa de plantear.

Perdomo cogió de la mano a su hijo y, caminando a contra corriente -puesto que el público, malhumorado por la falta de información, estaba abandonando la sala en la dirección contraria-, se dirigió hasta el escenario, situado a más de metro y medio del suelo. Vio que se podía acceder por cualquiera de los dos tramos de escalera que había a los lados y eligió el de la izquierda. Luego, empujando una de las puertas laterales que comunicaban con los camerinos, se lanzó a averiguar qué había ocurrido.

La Sala Sinfónica del Auditorio disponía de dos camerinos para directores de orquesta, cuatro para solistas y dos vestuarios, masculino y femenino, para los miembros de la orquesta. El largo y amplio pasillo por el que se accedía a estas estancias estaba decorado con fotografías -la mayoría en blanco y negro- de grandes artistas que habían actuado allí desde la inauguración del centro, en octubre de 1988. Aunque la mayoría de los rostros eran muy populares, Perdomo sólo logró reconocer al del tenor Alfredo Kraus.

El pasillo era un hervidero de músicos que iban y venían en todas direcciones, la mayoría hablando con sus teléfonos móviles. Perdomo no tardó en enterarse, a través de retazos sueltos de conversación, de la verdadera razón por la que el concierto había sido suspendido: Ane Larrazábal acababa de ser asesinada hacía pocos minutos, entre aquellas mismas paredes. El policía sacó su placa y la mostró a la primera persona que se le cruzó en ese momento, que resultó ser una de las trombonistas de la orquesta, Elena Calderón. Era una mujer alta y atlética, con el cabello muy negro y muy corto, peinado con flequillo. Tenía una mirada luminosa que a Perdomo le recordó inmediatamente a la Liza Minnelli de los mejores tiempos.

Una Liza de casi un metro setenta y cinco de altura.

– Soy inspector de policía -informó a la chica-. Tengo entendido que ha habido un homicidio. ¿Puede conducirme hasta el lugar donde está la víctima?

La mujer estudió la placa de identificación, luego se quedó mirando a Gregorio, que estaba ligeramente rezagado respecto a su padre, y preguntó:

– ¿Quién es el niño?

– Es mi hijo. Habíamos venido juntos al concierto.

– El cuerpo ha aparecido en la Sala del Coro, si quiere puedo llevarle hasta allí, pero el niño…

– El niño se quedará aquí, como es natural -puntualizó Perdomo, algo molesto por el hecho de que alguien pudiera creerle capaz de llevar a un menor de edad hasta la escena de un crimen-. ¿Hay algún camerino donde pueda esperarme?

– A mí no me importaría quedarme con él, pero entonces no puedo llevarle hasta el cuerpo.

La trombonista levantó la vista y divisó, entre el maremágnum de músicos que pululaban por el pasillo, a un colega que pareció inspirarle especial confianza.

– Georgy, hijo, llevo media hora buscándote, ¿de dónde vienes con la tuba en brazos? Suelta ya ese muerto y lleva a este crío… ¿Cómo te llamas, por cierto?

– Gregorio -respondió el niño.

– Ah, entonces parecido a yo -comentó el ruso con marcado acento y gramática eslava.

Era un tipo corpulento, de pelo lacio y media melena, con bigote y una poblada sotabarba que se curvaba al final como el extremo de una babucha. Resultaba evidente que aquel gigantón desconocido intimidaba al niño, porque éste no se mostró al principio dispuesto a quedarse con él. Reclamando la atención de su padre por el procedimiento de tirarle de la manga, le dijo en voz baja:

– ¿No puedo ir contigo?

Perdomo adoptó el semblante más grave del que fue capaz, y mirando fijamente a los ojos de su hijo, dijo:

– Ni lo sueñes. ¿Me oyes? Esto no es ningún juego.

– Papá, por favor, te juro que me voy a portar bien.

– No intentes negociar conmigo, Gregorio, he dicho que no puedes venir y punto.

– Georgy se puede quedar con él. No hace falta decir que es el tuba de la orquesta, ¿verdad? Georgy Roskopf.

– Ven con mí, Gregorio -indicó el tuba al niño, desplegando una mueca que intentaba ser una sonrisa-. A ver si sabes quién es éste -añadió, señalando una de las fotografías del pasillo.

– Yehudi Menuhin -respondió Gregorio inmediatamente.

– Muy bien, eres uno a cero para ti. ¿Y este otro?

Perdomo vio que el tuba, que sostenía su pesado instrumento con una sola mano como si se tratara de una trompeta, tenía habilidad con el niño y se despreocupó inmediatamente de él:

– Lléveme hasta el cuerpo -rogó a la trombonista, en cuanto Gregorio y el músico se alejaron un poco, entregados al juego de reconocer a qué celebridad correspondía cada fotografía.

– Venga por aquí, es en otra zona del Auditorio -respondió la mujer. Y ambos se pusieron en marcha hasta el lugar donde se había encontrado el cadáver de Ane Larrazábal.

Durante el breve trayecto, Elena Calderón aprovechó para presentarse y fue explicando al policía qué era la Sala del Coro:

– El Auditorio tiene, además de las Sala Sinfónica y la de Cámara, una especie de sala alternativa para pequeños conjuntos, ensayos, conferencias y proyecciones. Es pequeña, como para doscientas personas, y hoy no se estaba utilizando.

– ¿Han llamado ustedes a la policía? -preguntó Perdomo.

– Sí, claro, en cuanto descubrimos el cuerpo.

– Entonces no tardarán en llegar; pero ya que me encuentro aquí, y aunque no estoy de servicio, es mejor que eche un vistazo. Espero que no hayan tocado nada.

– No lo sé; yo ni siquiera he entrado en la sala, no he visto el cadáver. Creo que fue el maestro Agostini quien descubrió el cuerpo.

Perdomo y la trombonista llegaron por fin hasta la puerta de la Sala del Coro y el policía vio que ésta estaba cerrada.

Sentado en el suelo, junto a la entrada y vestido de frac, se hallaba el primer chelo de la orquesta, Andrea Rescaglio. Tenía la cabeza entre las manos y lloraba amargamente, por lo que ni siquiera vio llegar al policía. A su lado, de pie, estaban el maestro Agostini, que parecía haber envejecido diez años de golpe, y otro individuo, que debía de rondar los cuarenta y cinco años, de ojos pequeños y labios muy finos, con americana y camisa negra, que resultó ser el director titular de la Orquesta Nacional de España, Joan Lledó. Tenía barriguita y un rictus crónico de desdén en la boca que a Perdomo le provocó una desconfianza inmediata.

– Andrea -dijo Elena Calderón inclinándose un poco para tocar al chelista en el hombro-, está aquí la policía.

Rescaglio se sobresaltó, como si le acabaran de despertar de un mal sueño. Levantó la cabeza y cuando vio a Perdomo se incorporó inmediatamente. Mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo que sostenía en la mano izquierda, estrechó la derecha de Perdomo sin decir palabra.

El policía volvió a mostrar la placa mientras la trombonista le presentaba a los dos directores.

– ¡Pues sí que se han dado prisa! -exclamó Lledó-. No hará ni tres minutos que hemos telefoneado para denunciar el crimen.

– Es que yo ya estaba en el patio de butacas, viendo el concierto -le explicó cortésmente Perdomo-. ¿Hay alguien dentro? -preguntó luego el policía, señalando la puerta.

– Sólo el cadáver.

– ¿Quién lo encontró?

– Yo -afirmó Agostini, dando un paso al frente-. Me había alejado de la zona de camerinos porque me apetecía fumarme un purito sin molestar a nadie y tras dar bastantes vueltas me di cuenta de que me había perdido. Abrí varias puertas, para ver si alguna me conducía otra vez hasta los camerinos y de repente aparecí sin querer en esta sala y vi el cuerpo sobre el piano.

– ¿Ha tocado algo?

– Sólo la puerta. Estaba cerrada cuando llegué y la volví a cerrar tras de mí cuando salí de la sala para pedir ayuda.

– ¿Es usted la única persona que ha entrado ahí desde que descubrió el cuerpo?

– Sí, que yo sepa -contestó el director.

– Cuénteme qué hizo exactamente cuando penetró en el interior de la sala y se encontró con el cadáver.

– Abrí la puerta y, como la luz estaba encendida, vi el cuerpo en el acto, tendido sobre el piano. Me acerqué y comprobé que no respiraba.

– ¿Tocó el cuerpo? -interrumpió nervioso el policía.

– No señor, pero era evidente que no respiraba: el pecho no se movía. Me di cuenta enseguida de que la habían asesinado.

– ¿Cómo sabe que ha sido asesinada? -inquirió el policía-. Puede haber muerto de forma accidental.

– Cuando entre y vea el cuerpo, lo sabrá -dijo el veterano director con un hilo de voz.

Perdomo abrió la puerta de la sala, que estaba en un lateral de la misma, y accedió al interior.

Nada más entrar, a su izquierda, vio seis hileras de sillas montadas sobre una grada, reservadas a los cantantes. En el extremo opuesto estaban las butacas para el público, y en el centro, sobre una gran tarima de madera, había un piano de cola, con la tapa bajada; junto a él, una plataforma más pequeña con un atril y una silla alta para el director del coro.

Ane Larrazábal yacía inerte sobre su espalda encima del piano, con los brazos en cruz, y con los pies en dirección al teclado.

Había perdido uno de los zapatos, que yacía junto a una de las patas de la banqueta del piano. La cara, como suele ser habitual en los estrangulados, tenía un color azulado y los ojos, abiertos de par en par, se hallaban medio salidos de sus órbitas, lo que confería al rostro de la violinista una expresión pavorosa. Los labios estaban enrojecidos y apergaminados y en el inferior, próxima a la comisura labial, podía observarse una excoriación, en la que se marcaba la impronta de dos piezas dentales.

En el pecho, del cual era visible una buena porción, gracias al amplio escote del vestido, le habían dibujado con sangre la siguiente inscripción en caracteres árabes:

A pesar de que era evidente que Larrazábal no podía ser ya reanimada, el inspector quiso cerciorarse de que la violinista estaba muerta. Como no disponía de guantes de látex y no deseaba tocar el cuerpo, sacó el programa del concierto que aún tenía en el bolsillo de la americana e hizo un cilindro con él. Colocó un extremo en el pecho de la víctima y auscultó el corazón desde el otro lado, comprobando que, efectivamente, éste había dejado de latir. Tras comprobar que estaba muerta, Perdomo extrajo un bolígrafo del bolsillo interior de su chaqueta y lo utilizó para examinar la mano derecha de la víctima, en cuyo dedo pulgar el asesino había hecho un profundo corte, al objeto de obtener la sangre que había empleado como tinta.

La trombonista y los dos directores de orquesta habían acompañado al inspector hasta el borde mismo del piano y observaban ahora cada movimiento del policía en medio de un silencio reverente, como si fueran alumnos de primero de medicina asistiendo a una clase de anatomía. Perdomo se dio cuenta de que Elena Calderón se había llevado la mano a la boca y la mantenía en esa posición, tratando de reprimir el horror que le estaba causando aquella estremecedora visión. Rescaglio, en cambio, permanecía fuera, en el pasillo, cosa que Perdomo entendió perfectamente cuando le informaron de que era el novio de la víctima.

Además de sangre, en la mano derecha había restos de una sustancia rojiza que Perdomo identificó en el acto como polvo de resina. Gregorio le había contado en innumerables ocasiones que el arco de todo violinista debe estar siempre impregnado de este material para que las cerdas no resbalen contra las cuerdas sin producir sonido alguno.

Perdomo reparó en que en la sala no había ni rastro del valiosísimo violín de Larrazábal, y al comentar este hecho con los presentes, Elena Calderón, que estaba deseando alejarse cuanto antes de la escena del crimen, manifestó:

– Debe de estar en su camerino. ¿Quiere que vaya a comprobarlo?

– Sí, por favor -contestó Perdomo-. Y asegúrese también de que mi hijo Gregorio está bajo control.

Mientras la trombonista se alejaba, Perdomo se agachó para examinar de cerca el cuello de la víctima y permaneció en esa posición durante cerca de medio minuto. Luego se incorporó y comento con los directores:

– No hay ningún surco en el cuello, eso ya nos dice algo del modus operandi del asesino.

– ¿Surco? -preguntó Lledó extrañado.

– En los estrangulamientos con cuerda o lazo constrictor, siempre se aprecia un surco alrededor del cuello, pero aquí sólo he podido localizar un hematoma, en la parte lateral izquierda.

– O sea, que la estrangularon con las manos.

– El forense nos lo podrá decir mejor cuando haga la autopsia -le explicó Perdomo-, pero como no hay marcas de delito en cuello, ni huellas de uñas, más bien me inclino a pensar que la estrangularon con el antebrazo.

– ¿Y lo que le han dejado escrito en el pecho?, ¿sabe lo que significa? -preguntó el maestro Agostini.

– Hace un par de años le hubiera tenido que decir que no. Pero como cada vez hay más delitos cometidos por islamistas fanáticos en nuestro país, algunos agentes del Grupo de Homicidios estamos más que familiarizados con el Corán.

– Pues díganos de una vez lo que hay ahí escrito -exclamó Lledó impaciente.

– Es un nombre propio: Iblis, una de las denominaciones que los musulmanes dan al diablo.

Agostini recordó inmediatamente la inquietante conversación que había mantenido antes del concierto con Ane Larrazábal y se la resumió al inspector.

– Existen multitud de nombres para el demonio -dijo-. Baal, que es la talla que vio usted en el violín, es de origen cananeo. Los griegos utilizaron la palabra diabolos,de donde viene «diablo», los árabes emplean iblis a partir del vocablo balasa,«el desesperado». Según el Corán, cuando Alá creó a Adán, ordenó a todos los ángeles que se postrasen ante su nueva criatura. Iblis se negó, porque al estar hecho de fuego y no de arcilla, como el hombre, se creía superior a él. Entonces Alá lo expulsó de su lado, y por eso Iblis es el Desesperado, porque está alejado de Dios, y culpa al hombre de su desgracia.

– Ignoraba que el diablo de los musulmanes fuera tan similar al nuestro -dijo Agostini.

– Similar, usted lo ha dicho. Pero no igual. Iblis no es un ángel, como Lucifer, sino un yinn,un genio maligno, hecho de fuego. Y no se está consumiendo en el infierno, como nuestro Satanás, porque Alá le ha puesto a prueba y ha permitido que circule libremente entre los hombres. Iblis aprovecha la magnanimidad de Alá para tentar a los hombres con ideas pecaminosas y fantasmagóricas quimeras. Aunque los musulmanes están convencidos de que al final acabará en el infierno, claro.

– ¿Cree que el crimen puede tener conexión con el fundamentalismo islámico? -preguntó horrorizado Agostini.

– Es aún muy pronto para emitir juicio alguno -dijo el policía.

– Pero ¿no es posible que este asesinato sea el comienzo de un cambio de estrategia? -insistió el italiano-. Hasta ahora, los terroristas islámicos han buscado matar a la mayor cantidad de gente posible. Pero como las medidas de seguridad internacionales les ponen las cosas cada vez más difíciles, quizá ahora estén tratando de llamar la atención mediante el asesinato selectivo. Ane Larrazábal es famosa en todo el mundo: de su muerte se van a hacer eco los diarios y las televisiones de todos los países.

– Le aseguro que en cuanto lleguen mis colegas del Grupo de Homicidios comentaré con ellos esta posibilidad -respondió el inspector.

– El violín siempre ha estado ligado al demonio -señaló de repente Lledó, que llevaba un buen rato en silencio-. Ya los antiguos griegos creían que cada divinidad estaba asociada a un instrumento. Los aulos, por ejemplo, que eran las flautas primitivas, estaban asociadas a Dionisio (Baco en la mitología latina) y por eso Aristóteles dijo que eran inmorales, porque eran demasiado excitantes. La lira y la cítara estaban ligadas a Apolo, el dios del sol, por eso se creía que tenían propiedades curativas.

– ¿Y el violín?

– El violín, inspector, no se inventó hasta el siglo xvi. Pero se origina a partir de un instrumento de cuerda frotada mucho más antiguo que inventaron los árabes, llamado rabalo,antepasado de nuestro rabel.

– Parece saberlo todo acerca del instrumento -dijo Perdomo con genuina admiración.

– Aunque soy director de orquesta, tengo la carrera de violín -le aclaró Lledó sacando pecho delante de su colega-. En el siglo xvi, los campesinos empezaron a servirse del violín para sus bailes, que los agentes de la Contrarreforma consideraban inmorales y obscenos; de ahí que se lo vincule con el diablo. Y ya mucho antes de Paganini empezaron a circular inquietantes historias sobre los extraños poderes de algunos violinistas.

– ¿Por ejemplo?

– Thomas Baltzar, un virtuoso alemán del siglo xvii. Se cuenta que, después de una exhibición particularmente vistosa con su instrumento, un profesor de música que se hallaba entre el público se agachó para tocarle los pies y cerciorarse de que no tenía pezuñas de carnero, como el Maligno, pues le resultaba imposible aceptar que un ser humano fuera capaz de extraer tales sonidos del instrumento.

El maestro Agostini se sintió en ese momento en la obligación de aportar algún dato al inspector y citó algunas leyendas sobre su compatriota Giuseppe Tartini:

– Fue un violinista del siglo xviii que tiene una sonata llamada El trino del diablo. La obra es tan endemoniadamente difícil que algunos sugieren que la única razón por la que Tartini podía tocarla era porque tenía seis dedos en la mano izquierda.

Fueron interrumpidos en ese momento por los agentes del Grupo de Homicidios de la UDEV (Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta), una brigada de élite de la Policía Judicial que se ocupaba de resolver los casos más complicados o aquellos que se presuponía que podían tener mayor relevancia social. Los detectives, que habían llegado prácticamente al mismo tiempo que el coche zeta de la Policía Nacional, estaban dirigidos por el inspector Manuel Salvador, que acababa de desembarcar en Homicidios, proveniente de la Brigada de Estupefacientes, y que ya había tenido algún roce con Perdomo, a causa de su estilo un tanto chulesco y de sus modales prepotentes.

Sus hombres empezaron a establecer inmediatamente un cordón policial en la zona y avisaron a la comisión judicial formada por el juez instructor, el secretario judicial y el médico forense. Salvador, que llevaba, como era habitual en él, la chaqueta colgada sobre los hombros, se acercó a Perdomo y, actuando como si los dos directores de orquesta no estuvieran presentes, le dijo:

– ¿Qué pinta esta gente aquí?

Perdomo le explicó quiénes eran los músicos y cómo su presencia en el concierto le había permitido a él llegar antes que nadie a la escena del crimen, a lo que su colega respondió:

– ¿Cómo coño permites que haya personas contaminando la escena del crimen? ¡En un caso que ni siquiera es tuyo!

– Nadie ha tocado nada, puedo asegurártelo -le aclaró Perdomo.

El inspector Salvador se dignó mirar por vez primera a los dos directores, y en un tono de voz seco y cortante, manifestó:

– Señores, debo pedirles que se marchen de aquí en el acto. Subinspector, acompáñeles fuera de la sala y tómeles los datos por si yo o Su Señoría necesitáramos hablar con ellos más tarde.

Luego, volviéndose hacia su colega de Homicidios, dijo:

– Yo estoy a cargo de la investigación, Perdomo, así que, si no tienes nada más que decirme, ¿por qué no coges la puerta, te marchas con la música a otra parte y me dejas trabajar?

Perdomo decidió no dejarse provocar por el tono zahiriente de su compañero y comenzó a caminar hacia la salida. Pero antes de abandonar la sala, se volvió hacia Salvador y le preguntó:

– ¿No quieres saber qué significa el nombre que le han escrito en el pecho?

Salvador, que a diferencia de Perdomo no estaba familiarizado con la cultura árabe, se descolgó la chaqueta de los hombros para buscar algo en uno de los bolsillos, extrajo un paquete de chicles de menta, se metió uno en la boca y lo masticó un par de veces antes de responderle:

– Sé lo que significa, Perdomo: la puta madre que parió a los moros, ¿no?

Загрузка...