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Perdomo se presentó en casa de Milagros a la mañana siguiente con el set de colonias y apreció que la mujer tenía casi peor aspecto que la noche en que sufrió la crisis en el Auditorio. Estaba pálida y ojerosa, e incluso parecía haber perdido pelo, como les ocurre a los pacientes cancerosos que se someten a quimioterapia.

– ¿Qué ha ocurrido? -dijo Perdomo sin poder ocultar su desasosiego.

– He sufrido unas pesadillas espantosas durante toda la noche. Me he despertado cuatro veces y cada vez que volvía a dormirme se repetía el mismo sueño.

– ¿Quieres contármelo o prefieres no volver sobre ello?

– Soñaba que me hallaba durmiendo plácidamente en mi cama y de repente me daba cuenta de que había alguien más en la habitación. Al abrir los ojos, pensaba que me había despertado, pero era parte de la pesadilla. Una criatura espantosa, mezcla de duende y demonio, se sentaba sobre mi pecho y no me dejaba respirar. Pesaba cada vez más, hasta que terminaba por aplastarme completamente.

– ¿Has dicho un… demonio?

– Una especie de diablo, sí.

– ¿Sabes que el violín de Ane tenía tatuada la cabeza de undemonio?

– No, no lo sabía.

Perdomo sacó del bolsillo de la americana su cuaderno de notas, en el que llevaba, sujetos con un clip, algunos documentos relacionados con el caso, como la misteriosa partitura hallada en el camerino de Ane, y una foto del violín que le había facilitado Carmen Garralde.

– ¿Quieres decirme si es ésta la criatura que se te apareció en tu pesadilla?

Milagros echó un vistazo a la fotografía y apartó la vista a los dos segundos, visiblemente perturbada.

– Perdona el trago, pero quería estar seguro -se disculpó el inspector tras comprobar, por la reacción de la mujer, que se trataba del mismo personaje.

– ¡No había visto ese violín en mi vida! -aseguró la médium-. En cambio, sí sé por qué mi pesadilla de esta noche tenía que ver con la asfixia. No hace falta haber leído a Proust para saber que los olores están muy relacionados con la memoria. Pues bien, hay una nota en el olor que percibí en el auditorio, como de lavanda, que me retrotrajo desde el principio a uno de los episodios más traumáticos de mi infancia. Mis padres tenían unos amigos catalanes, bastante adinerados, que solían alquilar una casa en la Costa Azul, y un año nos invitaron a pasar el verano con ellos. La villa era preciosa y tenía un jardín en el que habían plantado lavanda. Una tarde, después de comer, el hijo mayor de estos amigos, Xavier, harto quizá de que yo no le hiciera demasiado caso, empezó a torturarme por el procedimiento de colocarme en la cabeza una de esas fundas de plástico con las que se protegían antiguamente los discos de larga duración. Creyendo que estaba haciendo una gracieta, me colocó la funda en la cabeza durante la siesta, y cuando fui a quitármela, él no me dejaba. Estuvimos forcejeando durante un minuto, y estuve a punto de perder la consciencia. Creo que ha sido la vez que más cerca me he sentido de la muerte, ¡y tenía sólo catorce años!

– Suena terrorífico.

– Lo fue. ¿Y no te parece siniestro que el olor a lavanda, que la mayoría de las personas tienen asociado con apacibles paseos por la campiña francesa, a mí me traiga siempre a la memoria aquella estremecedora vivencia?

Tras este breve relato, la médium dejó solo a Perdomo durante unos minutos para ir a atender a su madre, que acababa de despertarse y exigía a grito pelado el desayuno. Durante la espera, el policía se entretuvo curioseando los libros que había en la estantería del salón y vio que Milagros había empezado a acumular una pequeña bibliografía sobre crimen y parapsicología, aunque todos los títulos estaban en inglés, desde Psychic Murder Hunters hasta Real-life Stories of Paranormal Detection. Cuando regresó, Milagros le sorprendió hojeando uno de ellos.

– Casi todo es basura, puedes creerme. Menos un británico que trabaja para Scotland Yard, que me dio buen pálpito, y una rumana de la época de Ceaucescu, que llegó a estar tan cerca del asesino que éste la estranguló.

– Te alegrará saber que no estás sola en el mundo -dijo Perdomo devolviendo el libro a la estantería.

– Sí que lo estoy. Sola, y no alegre. Ya te dije que yo no puedo salir del armario, si me permites la expresión. Soy psicóloga de niños, y sería muy negativo para mi profesión que se supiera que de vez cuando entre en contacto con… lo que sea que hay al otro lado y sufro crisis como la de la pasada noche.

– Eso me tranquiliza, porque yo tampoco saldría muy bien parado si Galdón se enterara de que estoy recurriendo a la parapsicología para tratar de atrapar al asesino -pensó en voz alta el inspector.

Perdomo, que empezaba a sentirse cada vez más cómodo junto a Mila, se percató de que la obligación de mantener su relación en secreto les aportaba un grado de complicidad tan fuerte como el firme propósito de ambos de atrapar al culpable. La mujer se reprochó a sí misma su descortesía al ver que el policía ni siquiera se había quitado la gabardina, y tras colgársela en el guardarropa, preparó un café que ambos degustaron sentados a la mesa de la cocina. Cuando el policía empezó a desplegar su colección de frascos, Milagros preguntó:

– Ahí hay colonias muy caras. ¿Cuánto te ha costado todo el lote?

– Para el sueldo de un policía, es una fortuna, pero estoy jugando con el cálculo de probabilidades. Con que haya un veinte por ciento de margen de que el olor del asesino esté entre éstos, la inversión está más que justificada.

Bajo la atenta mirada del inspector, Milagros empezó a rociarse la muñeca con cada uno de los productos y tras cada vaporización le iba haciendo un gesto negativo con la cabeza. En cinco minutos llegaron a la conclusión de que el que buscaban no estaba entre ellos. Perdomo se levantó mortificado de la silla y exclamó:

– ¡Me está bien empleado! Ha sido como comprar un décimo de lotería y que no te toque. Pero la resolución de un asesinato no puede estar en manos del azar; hay que hacer las cosas bien. ¿Tienes posibilidad de dejar la consulta durante un par de días?

– ¿Cuándo?

– Mañana.

– Imposible. Al margen de consideraciones económicas, a los padres de los críos les contraría mucho cuando empiezo a cambiarles de día las sesiones; son ellos los que tienen que traerlos y recogerlos en mi consulta. Y además, ahora estoy tratando a una niña con ansiedad de abandono permanente a la que no puedo dejar tirada.

– ¿Y el fin de semana?

– Podría ser, siempre que consiga a alguien para que cuide de mi madre. ¿Adónde me quieres llevar?

– ¿Has oído hablar de Rafael Orozco, apodado «El Alquimista»?

– ¿El perfumista? Claro. ¿Dónde vive?

– En la Costa Azul. Estás en tu derecho de negarte: te estoy pidiendo que regreses al lugar donde viviste la más horrible pesadilla de tu vida.

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