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La pareja entró en la gigantesca tienda de instrumentos y, como solía ocurrirle siempre que ponía un pie en aquel lugar, Gregorio fue presa de una especie de trance, originado por la fascinante y variadísima oferta de productos musicales que Scherzando ponía al alcance de aficionados y profesionales. Daban ganas de volver allí con un gigantesco saco de Papá Noel para empezar a llenarlo con partituras, libros e instrumentos, hasta hacerlo reventar. El hechizo que los innumerables escaparates y expositores de la tienda ejercían sobre los compradores no se debía solamente a la abundancia de material -en Scherzando podías adquirir desde una simple púa de plástico para guitarra hasta un clave del siglo xvii-, sino al gusto exquisito con el que todo estaba dispuesto, de tal manera que, aunque por dimensiones y oferta aquella tienda podía muy bien compararse con un hipermercado, la palabra boutique era la más acertada para describir el selecto ambiente que allí se respiraba. Por la megafonía del local estaba sonando música de Boccherini, y Rescaglio se lo hizo notar a Gregorio, comentándole lo mucho que le debía el chelo al músico italiano, que acabó afincado en Madrid.

Cuando Rescaglio fue a abonar su resina, Gregorio comprobó con sorpresa que el italiano le había comprado un juego de cuerdas nuevo para su violín.

– No tengo dinero para pagarlas -dijo cohibido el muchacho.

– ¿No te había dicho que te iba a invitar a algo? Pensaste que era a una Coca-Cola, ¿no? Estas cuerdas son un obsequio de la casa -respondió con su melancólica sonrisa el italiano-. Lo suyo es que te hubiera comprado también cerdas nuevas para el arco, porque he visto que las tienes muy gastadas, pero eso es algo que escapa ya a mi limitado presupuesto.

El muchacho asintió con la cabeza y recordó que cada vez que había que comprar cerdas nuevas para el arco del violín -hay que renovarlas periódicamente porque acaban soltándose de los extremos- su padre bufaba como una plancha de vapor, lamentándose del elevado precio que tenían, y le preguntaba si no las había más baratas.

«Las de nailon o el pelo sintético sólo se emplean en los arcos baratos, papá. A un arco como dios manda hay que ponerle crines de cola de caballo, y sólo de caballo, porque como las yeguas orinan hacia atrás, el ácido úrico debilita los pelos de sus colas y las hace inservibles.»

«Pero no deja de ser pelo de caballo. ¿Por qué es tan caro?»

«Porque tienen que ser caballos criados en zonas frías, para que el pelo sea más resistente. Las que me compra mi profe son de caballos de Mongolia.»

Salieron de la tienda y comprobaron con alivio que ya había dejado de llover. Gregorio, quizá todavía ebrio de los efluvios musicales que había aspirado en la tienda, se sorprendió a sí mismo diciendo al italiano:

– ¿Hace un dueto?

– ¿Ahora?

– ¿Por qué no?

– ¿En la calle?

– O en mi casa. Vivo a dos pasos.

Rescaglio miró el reloj para darse importancia ante el muchacho. Pretendía darle a entender que su agenda, aquella tarde, era complicada, cuando lo cierto es que no tenía absolutamente nada que hacer hasta las diez. Aun así, se hizo de rogar un poco.

– ¿No es un poco tarde?

– No son ni las ocho. Verás, es que mi padre dice siempre que la música es como el tenis: para progresar hay que procurar tocar con gente que es mejor que tú. Y yo siempre toco con Nacho, que (él mismo lo reconoce) es bastante peor que yo. Por eso siempre me encargo de la melodía y él del acompañamiento. Aunque, y no sé cómo se las arregla, a la hora de repartir el dinero siempre se lleva lo mismo que yo.

– ¿No le molestará a tu padre que te presentes de sopetón con una visita? -objetó el italiano, que también sostenía que la música de cámara era esencial para el progreso de un instrumentista.

– Ya te lo he dicho antes. Mi padre está fuera de Madrid, hoy estoy solo en casa, como el niño aquel de la película. Pero si piensas que soy tan malo que te vas a aburrir…

– No se hable más -exclamó Rescaglio-. Y además te aseguro que cuando lleguemos a tu casa te vas a llevar una sorpresa.

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