París, a la hora del concierto
No había sido un buen día para Arsène Lupot, propietario del atelier-lutherie La Muse, uno de los más antiguos talleres de instrumentos de la ciudad.
Lupot, un hombre de sesenta y cinco años con el pelo rizado y canoso que gastaba todavía aquellas obsoletas gafas de pasta negra que estuvieron de moda en los años sesenta, empleaba siempre las mejores maderas para dar vida a los excelentes instrumentos que salían de su taller: abeto de los Alpes italianos de la val di Fiemme para las tapas de la caja armónica -la misma que utilizaba Stradivarius para sus violines- y arce de los Balcanes para las fajas y el fondo. Pero un par de clientes se habían quejado últimamente de la sonoridad de los instrumentos que Lupot les había entregado, y tras casi seis meses de pesquisas, el renombrado luthier había averiguado por fin que, aunque la madera que le estaba llegando de Italia provenía del sitio correcto, las Dolomitas, la empresa Ciabattoni, que le hacía los envíos, no estaba abatiendo los árboles en el momento preciso: para que una madera pueda ser empleada como tapa armónica, el abeto correspondiente sólo puede ser talado si la luna está en cuarto menguante, que es cuando la linfa del árbol ha bajado a las raíces y la madera no tiene tensiones. El gerente de Ciabattoni le había reconocido por teléfono que la empresa tenía tal cantidad de pedidos que se habían visto obligados a talar los abetos en todas las fases de la luna, e intentó restablecer a continuación la confianza con su cliente, prometiéndole que le reintegraría el importe completo de los envíos defectuosos. Pero Lupot estaba tan indignado con la mala fe de los italianos que aquella misma tarde había decidido cortar con ellos para siempre:
– Si tu padre estuviera aún vivo -le dijo Lupot al gerente, aludiendo al venerable Giuseppe, que había fundado en los años setenta la «Ditta Ciabattoni»- esto jamás hubiera ocurrido. Él se movía por amor a la música y a los instrumentos, no por codicia. -Y para desahogarse por completo, antes de colgarle el teléfono, había gritado al italiano-: Vaffanculo, stronzo!
Encontrar un nuevo proveedor no iba a resultarle tarea fácil. Implicaba, por lo pronto, viajar a Italia, entrevistarse personalmente con los responsables de las distintas serrerías para comprobar in situ si eran de confianza y, a ser posible, inspeccionar personalmente los bosques concretos de los que se obtenía la madera.
En 1975, cuando cerró el trato con Ciabattoni, había asistido a la tala de los primeros árboles y había sido testigo del celo exquisito con el que el viejo Giuseppe, ayudado por un guarda forestal, discernía los abetos aptos de los que no servían. Se arrodillaba delante de cada tronco cortado y pegaba la oreja a la madera fresca, mientras el guardia forestal golpeaba el abeto desde el otro extremo con un pequeño martillo. El árbol sólo pasaba la criba si, a juicio de Ciabattoni, la madera «cantaba».
A pesar de que los encargos de nuevos instrumentos se le amontonaban sobre la mesa, Lupot se sintió tan agotado e irascible aquella tarde que decidió tomarse unos días de vacaciones.
El atelier La Muse no solamente se dedicaba a fabricar codiciados instrumentos de cuerda frotada, sino que además organizaba exposiciones de violines y violonchelos antiguos y conferencias sobre el arte de fabricarlos. Hacía meses que el Círculo de Bellas Artes de Madrid le venía insistiendo para que fuera a dar una charla sobre la materia y Lupot decidió no seguir dando largas a los españoles y tomarse unos días de asueto en la capital de España.
Descolgó el teléfono y, aunque era un poco tarde, llamó a sus viejos amigos Roberto Clemente y Natalia de Francisco, un matrimonio que regentaba un taller de violines llamado El Obrador, cerca del Mercado Puerta de Toledo. Los dos eran, como él, unos apasionados de su trabajo y estaba seguro de encontrarlos todavía al pie del cañón, pese a lo avanzado de la hora. Para su sorpresa, le atendió el teléfono el hijo de ambos, Carlos, un joven de unos veinticinco años que echaba una mano a sus padres, de vez en cuando, en la reparación de instrumentos, por más que Dios no le hubiera dado la habilidad manual necesaria para llegar a ser un digno sucesor de su progenitor.
– Hola, Arsène, mis padres han ido a un concierto. ¿Hasta qué hora pueden devolverte la llamada?
– Hasta la hora que quieran; yo sólo duermo tres horas al día. ¿Quién tocaba?
– Ane Larrazábal.
– Fantastique! -exclamó el francés-. Y clienta mía, como sabes.
– Sé que le tallaste un demonio en la voluta porque me lo contó mamá. ¡Dicen que esa chica tiene un pacto con el Maligno, como Paganini!
– ¿Ah, sí? -exclamó Lupot con un deje de socarronería en la voz, pues estaba harto de oír siempre la misma cantilena sobre la violinista.
– ¡Eres un descreído! Pero ¿sabes lo que dice mi padre, Arsène? Que el mayor favor que le ha podido hacer el hombre al demonio es convencerse de que no existe.
– No digas tonterías. ¿Quieres saber de dónde le venía a Paganini su habilidad sobrehumana?
– ¿No fue Satanás?
– Paganini padecía una extraña enfermedad llamada «síndrome de Marfan». Ni siquiera hoy, con todo lo que ha progresado la medicina, existe una cura posible para esta dolencia. Era capaz de tocar tres octavas sin mover la mano, pero el precio que tuvo que pagar no fue al diablo, sino a su propia salud.
– ¿Síndrome de Marfan? Jamás lo había oído nombrar.
– Claro, porque no es una enfermedad de transmisión sexual, que es de lo único que habláis ahora. También pudo tratarse de una enfermedad similar, e igualmente rara, el síndrome de Ehlers Danlos. Sea como fuere, Paganini tenía los dedos anormalmente largos, las articulaciones patológicamente flexibles y los ligamentos tan elásticos que debía tener una extrema precaución con las luxaciones y las dislocaciones. Dicen que Houdini también padeció el síndrome y que por eso era capaz de librarse de las camisas de fuerza con tanta facilidad.
– Con lo literario y lo hermoso que es el pacto satánico y tenéis que venir siempre los enciclopedistas franceses a echar por tierra la magia y el hechizo.
– Pero ¿qué hechizo? Paganini era un miserable. ¿Sabes que cuando estuvo en Londres practicaba con la sordina puesta? Pero no era para no dar la lata a los vecinos, sino para que nadie que no hubiera pasado por taquilla pudiera disfrutar de su arte.
– ¡Qué ruindad!
– Pues déjame que te cuente lo que le hizo a su asistenta inglesa. La pobre mujer le preguntó en cierta ocasión si era posible asistir a uno de sus conciertos en el King's Theatre. Paganini le envió dos entradas, pero a final de mes, cuando le abonó su salario, la criada se encontró con que Paganini le había deducido de su sueldo el precio de las dos localidades.
– Ahora entiendo por qué quieres desmontar lo de su pacto satánico: porque en cierta forma su relación con el Príncipe de las Tinieblas ¡le dignifica!
– ¡Y tanto! En París se puso a toda la prensa en contra por negarse a dar un concierto benéfico. En Londres también le pusieron a caldo por sacar las entradas a la venta a un precio astronómico. Acabaron colocándole el mote de Signor Paganiente.
– Es curioso, ¿sabías que aquí en España se utiliza coloquialmente lo de «paganini» al revés, para designar al primo que corre con todos los gastos?
– Paganiente no sólo era rácano con el dinero, también con su técnica -prosiguió Lupot, ya completamente entregado a la desacreditación del legendario violinista-. Nunca afinaba su instrumento en público, para que no pudieran copiarle la afinación, porque utilizaba diversos tipos de scordature,y tardó decenios en publicar sus obras, para que nadie, salvo él, pudiera tocarlas.
– ¿Hubo alguien que le quisiera?
– Los alemanes y los austríacos le adoraban.
– Me refiero a si tuvo algún amigo.
– Rossini, porque era como él: jugador, mujeriego y bebedor. Y por supuesto, Antonia Bianchi, la mujer con la que tuvo a su único hijo, Aquiles.
– ¿Es cierto que mató a una de sus amantes?
– Es la única historia sobre Paganini que me parece dudosa, quizá porque para matar a un rival hace falta un valor que no creo que él tuviera. Se dice que paseando un día por el Boulevard des Italiens, en París, Paganini vio una litografía en un escaparate titulada Paganini en prisión. Eso le llevó a coger la pluma y a escribir una carta a su amigo Fetis para desmentir la historia. El rumor que corría por la capital francesa era que el violinista había asesinado o bien a su rival amoroso, o bien a su amante y se había tirado ocho años en la cárcel. Él argumentó para defenderse que llevaba dando conciertos de manera ininterrumpida desde los catorce años y que durante dieciséis había sido director musical de la corte de Lucca. Si hubiera sido verdad que había tenido que cumplir una condena de ocho años por asesinato, los hechos hubiesen tenido que ocurrir forzosamente antes de ser conocido por el gran público. Es decir, que Paganini tendría que haber acabado con la vida de su rival o de su amante ¡cuando tenía seis años!
Lupot notó un extraño silencio al otro lado de la línea y pensó que su interlocutor había colgado, pero al cabo de unos segundos escuchó la voz de Carlos que decía:
– Perdona, Arsène. Acabo de oír ruido abajo. Alguien ha entrado en la casa.
– ¿No serán tus padres, que han regresado del concierto?
– Imposible, la primera sesión en el Auditorio Nacional empieza siempre a las siete y media. Es demasiado pronto.
– Si quieres bajar a ver quién es, yo te espero al teléfono.
– ¿Papá? ¿Mamá? ¿Sois vosotros? -preguntó Carlos, apartando la voz del aparato. Luego, en un tono de voz que hizo que a Lupot se le helara la sangre, exclamó-: Dios mío, papá, ¿por qué me miras así? ¿Qué ha pasado?
– Acaban de asesinar a Ane Larrazábal en el Auditorio Nacional. Eso es lo que ha pasado.