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Aunque situada cerca del Madrid de los Austrias, la vivienda de Perdomo no era un magnífico ático como el de Ane Larrazábal, también situado por aquella zona, sino un bajo pequeño, modesto y oscuro.

Si Rescaglio no hubiera sabido que el padre de Gregorio era inspector de policía, hubiera llegado a la conclusión de que aquélla era la vivienda del portero del edificio.

El piso por dentro estaba manga por hombro, porque la asistenta sólo iba un día a la semana y la capacidad de general desorden y suciedad de los dos ocupantes de la casa muy bien podía calificarse de olímpica.

El niño condujo a Rescaglio hasta su alcoba, en una de cuyas paredes había, sujeto con chinchetas como suelen hacer los adolescentes, un póster de Ane Larrazábal tocando el violín.

El italiano no hizo alusión ninguna a su novia fallecida, pero al comprobar la estrechez del espacio protestó:

– Aquí no podemos tocar. ¡Pero si no se puede ni pisar! ¿Qué son todos esos papeles que tienes esparcidos por el suelo?

– Ejemplares de la revista del colegio; los estoy ordenando. La hacemos los alumnos, y yo este año me ocupo de la mejor parte: los pasatiempos.

Ambos desenfundaron los instrumentos en la alcoba del muchacho y dejaron allí los estuches, pero fue en el salón de la casa donde decidieron comenzar su improvisado concierto.

– ¿Quieres que te ayude a colocar las cuerdas nuevas en el violín? -le preguntó Rescaglio.

El chico torció el gesto.

– Es que este violín es prestado. El mío se hizo añicos el otro día. La semana que viene tendré que devolver éste a mi profesor y no quiero que se quede él las cuerdas nuevas.

– Tanto mejor -afirmó el italiano-. Las cuerdas nuevas necesitan por lo menos un par de días para acostumbrarse a la tensión. Si las pusiéramos ahora, íbamos a tener que parar para afinar cada dos por tres. Lo que sí podemos hacer es podar el sobrante de cuerda que le cuelga a este violín del clavijero. ¿Para qué queremos todas estas antenitas, bailando de un lado para otro? En un descuido, hasta me puedes sacar un ojo. Anda, tráeme unos alicates.

– No están. Se los ha debido de dejar mi padre a algún vecino.

– En ese caso, tendré que ir yo a por mi propio instrumental.

El italiano desapareció y regresó al poco con unas enormes tijeras de acero inoxidable.

– Son japonesas; te las recomiendo. Las llevo siempre en la funda del chelo porque las uso para todo: desde para recortarme el moño y la barbita hasta para seccionar las cuerdas del chelo.

Rescaglio cercenó con cuatro tajos certeros los sobrantes de las cuerdas del violín de Gregorio que ahora parecía un bonsái recién podado.

– ¡Parece un violín nuevo! -exclamó satisfecho el chelista-. Y además te invito a que pruebes en tu arco la resina que yo uso, ¡verás qué diferencia!

Mientras Gregorio frotaba el arco con la pastilla de resina que le había ofrecido el italiano, éste se entretuvo tocando una sencilla melodía en el chelo, que llamó la atención del muchacho.

– ¿Qué es eso? Es música china, ¿verdad?

El italiano tardó en responder, como si tratara de agudizar la curiosidad del muchacho hacia aquella curiosa melodía, y siguió deslizando sus dedos sobre el mástil sin soltar palabra. Por fin, le aclaró:

– Japonesa. La pieza se llama Sakura. Es una melodía muy antigua que aprendí de pequeño en Osaka. ¿Te gusta?

– Sí. Aunque es un poco triste.

– Pues no debería serlo, porque es una canción sobre la primavera y el florecimiento de los cerezos.

– Pues es triste.

– Eso es porque la escala pentatónica japonesa es distinta a la china. ¿No te has fijado en que toda la música china suena alegre y en cambio la japonesa no?

El chelista improvisó una melodía china basada sobre la escala pentatónica mayor, que, efectivamente, sonó bienhumorada y casi cómica. A continuación, volvió a tocar Sakura,que, sobre todo en comparación con la melodía anterior, parecía una marcha fúnebre.

– ¿Eres japonés? -preguntó de repente Gregorio, lo que provocó una carcajada a Rescaglio. Éste se llevo los dedos a los ojos para estirárselos, como si fuera un oriental.

– Sí, mira. Mira lo japonés que soy.

– No me parece una pregunta tan extraña -replicó el chico, un poco mortificado por la burla-. Podrías haber nacido allí de padres occidentales y serías japonés por nacimiento.

– Tienes razón, Gregorio, perdona que me haya burlado de ti. Podría haber sido así, pero no lo es. Nací en Lucca, como Boccherini, pero a mi padre, que era un alto capo de Alitalia, le destinaron a Japón cuando yo era muy pequeño y pasé allí toda mi infancia. Todavía tengo muy buenos amigos allí, incluso italianos, y vuelvo casi todos los años.

– ¿Qué vamos a tocar? -El chico ya había terminado deuntar el arco con la resina y se agitaba inquieto en la silla, como un caballo de carreras a punto de ser liberado del cajón de salida-. ¡Me dijiste que tenías una sorpresa para mí!

– ¡Maldición! -exclamó contrariado el violonchelista, después de levantarse a rebuscar en la caja del chelo-. Pensé que tenía la partitura en la funda pero no está. Debí de sacarla el otro día para que me cupiera el concierto de Elgar. ¡Pero no importa! Tienes un oído excelente y lo vas a pillar enseguida.

El muchacho estaba a punto de estallar de curiosidad, pero eso no le impidió hincharse como un pavo real ante el piropo que le acababa de lanzar su interlocutor.

– A ver si conoces esto -dijo por fin.

El italiano comenzó a tocar en pizzicato un insistente y rítmico motivo en tres por cuatro, en el registro agudo del chelo,

Papa PAM PAM / papa PAM PAM / papa PAM PAM

y al segundo compás se dio cuenta de que el chico conocía la tonada.

– ¡Master and Commander!-exclamó éste entusiasmado.

El pasacalle de la banda sonora de Master and Commander era el cuarto y penúltimo movimiento de un célebre quinteto de Boccherini apodado el Quintettino. Ahora se había convertido en mundialmente famosa gracias a la adaptación cinematográfica de la novela The Far Side of the World.

– Entonces, ¿has visto la película?

– Por supuesto. Pero si es un quinteto, ¿cómo es que la pueden tocar solos el capitán y el médico?

– ¿No acabas de tocar tú una canción de los Beatles, que son un cuarteto?

– No se puede comparar, eso es música pop.

– ¿Música pop? ¿Y qué es la música pop? -preguntó divertido Rescaglio.

El niño fue a responder a la pregunta, pero el italiano no le dio opción.

– ¡La música pop no existe, Gregorio! ¡Ni la clásica tampoco! La música es sólo buena o mala, eso es todo. Tanto una como otra están hechas con los mismos ladrillos, y es la manera en que se construye la música, y no los instrumentos que se emplean para interpretarla, lo que debería servirnos para calificarla. ¿Si tocamos a Bach con sintetizador es música pop y si arreglamos una canción de los Beatles para cuarteto de cuerda es música clásica? ¡Vamos a dejar de decir tonterías, por favor!

Hablaba con una mezcla de enfado y hastío, como si ya hubiera tenido que defender aquella postura en multitud de ocasiones y estuviera harto de predicar en el desierto. Gregorio le escuchaba embelesado.

– Cojamos, por ejemplo, este pasacalle de Boccherini: ¿sabes qué es?

– Un ostinato.

– Muy bien, un ostinato. Veo que no pierdes el tiempo en el conservatorio. La pieza de Boccherini es, efectivamente, un ostinato:un bajo que se repite una y otra vez, en ciclos de cuatro compases, a lo largo de no sé cuántos minutos. Y las armonías son tan básicas como las de la más banal de las canciones pop: tónica, subdominante, dominante, tónica. ¿Estás de acuerdo?

El muchacho asintió con la cabeza, aunque con cierta reserva, porque no sabía muy bien adónde quería llevarle el italiano.

– Hay decenas de temas de pop y de rock que están hechos de la misma manera. ¿Conoces «Smoke on the Water»?

Rescaglio agarró el chelo como si fuera una guitarra y empezó a desgranar el inconfundible bajo del tema de Deep Purple. Pero esta vez era evidente por la expresión del chico que éste no conocía la canción, lo que hizo que su interlocutor se llevara las manos a la cabeza.

– ¿No conoces «Smoke on the Water»? ¡Quizá el tema heavy más famoso de todos los tiempos! Está construido exactamente igual que el pasacalle de Boccherini: un ostinato,que es el bajo que te acabo de tocar, alternándose con una melodía que es la que lleva el cantante. Lo que pasa es que los roqueros, al ostinato lo llaman riff,pero es exactamente lo mismo. Un bajo y una melodía, Gregorio, ¿para qué hacen falta cuatro o cinco músicos para tocar dos voces? El capitán y el médico se bastan y se sobran. Anda, vamos a ensayarlo. Esto es lo que tienes que hacer tú.

Gregorio tardó menos de treinta segundos en aprenderse el ciclo de acordes con los que tenía que acompañar a Rescaglio, y una vez que ambos hubieron rasgueado el ostinato tres veces, el italiano expuso con gracia y energía la melodía del Quintettino. Al volver al ostinato,y sin dejar de rasguear, Rescaglio dijo, elevando un poco la voz para que fuera audible sobre la música:

– ¿Te atreves a coger tú ahora la melodía?

Para su sorpresa, el muchacho se lanzó, sin pensárselo dos veces, a tocar la compleja melodía de Boccherini, plagada de síncopas, tresillos y apoyaturas, y aunque es cierto que no la interpretó al pie de la letra, salió del paso como si estuviera leyendo la partitura por primera vez, en lugar de estar tocando de memoria. Rescaglio no podía dar crédito a la habilidad del chico:

– ¡Qué buen oído tienes, mascalzone!

Niño y adulto estuvieron intercambiándose la melodía durante varios minutos, y a cada compás el grado de compenetración entre ellos iba creciendo. Una vez que se aproximaron al final, el italiano advirtió:

– ¡Ojo, ritardando!

Y los dos músicos cayeron al unísono sobre el acorde de tónica con la precisión del bisturí de un neurocirujano.

– Tenemos buena química -admitió Rescaglio mientras comenzaba a destensar el arco-. A ver si tenemos oportunidad de volver sobre esta pieza en otra ocasión, pero ya con partitura.

– ¿Ya te tienes que ir?

– Sí, he quedado con unos amigos -respondió el italiano, y esta vez le estaba diciendo la verdad-. A ver si encuentro unos arreglos para cuerda de canciones de los Beatles que compré hace años en Tokio, porque es mejor que te acostumbres a aprenderte las piezas con el pentagrama delante.

– ¿Sabes que a mi padre también le encantan los Beatles?

– Entonces tu padre es un sabio -manifestó Rescaglio-. Los Beatles son músicos clásicos. ¡Músicos clásicos que tocan con instrumentos eléctricos!

El italiano levantó el chelo y aflojó la rosca que bloquea la espiga del instrumento, para introducirla dentro de la caja armónica. Una vez que la pica desapareció en las entrañas del violonchelo, Rescaglio volvió a apretar la rosca, pero no lo suficiente, porque la espiga se deslizó bruscamente hacia fuera, como la hoja de una navaja automática, y a punto estuvo de entrar en contacto con el párpado derecho de Gregorio, que echó bruscamente la cabeza hacia atrás para evitar el impacto.

– ¡Lo siento! ¡Por poco te dejo tuerto! -se lamentó Rescaglio.

Visiblemente turbado, el chelista volvió a meter la pica dentro del chelo y esta vez la aseguró con fuerza con la rosca correspondiente, para evitar que se repitiera el accidente.

– Esta punta metálica es un peligro -se recriminó a sí mismo el italiano-. Tengo que ponerle ya el taco de goma. Lo llevo en la funda, pero se lo quito siempre, porque en mi casa la espiga resbala contra el parquet y así es incomodísimo tocar.

Rescaglio guardó por fin el chelo en su estuche y tras despedirse del muchacho se perdió en la noche madrileña.

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