A menos de un kilómetro de allí, el inspector de Homicidios Raúl Perdomo, adscrito a la Brigada Provincial de la Policía Judicial de Madrid, intentaba desesperadamente encontrar un lugar para aparcar el vehículo en el que él y su hijo Gregorio, de trece años de edad, estudiante, en sus ratos libres, de cuarto año de violín en el Conservatorio Superior de Música, se dirigían al Auditorio Nacional para asistir al concierto de Larrazábal.
Juana, la madre de Gregorio y esposa de Perdomo, había fallecido hacía año y medio en un accidente de submarinismo en el mar Rojo, y aunque lo más devastador para el niño había pasado ya, el inspector había comprobado que éste procuraba evitar hablar de su madre cuando su nombre salía a relucir accidentalmente en alguna conversación, e incluso le había pedido que cambiase el papel tapiz de su ordenador, que era una fotografía en la que aparecía ella sonriendo. Era la primera vez que padre e hijo asistían juntos a un concierto y también la primera vez que Perdomo se enfrentaba al solemne y reglamentado mundo de la música clásica. La madre de Gregorio, que descendía de aquel legendario Pablo Sarasate que encandiló con su violín a los melómanos de medio mundo a mediados del siglo xix, había inculcado en su hijo el amor por este tipo de música, pero siempre habían sido la propia Juana o, en su delecto, los padres de ella, quienes habían acompañado a Gregorio al Auditorio. Tras el fallecimiento de ésta, el niño no había vuelto a expresar deseos de escuchar música en vivo, pero hacía diez días -y para Perdomo era un signo de clara mejoría en la elaboración del duelo del chico- Gregorio había pedido a su padre que le consiguiera entradas para escuchar a la diva del momento, la gran Ane Larrazábal, por quien el niño sentía verdadera debilidad. La broma le había costado al inspector doscientos euros por butaca en la reventa.
A punto ya de entrar en el Auditorio, al inspector se le veía preocupado por la posibilidad de no estar a la altura de las circunstancias durante el concierto, ya que el rígido protocolo de las veladas sinfónicas le era totalmente desconocido.
– Esta noche estoy en tus manos, Gregorio. Me tienes que decir hasta cuándo hay que aplaudir.
– No te preocupes, papá: no pienso dejar que hagas el ridículo.
– Muchas gracias, hijo.
– No, si no es por ti, es por mí. No sabes la vergüenza que se pasa cuando alguien aplaude a destiempo y le mira todo el público.
– Eso es lo que hay que tratar de evitar.
– Lo primero que tienes que saber es que, al principio, antes siquiera de que empiece la música, se aplaude dos veces: la primera cuando entra el concertino.
– ¿Qué es eso? -dijo Perdomo antes de soltar una blasfemia contra una cincuentona que le acababa de quitar una plaza de aparcamiento. Amenazaba lluvia y todo el mundo parecía haberse puesto de acuerdo para sacar el coche aquella tarde.
– El concertino es el primer violín -le aclaró Gregorio, un tanto avergonzado por lo maleducado que podía llegar a ponerse su padre cuando estaba al volante-. En España se le llama «concertino», no me preguntes por qué. Es una especie de ayudante del director de orquesta. Una vez que han entrado todos los músicos, llega él o ella, porque muchas veces es una chica, y le dedicamos un aplauso.
– ¿Y después?
– El concertino ordena al oboe que toque el la con el que afina toda la orquesta. Es una nota muy alargada que suena así: laaaaaaaaaaa.
– Aplauso entonces también para el oboe, ¿no?
– No, papá. Al oboe no se le aplaude.
– ¿Al concertino, que no toca, se le aplaude, y al oboe, que toca, no? ¿Estás seguro?
– ¡Papá, por favor! -dijo el niño para poner fin a las apostillas del padre-. La segunda vez que se aplaude antes de que empiece la música es cuando entra el director de la orquesta. Esta noche entrará solo, porque la orquesta tiene que tocar primero la obertura de Mozart. Ordenará a toda la orquesta que se ponga en pie, para que los músicos compartan con él la ovación; luego nos dará la espalda y empezará la música.
– ¿Cuánto dura la obertura esa? -dijo Perdomo, aterrorizado ante la posibilidad de empezar a aburrirse desde el primer minuto.
– No te preocupes, te gustará. Es música divertida, como de comedia. Cuando termine la obertura, aplaudimos y el director abandonará el escenario un instante. Pero volverá a entrar enseguida con Ane Larrazábal, para el Concierto de Paganini. Ahí, aplauso atronador, porque Ane se lo merece todo, es una megacrack.
– Debe de serlo, a juzgar por lo que me han costado las entradas.
– Es una caña, papá, tu dinero está bien invertido. Mi profe dice que aquí en España no la valoramos lo suficiente, pero que si estuviéramos en Francia o en Alemania ya habrían puesto su nombre a una calle.
– ¿Qué más cosas tengo que saber para no meter la pata? ¿Voy bien vestido?
– No vas mal. ¿Has dejado la pipa en casa?
– Claro. ¿Quién te crees que es tu padre, Billy el Niño?
– Por supuesto, el móvil apagado.
– Eso no hacía falta que me lo dijeras.
– Durante la música no se aplaude. Aunque te guste mucho un pasaje y ya verás qué pasada de cadenza se va a marcar Ane esta noche, no se te ocurra ni respirar. Nada de mecheritos, ni de saltos, ni de llevar el ritmo con los pies.
– ¿Qué es la cadenza,hijo? No me asustes.
– Es la parte en que la orquesta deja solo al violinista para que se luzca con pasajes dificilísimos. No se te ocurra aplaudir al final de la cadenza,aunque hayas flipado en colores.
Perdomo permaneció un momento en silencio, tratando de asimilar las instrucciones de Gregorio, y luego dijo:
– No entiendo cómo a un hijo mío le puede gustar tanto este mundo. Eso de saber siempre lo que va a pasar no me convence. En un concierto de rock, no sabes ni qué van a tocar los músicos; todo te sorprende desde el primer minuto.
– Papá, en muchos conciertos de rock, no sabes qué están tocando ni siquiera cuando ha empezado la música.
Padre e hijo callaron de nuevo, quizá porque veían cada vez más lejana la posibilidad de encontrar un sitio para aparcar, hasta que Gregorio dio un respingo y dijo:
– ¡Déjalo detrás de ese contenedor de vidrio!
– Ahí está prohibido. Es mejor ir al aparcamiento.
– El aparcamiento está lejísimos y va a empezar a llover. Déjalo ahí.
– No puedo, Gregorio. Seguro que ahí me ponen un multazo.
– No papá, ahí nunca ponen multa.
– ¿Cómo lo sabes?
Al ver que su hijo tardaba en contestar, Perdomo apartó la vista de la calle para mirarle y comprobó que le había cambiado la expresión y tenía los ojos humedecidos.
– ¿Cómo sabes que ahí no ponen multa? -volvió a preguntarle su padre.
– Porque era el sitio donde aparcaba siempre mamá. Lo llamaba «mi escondrijo».