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Las sombras habían descendido ya sobre la bahía de Niza, llamada «des Anges» no por los ángeles celestiales, sino porque sus aguas estaban infestadas de peces ángel, anges en el idioma de Niza, una curiosa variedad de escualo más parecida a la raya que a los tradicionales tiburones. La luna menguante apenas permitía a Caffarelli atisbar a lo lejos las velas de los barcos amarrados en el puerto de Niza, que parecían inquietantes fantasmas marinos suspendidos sobre las cálidas aguas de la Riviera.

El canónigo y su ayudante no intercambiaron palabra alguna durante el trayecto, aunque Paolo recibió una severa mirada de reprobación cuando se detuvo, durante breves segundos, para admirar los turgentes senos de una ramera que le había lanzado un par de requiebros al pasar ante ella.

La casa de Paganini no era ostentosa y la puerta no tenía siquiera llamador, lo que recordó a Caffarelli que el músico no estaba atravesando su mejor momento económico. Si de verdad el violinista se había embarcado en la compraventa de instrumentos musicales, el negocio no le estaba reportando aún los dividendos esperados.

Tras dos vigorosos golpes en la puerta, propinados por el fornido monaguillo, fueron invitados a pasar al interior de la casa por una mujer ya entrada en años, que debía de ser el ama de llaves, por más que Caffarelli no entendió una sola palabra de las que empleó para darles la bienvenida, ya que la anciana hablaba el nizardo más cerrado que el canónigo hubiera escuchado en su vida.

– Caga acelgas -susurró el ceñudo Paolo al oído de Caffarelli, cuando oyó expresarse a la buena mujer.

Al oír este insulto, con el que los no nativos suelen denigrar a los nizardos, ya que el plato más famoso de su cocina es la tortilla de acelga, Caffarelli se llevó un dedo a la boca para ordenar al monaguillo que permaneciese callado.

Cuando iniciaron la penosa ascensión de la escalera que conducía al piso superior, en el que yacía el moribundo Paganini -penosa por la lentitud exasperante con la que el ama de llaves se iba encaramando a cada escalón-, Caffarelli sintió una náusea repentina, provocada por la atmósfera hedionda que se respiraba en la casa. No era ni siquiera el olor de la muerte, que el canónigo conocía de sobra, sino algo aún más terrorífico para aquellos susceptibles de contagiarse, que es el hedor de la enfermedad. El malestar le hizo llevarse un pañuelo a la cara para tratar de filtrar aquel aire emponzoñado y aún hubiera sido mayor de haber conocido entonces algunos detalles de la vida de Paganini de los que tuvo noticia.

Tras casi un minuto de cachazuda ascensión hasta el piso superior, Caffarelli y el monaguillo llegaron por fin a un largo pasillo, al fondo del cual divisaron la habitación del desahuciado, cuya puerta se encontraba entreabierta. Antes de que pudieran acceder a ella, apareció la figura nerviosa, casi eléctrica, de Achille, que sin duda había podido escuchar cómo se acercaba la comitiva, pues aquel suelo de madera crujía como el casco de un viejo galeón.

Pax huic domui. Et omnibus habitantibus in ea -le saludó el eclesiástico.

Pero el hijo de Paganini, al no ver al obispo, ni siquiera respondió al saludo y se puso inmediatamente de mal humor.

– Su Ilustrísima está casi ciego -se disculpó el canónigo-, y como antes de suministrar la extremaunción al enfermo hay que confesarle por escrito…

Siguió una tirante conversación, en el umbral mismo de la alcoba del moribundo, durante la cual Achille llegó a exigir que el monaguillo regresara de inmediato al palacio episcopal para decir a Galvani que su padre solamente se confesaría con él.

– Si el obispo no puede leer, ya se las arreglará mi padre para hacerse escuchar en confesión. ¡Pero un caballero de la Espuela de Oro no puede morir ungido por un simple canónigo!

«¿Un simple canónigo? -pensó Caffarelli-. ¿Acaso este exaltado ignora que soy doctor en derecho canónico y que, a todos los efectos, se me considera la mano derecha del obispo y su asesor jurídico?» Pero no dijo nada para no empeorar las cosas.

En tono desabrido, aunque algo más contenido, Achille les explicó que la afección de garganta de su padre -un cáncer de laringe- no le había impedido en otra ocasión decisiva comunicarse, a través de él, con el gran Hector Berlioz, al que había ido a ver dirigir en París la obra Harold en Italia.

Caffarelli escuchó con atención el relato de aquel histórico encuentro entre los dos genios, y luego, empleando el tono más diplomático posible, para no enojar aún más a su interlocutor, le aclaró que una confesión no podía llevarse a cabo de esa manera, pues se trataba de un diálogo privado entre el creyente y el sacerdote.

De mala gana, el hijo de Paganini se dio por vencido y permitió al eclesiástico y a su ayudante que se adentraran a la alcoba, donde yacía el legendario violinista.

Los aposentos de Paganini eran gigantescos; Caffarelli calculó que debían de ocupar al menos media planta de la vivienda. Las paredes estaban llenas de carteles de los conciertos más importantes que había dado el virtuoso hasta su retirada forzosa por enfermedad: Viena, Londres, París, Manheim, Leipzig, Berlín, Moscú. Prácticamente no había habido rincón de la vieja Europa en el que el músico no hubiera deslumbrado a los creyentes con sus composiciones endemoniadas y su dramática puesta en escena, que incluía el seccionamiento de tres de las cuatro cuerdas de su violín, para mostrar a un auditorio, ya entregado en cuerpo y alma, lo que podía hacerse con una sola.

Caffarelli era un discreto ejecutante de órgano y sintió de súbito un respeto reverente -y también una profunda envidia- al ver plasmada en imágenes la deslumbrante carrera artística de aquel genio. Además de carteles, el canónigo advirtió que en las paredes había también cuadros y numerosas caricaturas del violinista, pues sus gestos desmesurados, sus facciones acentuadas y grotescas y su figura a la par desgarbada y elegante, constituían una auténtica golosina para los artistas gráficos.

Pero en medio de todo aquel despliegue destacaba, como una piedra preciosa entre bisutería, el magnífico retrato que le había hecho el pintor Eugène Delacroix en los años treinta.

A pesar de ser un óleo relativamente pequeño para una efigie de cuerpo entero -el cuadro medía 45 por 30 centímetros-, poseía un magnetismo indiscutible, en el que la figura febril y demoníaca del virtuoso tocando su instrumento destacaba sobre un fondo neutro: como si un cañón de escenario estuviera resaltando su figura macilenta en plena actuación. Caffarelli se percató de que en el cuadro de Delacroix, a diferencia de lo que ocurría con otros retratos de Paganini, el músico no miraba al espectador con ojos demacrados y calenturientos, sino que mantenía la miraba baja, con los ojos entrecerrados, para transmitir una sensación de concentración absoluta en la música que estaba tocando en ese momento.

Con un ligero codazo, el monaguillo llamó su atención hacia otro rincón de la estancia, en el que había colgados varios instrumentos musicales, entre ellos el fantástico Stradivarius que le había regalado Pasini, un pintor de paisajes de Parma, tras una célebre apuesta. A Caffarelli no le gustó la mirada embrutecida y codiciosa con la que el monaguillo contemplaba aquellas auténticas joyas musicales, y con un enérgico gesto le ordenó que fuera desplegando toda la parafernalia de objetos religiosos que intervienen en el sacramento de la extremaunción.

La cama en la que se suponía que yacía postrado Paganini estaba vacía, o al menos eso fue lo que les pareció al canónigo y a su ayudante en un primer momento: a causa de la deshidratación y de la dificultad para ingerir alimentos, Paganini había menguado hasta el punto de que apenas hacía bulto entre las sábanas. Hasta tal extremo era indistinguible su figura en medio de aquel espacioso lecho que el canónigo llegó a preguntar a Achille:

– Hijo, ¿dónde está tu padre?

Por toda respuesta, el joven se acercó al lecho del enfermo y, retirando las sábanas hasta media cama, dejó al descubierto, enfundado en un camisón blanco en el que eran visibles pequeñas manchas de sangre reseca, un cuerpecillo exangüe que movía a compasión. Tal como había imaginado Caffarelli, la sífilis había hecho mella en el rostro y las manos del músico, que presentaba numerosas llagas en su piel, completamente ajada por la edad y los padecimientos de los últimos años.

– Ha estado tomando mercurio desde hace tiempo -les informó Achille-. Se lo recetaron para combatir la sífilis, pero es evidente que ha sido peor el remedio que la enfermedad. Mírenlo, pobre padre mío: ha perdido todos los dientes, y es a causa de ese metal maldito.

Achille fue interrumpido por un brusco acceso de tos del moribundo, que duró casi medio minuto. Después pudo continuar:

– La tos ha sido otra de las constantes en los últimos años. Para contrarrestarla le aconsejaron opio, aunque aún peor ha sido el abuso continuo de laxantes de todo tipo, a los que se hizo adicto. Decía que le servían para expulsar los venenos ocultos que tenía en el cuerpo.

– ¿Dónde está el médico? -preguntó extrañado Caffarelli, al ver a aquel pobre diablo abandonado por completo a su suerte.

– Supongo que pasándoselo en grande, en algún burdel de la ciudad -respondió el hijo consternado-. Vino a visitar a mi padre esta mañana y al no poderle sangrar porque ya no le queda ni una gota en las venas, afirmó que él ya no podía hacer nada y que llamara al obispo para ungirle con los santos óleos.

Mientras hablaban, el monaguillo había acercado a la cama de Paganini una pequeña mesa que le facilitó el ama de llaves y que cubrió con un lienzo blanco inmaculado. Sobre la mesita colocó un crucifijo, flanqueado por dos velas de cera, un platillo con agua bendita y un ramito de palma que iba a hacer las veces de hisopo. Tras encender las velas, Paolo pidió al ama de llaves que dejara también sobre la mesa un vaso con agua corriente, una cuchara y una servilleta limpia.

Caffarelli se arrodilló entonces frente a la mesita y, tras colocar sobre ella la bolsa que contenía la Sagrada Forma, se incorporó y comenzó a rociar la habitación con agua bendita. Tras la aspersión, el canónigo pronunció una breve oración, durante la cual tanto Achille como el ama de llaves fueron invitados a arrodillarse:

Domine Deus, qui per apostolum tuum Iacobum…

El monaguillo colocó entonces sobre la mesa, además de la botellita con el santo óleo de la unción, un platillo con seis bolas de algodón absorbente con las que enjugar el aceite sagrado, y otro con una rebanada de pan cortada en cuadradillos y una rajita de limón, para que el sacerdote pudiera limpiarse los dedos tras haber administrado el sacramento.

Concluido este ceremonial, el eclesiástico hizo saber al hijo de Paganini que todo el mundo debía abandonar ya la estancia, pues había llegado el momento de oír en confesión al moribundo. Achille se acercó a su padre y, tras susurrarle algunas palabras al oído, le puso en las manos una pequeña pizarra y una tiza para que pudiera comunicarse con el sacerdote.

La puerta de la habitación se cerró a espaldas de Caffarelli con un chirrido siniestro, y el eclesiástico se quedó a solas por fin con el moribundo.

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