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Desde el instante mismo en que Elena le reveló que Georgy Roskopf usaba la colonia Hartmann, el inspector Perdomo pensó en tender una trampa al ruso, aunque fue el subinspector Villanueva, con el que se vio obligado a compartir la información, ante la imposibilidad de actuar totalmente en solitario, quien dio forma concreta a ese engaño.

Lo primero que hizo a la mañana siguiente después de la cena -de la que Elena se había despedido con un prometedor beso en los labios- fue ponerse en contacto con Mila, con la que no había vuelto a hablar desde que regresaron de Niza.

– Parece que todos tus esfuerzos pueden dar fruto muy pronto -le dijo, sin aportarle ningún dato más.

– Ya te dije la primera vez que viniste a verme que cuando funciona, funciona -respondió la mujer, cuya voz sonaba visiblemente más animada-. ¿Hay ya algún detenido?

– Quizá esta noche. ¿Qué tal estás tú?

– Mucho mejor. Aunque llevo soportando a mi madre desde que volvimos: me reprocha que la haya dejado abandonada. La capacidad de algunos ancianos para crearte sentimientos de culpa es ilimitada.

– Te iré contando lo que pueda a medida que se vayan desarrollando los hechos -le dijo el policía antes de despedirse.

El plan de Perdomo, del que no dio parte al comisario Galdón para no tener que revelarle que la pista la había suministrado una médium, consistía en que el subinspector Villanueva se hiciera pasar por un chantajista. Éste llamaría a Roskopf para decir que sabía que él había cometido el crimen y que quería dinero a cambio de no alertar a la policía. Si el ruso acudía a la cita con el supuesto extorsionador, querría decir que tenía el violín y que había estrangulado a Ane. Si no acudía, tampoco podía descartarse su culpabilidad, puesto que podría no presentarse por miedo o desconfianza. En ese caso habría que seguir presionándole por otros medios. Desde luego, podría producirse una tercera eventualidad, que era la de que el ruso decidiese darse a la fuga, lo que equivaldría también a una declaración de culpabilidad en toda regla. Perdomo no era muy partidario de estas celadas policiales, pero estaba dispuesto a hacer una excepción en ese caso, porque el juez nunca hubiera emitido un auto de detención fundamentado en una percepción extrasensorial. Si el ruso había cometido el asesinato, nadie le había visto hacerlo, y la única manera de ponerlo a disposición judicial era que él mismo confesase su crimen por el procedimiento de autodelatarse. Y había otro elemento a favor de este garlito policial: un cincuenta por ciento de las veces, las trampas daban resultado. Villanueva le recordó que el mes anterior, sin ir más lejos, agentes de la Brigada del Patrimonio Histórico habían detenido a un buscadísimo falsificador de cuadros haciéndose pasar por la persona a la que el delincuente quería vender la pintura, el mítico coleccionista Antonio López-Serrano.

El subinspector Villanueva mantuvo con Roskopf una conversación breve pero tensa. Perdomo estaba escuchando desde otro teléfono y el diálogo fue grabado en un disco duro.

– ¿Georgy Roskopf?

– Sí, ¿quién es?

Al otro lado de la línea se oía un guirigay de instrumentistas de viento, calentando antes de un ensayo. Perdomo sabía perfectamente dónde se encontraba el ruso, un conocidísimo local de ensayo llamado La Atalaya, que alquilaba sus salas por horas. Desde primera hora de la mañana había un par de hombres siguiéndole los pasos para evitar que el presunto asesino se les escurriera entre los dedos. El policía se estremeció al pensar que Elena Calderón pudiera estar entre los músicos.

– Mi nombre no importa -dijo Villanueva-. Sé que lo hiciste tú porque la noche del crimen te vi salir de la Sala del Coro.

El teléfono empezó a hacer ruidos extraños, señal de que el tuba se estaba moviendo, tratando de dejar atrás aquella torre de Babel musical que le impedía enterarse del diálogo.

– Perdón -dijo el ruso cuando logró encontrar un lugar apartado desde el que hablar-. No le escuchaba. ¿Quién me ha dicho que es?

El subinspector Villanueva le repitió la frase palabra por palabra y el ruso contestó, en tono tranquilo:

– No sé de qué me habla, señor. ¿Qué es lo que quiere?

– Veros a los dos. A ti y al violín. Porque tienes el violín, ¿no?

El tuba no contestó. Debía de estar conteniendo el aliento, ya que ni siquiera se le oía respirar.

– Te espero hoy a medianoche en la plaza que hay frente a la Sala Sinfónica del Auditorio -continuó el policía-. Trae el Stradivarius: será el precio que tendrás que pagar para que no vaya a la policía. Si te ha quedado claro, repíteme la hora y el lugar de la cita. Vamos, quiero oírte.

Pero el ruso no respondió, sino que colgó el teléfono tras mascullar po'shyol 'na hui!,una blasfemia rusa que horas más tarde el intérprete de la UDEV logró traducir como el «¡que te follen!» castellano.

– ¿Tú crees que sabe algo? -preguntó Perdomo al subinspector Villanueva cuando se interrumpió la comunicación.

– Es difícil mojarse -respondió el policía-. Parecía más cabreado que asustado. Igual ha pensado que se trataba de una broma-. ¿Mantenemos el operativo de esta noche?

– Por supuesto -afirmó Perdomo-. Imagínate que el ruso acude a la cita y nosotros nos quedamos en casita. No podría imaginar un ridículo de mayores proporciones.

Cuando el subinspector iba a abandonar el despacho, Perdomo le dijo:

– Buen trabajo, Villanueva. Pero si te vas de la lengua con Galdón, todo esto no habrá servido para nada.

– Tranquilo, hombre. Soy tan ambicioso como el que más, y si esto da resultado, también yo podré colgarme la medalla. Y si no funciona, lo único que habré perdido será un par de horas pasando frío en la calle.

A las once de la noche, Perdomo y Villanueva montaban guardia en el interior de un vehículo aparcado en las inmediaciones de la plaza de Rodolfo y Ernesto Halffter, que era donde estaba la entrada a la Sala Sinfónica del Auditorio. Otro agente más se había camuflado en una de las salidas del aparcamiento, que también daba a la misma explanada. Dado que allí la luz seguía brillando por su ausencia, su figura era prácticamente indetectable.

El inspector Perdomo había imaginado que, si la celada tenía éxito, él o alguno de sus hombres verían llegar al ruso alrededor de la medianoche; pero lo último que habría sospechado es que oiría su voz antes siquiera de establecer contacto visual con él.

Pero eso fue exactamente lo que ocurrió.

A las doce y un minuto, una serie de angustiosos alaridos, que tenían más de bestiales que de humanos, sacudieron a los policías del letargo en el que les había sumido aquella incierta e interminable espera. Al levantar la cabeza vieron a un hombre, que Perdomo no tuvo dificultad en identificar como a Roskopf, correr desesperadamente en dirección al vehículo en el que estaban. Tenía la cara desencajada por el pánico y lanzaba continuas miradas hacia atrás, por lo que se dieron cuenta de inmediato de que estaba huyendo de algo. Comoquiera que el propio cuerpo del ruso les impedía ver a su perseguidor, el inspector Perdomo salió a toda prisa del coche, revólver en mano, justo a tiempo para asistir a los últimos metros de aquella agónica cacería.

Roskopf estaba huyendo de un perro.

Aquel endiablado animal que había estado a punto de saltarle al cuello la noche en que él y Milagros fueron al Auditorio corría ahora enloquecido en dirección a su nueva presa, a la que estaba a punto de dar alcance, pues le iba ganando terreno por segundos. La velocidad del animal era asombrosa -Perdomo calculó que en torno a los cincuenta kilómetros por hora-, lo que sumado a su peso, que no debía de bajar de los sesenta kilos, lo convertía en un auténtico proyectil viviente, con sobrada capacidad no sólo para derribar al hombre, sino también para lanzarlo como un pelele a una docena de metros de distancia. El policía se dio cuenta de que si el perro chocaba contra Roskopf, éste podría quedar gravemente malherido solamente del impacto contra el suelo.

Los ojos de aquella bestia parecían emitir un resplandor infernal en la penumbra. Justo en el momento en que el perro inició el salto para derribar a Roskopf, el policía le disparó una vez y el animal saltó en el aire como si hubiera pisado una mina, emitiendo un horrendo gemido. Luego cayó, seco, al suelo y quedó tendido, sobre su propio charco de sangre, mientras se convulsionaba de dolor y rabia, babeando una espuma de color rojizo; su agonía fue muy breve, porque Villanueva lo remató en el suelo, de otro certero disparo en la cabeza.

El ruso siguió corriendo a toda velocidad durante unos pocos metros más, como si no hubiera advertido que el animal había sido derribado, y luego empezó a perder fuelle hasta que se detuvo por completo. Finalmente, se llevó las manos al pecho, emitió un quejido lastimoso y cayó fulminado sobre la acera. Perdomo y el subinspector Villanueva se apresuraron a socorrerle, pero Roskopf, en cuyo rostro eran todavía visibles las huellas del pánico que acababa de experimentar, estaba ya más muerto que vivo.

– ¿Dónde está el violín? -le preguntó el policía, al ver que no lo llevaba consigo.

Pero el ruso no le contestó. Antes de cerrar los ojos para siempre, Roskopf sólo acertó a murmurar:

– Ella… iba a morir de todos modos.

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