38

Perdomo no aguardó ni siquiera veinticuatro horas para telefonear a Milagros Ordóñez. Le confesó que, aunque había varias líneas de investigación abiertas, el asesinato de Ane Larrazábal era tan prioritario para la UDEV que sus superiores le habían ordenado «que no desdeñase ningún tipo de ayuda». La frase -que nunca había sido pronunciada por Galdón- era lo suficientemente ambigua para dar a entender a la médium que él actuaba por mandato ajeno, lo cual le permitía salvar la cara y seguir aparentando escepticismo; pero al mismo tiempo no dejaba claro si el comisario Galdón había dado instrucciones específicas sobre su incorporación al caso. El inspector le preguntó, tal como le había recomendado su amigo Albert, de qué manera concreta creía ella que podía contribuir a arrojar alguna luz sobre la investigación, y Milagros le explicó que, por sus experiencias anteriores, lo que podía proporcionarles más dividendos sería la visita al lugar del crimen.

Perdomo no mencionó sus pesadillas, ni se permitió coquetear con ella en ningún momento, porque quería dar a aquella llamada un carácter estrictamente profesional. Antes de quedar citado con ella para aquella misma noche en el Auditorio, Perdomo hizo hincapié en lo importante que era mantener discreción absoluta; pero la mujer volvió a recordarle que la primera interesada en que su faceta paranormal no saliera a la luz era ella misma.

Perdomo y Milagros Ordóñez llegaron al Auditorio Nacional a las once de la noche, ya que la parapsicóloga había hecho saber al policía que, por alguna razón que no alcanzaba a entender, su receptividad a los estímulos extrasensoriales solía ser mayor después del crepúsculo.

– Tal vez es porque mi madre me trajo al mundo a medianoche -se limitó a comentar por teléfono, a modo de única explicación.

Aunque el inspector había advertido al jefe de seguridad del Auditorio que se iba a personar en el edificio a una hora muy avanzada, lo cierto es que el gerente ya le había informado días atrás de que entre semana siempre había actividad, por más que a veces fuera meramente administrativa, entre las ocho de la mañana y la una de la madrugada. Tal despliegue de personal era lógico, teniendo en cuenta que la sala de conciertos madrileña era una triple sede que daba cobijo a las infraestructuras de la Orquesta Nacional de España, de la JONDE (la versión juvenil de la orquesta) y del propio Auditorio.

Sin embargo, al llegar a la puerta principal, que miraba a la plaza Halffter, el edificio les dio la impresión de haber sido abandonado, ya que no se filtraba luz alguna del interior. La propia plaza ofrecía un aspecto sombrío y mortecino, debido al hecho de que las farolas no estaban encendidas. Perdomo nunca había llegado a explicarse la razón por la que, en pleno siglo xxi, y en la capital de la octava potencia del mundo, había veces en que la iluminación de una calle entera desaparecía por completo durante toda una noche y sin que mediara una causa de fuerza mayor, como un atentado. ¿Era concebible que a algún funcionario municipal se le olvidara, de cuando en cuando, accionar el interruptor que activaba el alumbrado público de determinadas zonas de Madrid? El inspector pensó que España -y tal vez Italia- eran los únicos países de la Unión Europea en los que algo tan chusco podía llegar a suceder.

– Parece que estemos en Europa del Este, antes de la caída del Muro -señaló Milagros Ordóñez. Y el comentario, por lo certero, hizo sonreír a Perdomo.

Cuando estaban a unos tres metros escasos de la puerta, la psicóloga dio un grito seco, pero muy agudo, que sobresaltó también a Perdomo. Un perro, al parecer abandonado, se les había acercado por detrás, amparado por la oscuridad, y en su afán por olisquear a los dos intrusos, que se habían colado en su feudo sin permiso, había rozado con la punta del hocico la pierna de la mujer. En ese momento les miraba jadeando y con una expresión que parecía de fatiga, como si les hubiera estado siguiendo durante un buen tramo y el esfuerzo le hubiera dejado desfondado.

La impresión resultó ser del todo inexacta, porque en el momento en que Milagros dio un par de palmadas para intentar alejarlo, la mirada extenuada del perro cambió de repente a una de ferocidad extrema y el animal, que era de notables dimensiones, empezó a emitir desde lo más profundo del tórax un gruñido inquietante, en tono bajo. Ordóñez pensó simplemente que el perro se había asustado con las palmas, y tras exclamar «¡Ni caso!» y cogerse despreocupadamente del brazo del policía, se dio la vuelta y animó a su compañero a seguir caminando.

El perro entonces hizo algo totalmente inesperado, que fue adelantarse unos metros e interponerse entre la pareja y la puerta, sin dejar de emitir ese gruñido sordo, que anunciaba un ataque inminente. Milagros Ordóñez se quedó paralizada, sin poder desclavar la mirada del perro, aunque con el rabillo del ojo pudo advertir cómo la mano del policía comenzaba a moverse lentamente hacia la sobaquera en la que llevaba el arma.

– ¿Qué va a hacer? -intentó decir Milagros Ordóñez. Pero el miedo atenazaba también su garganta y la frase sonó más bien como un ininteligible susurro.

Perdomo respondió también con un hilo de voz, como si temiera que aquella bestia pudiera entenderle.

– El perro no quiere que entremos en el Auditorio. No me pregunte por qué, pero es así. Si seguimos caminando en dirección a la puerta, nos atacará, estoy seguro. No intente moverse.

Cuando Perdomo extrajo de la funda su arma de fuego, el perro saltó sobre él utilizando sus patas traseras como una catapulta. El peso del animal se multiplicó por cinco, gracias al formidable impulso que se había proporcionado a sí mismo, y tumbó de espaldas al policía, que tuvo que soltar el revólver para intentar protegerse con las manos durante la caída. Perdomo sintió un intenso dolor en la cadera derecha, que fue la que absorbió la mayor parte del impacto, aunque comprobó con alivio que su agresor iba tan sobrado de inercia que le fue imposible mantener el equilibrio en el aterrizaje. En lugar de eso, el perro salió rodando por encima de su cabeza y fue a parar varios metros más allá, rezongando de rabia por haber calculado mal la fuerza. Perdomo pudo escuchar a su espalda cómo las uñas del animal arañaban enloquecidamente el suelo, en un intento desesperado por incorporarse cuanto antes para volver a cargar contra su víctima. Pero casi de forma simultánea, también le llegó el sonido de un objeto metálico deslizándose sobre el pavimento, hasta detenerse a escasos centímetros de su cuerpo. Era su propio revólver que, después de haber salido despedido a varios metros de distancia, Milagros le acababa de acercar de una patada. Perdomo lo amartilló cuando el perroya había iniciado la carrera y el ligero chasquido metálico queemitió el arma al realizar esa acción tuvo la virtud de poner inmediatamente en fuga al animal. En vez de saltar de nuevo sobre él, el perro pasó de largo como alma que lleva el diablo y se perdió en la noche. Perdomo se incorporó como pudo, retorciéndose de dolor, levantó el arma hasta encañonar al animal, que ya era sólo un punto negro en la oscuridad, y permaneció en esa postura hasta que la bestia hubo desaparecido por completo.

– ¡Qué horror! -exclamó Milagros cuando pudo recuperar el habla.

La mujer estaba tan alterada que las manos le temblaban visiblemente.

– Desde luego es un mal bicho -admitió Perdomo-. Pero lo que resulta más inquietante es que haya reconocido el ruido del percutor al amartillar yo el arma. ¡A saber de dónde habrá salido un animal tan astuto! Hay que advertírselo sin falta a los de seguridad del Auditorio, para que avisen a los municipales. Y por cierto, Milagros: gracias. Si no llega a ser por su providencial gesto de acercarme el revólver, ahora podría estar desangrándome sobre este mismo suelo, con la yugular desgarrada.

– Yo no he cogido un arma en mi vida, así que tenía que ser usted quien lo ahuyentase -respondió la otra con un gesto que pretendía ser una sonrisa, pero que quedó en una mueca extraña. La mujer estaba aún demasiado asustada para permitirse una alegría. Luego, al mismo tiempo que seguía controlando con el rabillo del ojo cuanto ocurría a su espalda, no fuera que al perro le diera por volver a la carga, preguntó-: ¿Se encuentra bien?

El policía se aflojó el pantalón para comprobar la gravedad del golpe que había recibido en la cadera y vio que tenía un gran hematoma, que había empezado ya a ponerse azulado y comenzaba a inflamarse a ojos vistas. Cuando se lo palpó con el dedo para tratar de establecer si había algún hueso roto, creyó que podía llegar a desmayarse.

– ¡Qué barbaridad! -exclamó Milagros al ver el moratón-. ¡Hay que ir a urgencias ahora mismo!

– No, de ninguna manera -decretó el policía-. No hay rotura, no hay hemorragia, puedo aguant… ¡uf! ¡La contusión es de campeonato! Tendremos que caminar despacito.

Milagros se ofreció como muleta para recorrer los escasos metros que aún les quedaban hasta la puerta de entrada, pero Perdomo rechazó la ayuda en un gesto de orgullo masculino.

– Puedo yo solo, gracias.

Y cubrió la distancia renqueando lastimosamente.

Se dio cuenta de que él también estaba lanzando miradas furtivas hacia la retaguardia, con el fin de asegurarse de que aquel perro infernal no volvía sobre sus pasos para atacarles. ¿Cómo era posible que el animal se hubiera dado a la fuga antes siquiera de que Perdomo le hubiera encañonado con el arma? ¿Acaso había tenido ya algún encontronazo anterior con algún arma de fuego? Perdomo decidió no compartir esos pensamientos con su acompañante y llamó por fin con los nudillos sobre la puerta de vidrio que daba acceso al edificio. Los golpes sonaron tan amortiguados, debido al grosor del cristal, que tuvo que sacar una moneda del bolsillo para golpear con ella de manera más eficaz. Al cabo de pocos segundos les abrió la puerta un agente de la compañía de seguridad que vigilaba el Auditorio, quien tras examinar la placa de Perdomo les franqueó la entrada.

Nada más acceder al vestíbulo, el policía intentó ponerles al corriente de lo que acababa de ocurrirle.

– Hay un perro ahí fuera que…

– Ah, sí -interrumpió el de seguridad-. Pero no hace nada.

Milagros sintió una oleada de indignación por todo el cuerpo ante semejante respuesta y saltó como un resorte:

– ¿Que no hace nada? ¡Si casi se come a este señor!

El agente que hacía pareja con el anterior emergió por vez primera desde las sombras.

– ¿A ver si no va ser el mismo perro?

– Es un callejero grande, oscuro, con las orejas dobladas hacia delante, mucho más alto de los cuartos delanteros que de los traseros; parecía una mezcla de mastín y rottweiler -aclaró Perdomo, mientras trataba de disimular el dolor que le estaba taladrando el costado derecho.

– Sí, es ése -admitió el agente-. Lleva varias noches rondando por aquí; lo han debido de dejar abandonado, pero como no había dado problemas…

– ¿Varias noches? -inquirió el policía-. ¿Desde cuándo exactamente?

– Yo creo que desde que mataron a la violinista -respondió el otro.

– Pues hagan el favor de tomar nota y de avisar a la perrera municipal. Ese animal tiene que ser sacrificado. ¡No hace ni un minuto que me ha derribado ahí fuera y por poco me secciona la yugular!

Cuando el agente que parecía estar al mando le aseguró que a primera hora de la mañana daría parte del animal, Ordóñez y Perdomo intercambiaron una mirada de preocupación. Evidentemente, ambos estaban pensando en lo mismo, y es que a la salida del Auditorio podrían volver a ser sorprendidos por aquel peligroso perro.

– Intente llamar ahora. Cuanto antes lo quiten de la circulación, mucho mejor.

El agente hizo un gesto con la cabeza a su compañero para que hiciera la llamada y luego preguntó al inspector en qué podía ayudarle.

Éste le explicó que necesitaba llevar a cabo unas comprobaciones en la Sala del Coro y le rogó que los acompañara hasta allí.

– ¿No tendrá un poco de hielo, verdad? -añadió antes de que el otro se pusiera en marcha-. Es para bajar la inflamación.

– Sí que hay hielo -dijo el vigilante muy ufano-. Aquí tenemos de todo.

El tipo les condujo hasta el chiscón donde habían instalado la tele con la que se distraían durante la noche y Perdomo vio que en uno de los rincones había una pequeña nevera, parecida al minibar que suelen tener en los hoteles. El vigilante extrajo una bandeja de hielo del congelador, volcó el contenido sobre un trapo de color azul cuya proveniencia Perdomo prefirió no saber y se lo pasó después de haber envuelto en él los cubitos.

El policía comenzó a sentir un alivio inmediato nada más aplicarse el frío contra la cadera, y por primera vez desde quele atacara el perro, se permitió una sonrisa.

– Mucho mejor -dijo, y permaneció un buen rato inmóvil, sujetando la improvisada bolsa de hielo contra la contusión y aprovechando para estudiar a los dos agentes de seguridad que custodiaban el Auditorio.

El que parecía llevar la voz cantante era grande, fuerte y gordo y llevaba la camisa desabotonada casi hasta el ombligo, como si fuera un cantaor flamenco. Sobre el pecho, que era enorme y peludo como el de un chimpancé, colgaban un sinfín de medallas y cadenitas doradas con santos, vírgenes y cristos que a Perdomo le dio demasiada pereza identificar. Hablaba arrastrando la primera sílaba de cada palabra, como si padeciera cansancio crónico: «Aquí tieeeeene el hieeeeelo».

Su compañero era un alfeñique con gafas y mentón huidizo y la boca sempiternamente abierta, lo que hizo sospechar a Perdomo que nunca llegaría a ganar el premio Nobel.

En cuanto empezó a sentirse algo mejor, el inspector devolvió al más tonto la bolsa de hielo e hizo saber al cantaor flamenco que estaba listo para la expedición.

Mientras recorrían los pasillos que conducían a la Saladel Coro, con el gordo al frente de la comitiva linterna en mano, el inspector quiso saber qué personas permanecían todavía en el edificio a hora tan tardía y el agente de seguridad no supo precisarle:

– Ahora mismo calculo que quedarán dos o tres personas en el piso de arriba. Puede que el director de la JONDE, que suele quedarse hasta tarde, y la subdirectora del Auditorio, que le echa más horas que nadie.

No volvieron a cruzar palabra en todo el trayecto, durante el cual fueron mecidos por el rítmico tintineo del manojo de llaves que el vigilante llevaba colgando de un mosquetón sujeto al cinturón.

Cuando llegaron a la Sala del Coro y el gordo les abrió la puerta, surgió un problema inesperado: el tipo no sabía dónde estaba el cuadro de luces de la sala.

– Es la primera vez que bajo aquí a estas horas, y como durante el día hay un encargado… -se justificó el agente.

– ¿No hacen una ronda por la noche? -preguntó el policía.

– Sí, pero no damos las luces. Llevamos linternas. Y eso ahora; los de antes ni siquiera se tomaban la molestia de bajar.

– ¿Los de antes?

– Hasta que llegamos nosotros había otra empresa encardada de la seguridad del Auditorio. Pero algo pasó que no les renovaron el contrato.

Perdomo estuvo a punto de seguir indagando en el tema, ya que tenía el pálpito de que el falso cantaor flamenco le estaba ocultando algo. Pero era primordial solucionar cuanto antes el problema de la luz, así que instó al vigilante a que resolviera el asunto lo más rápido posible. El guarda se desplazó hasta un cuartito cercano, situado en el pasillo, donde estaban todos los interruptores diferenciales de la planta, y por el sistema de ensayo y error, fue accionando cada uno de ellos hasta que Perdomo le avisó de que por fin se había hecho la luz en la Sala del Coro.

– ¿Necesitan que me quede aquí? Se lo digo porque dentro de diez minutos escasos mi compañero y yo tenemos que hacer la ronda.

El inspector comunicó al guarda que no era necesario que permaneciese con ellos, siempre que dejara las luces del pasillo encendidas. El guarda se despidió y comenzó a alejarse, momento en el cual Perdomo se acordó del interrogante que le había surgido hacía unos minutos:

– La compañía de seguridad que había antes ¿por qué no renovó?

La pregunta tuvo la virtud de dejar clavado en el sitio al vigilante. Tras unos segundos de vacilación, el hombre se volvió y sin moverse de donde estaba, como si temiera que al acercarse demasiado a Perdomo éste pudiera sonsacarle más de la cuenta, decidió responder:

– Yo no estoy informado directamente, porque cuando nosotros llegamos, ellos ya se habían ido. Pero el personal del Auditorio me ha dicho que los vigilantes tenían miedo.

– ¿Miedo? ¿De qué?

– Decían que aquí abajo había… algo.

– ¿Puede ser más concreto, por favor?

– Hablaban de una especie de espíritu. Un fantasma, un espectro, como lo quiera usted llamar. Una presencia sobrenatural que hacía que tuvieran miedo de salir a patrullar.

– ¿Qué aspecto tenía esa especie de espíritu?

– Nadie lo vio nunca, pero decían que movía los objetos y los cambiaba de sitio. La cosa llegó a oídos de la dirección del Auditorio, y la empresa de seguridad, antes que provocar un escándalo, prefirió rescindir el contrato de forma amistosa.

Hace unas semanas, Perdomo hubiera estallado en una carcajada al escuchar semejante historia. Se habría imaginado tal vez a dos hombres hechos y derechos, uniformados y armados hasta los dientes, perseguidos por una maceta que se deslizaba por el suelo. Pero no hacía ni dos días que él mismo había tenido una escalofriante visión de sí mismo contemplándose a un metro escaso de distancia, de manera que las palabras del vigilante tuvieron el efecto de provocarle un estremecimiento profundo.

– ¿Y ustedes no han advertido nada hasta la fecha?

– Nada en absoluto. Sólo sé que los compañeros que estaban antes lo relacionaron con el lugar sobre el que está levantado el Auditorio. Este barrio se llama Cruz del Rayo porque al parecer, hace muchos años, un rayo dio en una gran cruz que había en la zona.

– ¿Y eso qué tiene que ver con un fantasma?

– ¿No lo entiende? Si aquí había antiguamente una gran cruz es porque esto fue en otros tiempos un camposanto. Ahora mismo estamos sobre un antiguo cementerio.

Perdomo volvió a sobresaltarse, pero esta vez no fue sólo debido a las palabras del vigilante, sino al hecho de que Milagros Ordóñez se había aproximado sigilosamente por detrás. Era evidente que había escuchado cuando menos el último tramo de las palabras del policía.

– ¿Hay algún problema? -preguntó la psicóloga, en un tono de voz que tuvo un efecto sedante para Perdomo. El policía se alegró de que Milagros hubiera escuchado el relato porque así no tendría que resumírselo y además podría evaluar mejor la autenticidad de la historia. El guarda miró el reloj y se despidió de ambos diciendo:

– Voy a ver si mi compañero ha resuelto lo de la perrera. Cualquier cosa que necesiten, ya saben dónde estamos. Les dejo las luces de los pasillos encendidas, para que no tengan ningún problema en localizar la entrada.

Cuando tuvieron la certeza de que el hombre ya no podía oírles, Perdomo se volvió a la mujer.

– ¿Qué opina de la historia del fantasma y del cementerio?

– Tengo mis reservas. Es un testimonio de alguien al que no sé quién le ha contado algo que dicen que le ha sucedido a fulanito. Y además, ya sabe lo aficionados que somos en este país a «enriquecer» las historias: nos gusta aportar de nuestra cosecha, para que el relato quede más redondo. Igual lo único cierto es que un vigilante una vez vio una maceta cambiada de sitio, tal vez por una señora de la limpieza, y a partir de ese grano de arena empezó a formarse una montaña que les ha llevado a creer a todos que el Auditorio es la casa de Poltergeist. Por otro lado, y aunque yo no tengo constancia de ello, es perfectamente posible que bajo este suelo haya un antiguo camposanto, porque Madrid tiene una historia muy antigua. Solamente hoy en día, en la ciudad hay más de veinte cementerios, aunque el que salga siempre en las noticias sea el de la Almudena.

– Para ser una médium, es usted muy escéptica ¿no cree? No me parece justo: usted misma afirma tener percepciones extrasensoriales y pone en duda que un fenómeno parecido pueda ocurrirnos a los demás.

Ordóñez se dio cuenta de que había logrado irritar a Perdomo, y tras acariciarle el antebrazo con la mano, como para aplacarle, le aclaró:

– Si esta noche percibo algo en relación al asesinato de Ane Larrazábal, se dará cuenta de que lo extrasensorial no funciona como usted se imagina, que es, en el fondo, el cliché que ha creado el cine.

El policía y la médium entraron por fin en la Sala del Coro y ésta le pidió que cerrara la puerta.

– Por si vuelve el vigilante. Tenía «caaaara de metomentoooodo» -dijo parodiando su forma de hablar.

Milagros Ordóñez dedicó los siguientes minutos a vagar por la sala, que era de notables dimensiones, pues más que un local de ensayo, aquélla era una auténtica sala de concierto en miniatura, con capacidad para cerca de doscientas personas. Nunca se utilizaba de cara al público, pero era perfectamente apta para recitales de pequeños conjuntos, solistas, ensayos, conferencias y proyecciones. La grada para los espectadores tenía una pendiente pronunciada, y Perdomo, que había decidido sentarse en una de las butacas del centro, a contemplar en silencio todo lo que fuera a hacer Milagros, estuvo a punto de rodar escaleras abajo por confiarse demasiado en uno de los peldaños.

El inspector advirtió que Ordóñez no se movía por la sala de forma metódica, barriendo zonas del pequeño auditorio como haría cualquier persona que buscara allí algo concreto, sino que deambulaba de un lado para otro, de manera errática, deteniéndose a veces en lugares de la gigantesca estancia en los que ya se había demorado. En ocasiones cerraba los ojos y permanecía así cerca de un minuto, pero en ningún momento se agachó, por ejemplo, para estudiar el piano, a pesar de que él le había informado de que el asesino había dejado el cadáver tendido sobre la tapa del instrumento.

Perdomo estaba inquieto. De un lado, le asustaba la posibilidad de que, tal como le había advertido la parapsicóloga, su percepción extrasensorial no funcionara en aquella ocasión. En su cabeza resonaron las palabras que Milagros le dijo cuando se conocieron: «La primera vez que intenté colaborar con la policía fui un fiasco absoluto»; de otro, el policía estaba preocupado por la posibilidad de que la experiencia paranormal que estaban a punto de vivir fuera de naturaleza traumática. ¿Y si la mujer era presa de un ataque de pánico o perdía el conocimiento durante la sesión? ¿Y si sufría un infarto de miocardio debido al estrés? El policía se arrepintió de no haber pedido detalles a Milagros de cómo funcionaban exactamente sus poderes, pero ya era demasiado tarde para preguntar. Era evidente, por la expresión de profunda concentración que se reflejaba en su rostro, que distraerla con una pregunta equivalía a sabotear su trabajo. Tan absorto estaba en sus cavilaciones que no se dio cuenta de que Milagros había dejado ya de vagabundear por la sala y le miraba con una expresión de impotencia que tuvo la virtud de convertir sus temores en realidad. No hacían falta palabras entre ellos; era evidente que Ordóñez se acababa de dar por vencida.

– ¿Y si hacemos un descanso y lo intenta dentro de un rato? -preguntó Perdomo, que parecía tan desalentado como ella.

– Es inútil. Cuando no funciona, no funciona.

– ¿Ni siquiera va a examinar el piano?

Ordóñez hizo un gesto de resignación y Perdomo bajó hasta el lugar en el que estaba el gran Yamaha de cola, para ayudarla en la inspección. Levantó la tapa, que era muy pesada, y la dejó apuntalada con el listón de madera. Tenía la esperanza de que la solución pudiera hallarse en las entrañas de instrumento, y con un gesto de la mano, invitó a Milagros a concentrarse en él. Ordóñez llegó incluso a introducir la mano en la caja armónica y a acariciar algunas cuerdas del arpa, pero el policía, que no apartó ni un solo momento la vista de ella, se dio cuenta de que la mujer seguía sin percibir nada.

– ¿La asesinó sobre el piano? -preguntó de pronto.

– No, no habría podido estrangularla con el antebrazo. La mató de pie, y luego la tumbó sobre el instrumento, para pode escribir la palabra Iblis sobre el pecho.

Milagros levantó la vista y se fijó en las cuatro puertas de acceso que tenía la sala: dos situadas en la parte alta, donde terminaban los tramos laterales de escaleras, y dos en la parte baja, a ambos lados de la hilera de sillas destinada a los cantantes.

– ¿Se sabe por dónde entró?

– La víctima, por la puerta inferior izquierda; es la más cercana a los camerinos. Pero es imposible saber por dónde lo hizo el asesino.

Milagros se acercó a una de las puertas de la zona baja y comprobó que se abrían hacia dentro. Luego pareció sentirse intrigada por las puertas superiores y comenzó una lenta ascensión hacia ellas. Tropezó en el tercer peldaño y quedó tendida entre la tercera y la cuarta fila y en estado de aparente inconsciencia, pues permaneció allí inmóvil hasta que Perdomo se acercó corriendo para ayudarla a incorporarse.

Cuando pudo verle la cara, el policía comprobó que Milagros Ordóñez estaba sangrando por la nariz.

No era una gran hemorragia, sino un delgadísimo hilo de sangre, tan oscura que parecía negra, y tan densa que daba la impresión de deslizarse a cámara lenta hacia su boca, como si fuera un perezoso río de tinta.

Pero eso fue sólo el comienzo.

En cuestión de segundos, la tez de la médium adquirió un tono tan blanco que su cara parecía la de un cadáver. Comenzó a entrecerrar los ojos y sus globos oculares empezaron a temblar a gran velocidad bajo los párpados, como ocurre a veces durante la fase REM del sueño. El policía notó que las cuatro extremidades de la mujer se ponían rígidas y que su espalda empezaba a arquearse; al ir a sujetarla, para evitar que pudiera lastimarse, la mujer abrió los ojos de par en par, dejando al descubierto unas pupilas totalmente fijas, dilatadas e inexpresivas, como de muñeca, y profirió un alarido estremecedor; inaudible al principio, porque partía de un infrasonido, en el registro más grave de la voz humana, pero que poco a poco fue haciéndose más y más agudo, hasta alcanzar la frecuencia más alta que es capaz de percibir nuestro oído, en torno a las veinte mil vibraciones por segundo.

Tras ese aullido espantoso, que al policía le pareció de todo menos humano, se produjo un episodio de bruscas convulsiones, durante las cuales trató de sujetarla como pudo, aunque la fuerza de los espasmos era tal que apenas si podía controlarlos. Las sacudidas fueron espaciándose poco a poco y perdiendo intensidad hasta que, al cabo de medio minuto, la mujer entró en una quietud total y pareció perder el conocimiento.

Perdomo estaba aterrorizado. La posibilidad de que por culpa suya Milagros Ordóñez pudiera haber fallecido allí mismo o haber quedado tocada para siempre a nivel cerebral o cardiovascular se le hacía insoportable. Le tomó el pulso en la carótida y comprobó que el corazón seguía latiendo. Pensó en los vigilantes, y en si habrían oído el grito de la mujer. Podía ir él a buscarlos, pero no quería dejar a la mujer sola ni un solo segundo. Cuando ya había sacado su móvil para llamar al 112, la mujer dejó de sangrar por la nariz, recuperó la consciencia y sonrió débilmente, como si fuera un paciente de quirófano que estuviera despertando lentamente de una anestesia.

– Parece que he montado un buen numerito -dijo al fin, algo avergonzada.

– ¿Se encuentra bien? -El policía le facilitó un pañuelo para que se limpiara los restos de sangre que tenía en la nariz.

– Sí. Débil y confusa, pero bien -le tranquilizó Milagros-. ¡Vaya nochecita llevamos los dos! Primero a usted le intenta devorar un perro, ahora a mí me da una especie de ataque. ¡Uf! -se quejó palpándose brazos y piernas-. Me duelen todos los músculos del cuerpo. ¿Qué ha pasado exactamente?

El policía le resumió como pudo su crisis nerviosa y luego le preguntó preocupado:

– ¿Padece algún tipo de epilepsia?

– No, que yo sepa. Tenga la certeza de que esto no ha sido una crisis epiléptica, inspector.

– ¿Ah, no? -respondió el otro con incredulidad-. ¿Y qué ha sido entonces?

Milagros hizo ademán de ir a incorporarse, pero al ver que se encontraba aún mareada, prefirió continuar recostada sobre el suelo.

– Ya le dije que, en la vida real, las percepciones extrasensoriales son ligeramente distintas al tópico que nos ha legado Hollywood. Ya sabe a lo que me refiero, ¿no?: «¡Espíritu, manifiéstate! ¡Hazte presente!».

El policía, que ya había tenido ocasión de apreciar las dotes paródicas de la médium cuando imitó al vigilante, volvió a sonreír ante aquella nueva exhibición de vis cómica.

– Yo misma estaba tan condicionada por las películas que, cuando tuve la primera experiencia, me negué a reconocer que era de naturaleza extrasensorial. Pero lo era.

– ¿Qué ha visto exactamente? -preguntó intrigado Perdomo.

– ¿Ver? Nada, en absoluto. Cada vez que tengo una percepción, sólo uno de los cinco sentidos resulta afectado. En este caso, ya lo está viendo, ha sido el olfato.

– ¿Me está diciendo que ha olido al asesino?

– Eso parece. Cuando he caído ahí, entre esas dos filas de butacas, he recibido una especie de… fogonazo. Sólo que en vez de ser visual, ha sido olfativo. Y ha sido de tal intensidad que, además de provocarme una hemorragia, ha puesto patas arriba todo mi sistema nervioso.

Perdomo tragó saliva y luego examinó el hueco que había entre la tercera y la cuarta fila de butacas centrales, donde había aterrizado la psicóloga. Como los asientos eran abatibles, había sitio de sobra para que cualquier persona, por corpulenta que fuera, pudiese ocultarse allí en posición tumbada.

– ¿Cree que el asesino se ocultó ahí?

– No lo creo: estoy segura de ello.

Perdomo estaba excitadísimo ante la posibilidad de disponer por fin de una pista, por remota que fuera, para atrapar al asesino de Ane Larrazábal, pero al mismo tiempo se cuestionaba todas y cada una de las afirmaciones de la médium. ¿Para qué querría el asesino esconderse de su víctima en un lugar tan alejado de la puerta? De haber estado acechando, lo lógico sería haberlo hecho detrás de la puerta, ya que el verdugo sabía con certeza por cuál de las cuatro haría su entrada la violinista.

– Dice que ha percibido un olor. ¿Puede identificarlo?

– Ahora mismo soy incapaz de nada -respondió Milagros, tratando de secarse una mancha de orina que había impregnado su pantalón.

La tormenta eléctrica que se había desencadenado dentro de su cuerpo había sido de tal magnitud que la mujer había perdido, durante el momento de mayor intensidad, el control de sus esfínteres.

– Ya le he dicho que la percepción ha sido como un fogonazo, por eso mismo ahora es como si estuviera ciega, olfativamente hablando. Sé que he olido algo, sé que es el olor del asesino, pero ignoro si se trata de su after shave, de su colonia o, lisa y llanamente, de su olor corporal.

– Espere, espere. ¿Me está diciendo que todo este numerito no ha servido para nada?

El policía se arrepintió de haber empleado la palabra «numerito» un segundo después de que saliera por su boca, pero la médium no pareció ofendida.

– No tenemos nada… todavía -respondió-. Pero lo tendremos.

Volvió a tratar de incorporarse, y como Perdomo vio que iba recuperando el color rápidamente, la ayudó a ponerse de pie. El caballeroso gesto le costó otra punzada horrible en la cadera, allí donde se había propinado el golpe.

– ¿Cuándo lo tendremos?

– Suele tardar entre cuarenta y ocho y setenta y dos horas -dijo la otra con total naturalidad.

Parecía que estaba hablando del plazo en que iba a estar operativa su tarjeta SIM y no de un fenómeno paranormal. Al ver tan desorientado al inspector, trató de aclararle las cosas.

– Estamos hablando todo el rato de percepción extrasensorial, pero en realidad sería más preciso decir que acabo de tener una sensación extrasensorial. Parece un galimatías, lo sé, pero no se me ocurre otra manera de expresarlo. La sensación se refiere a experiencias inmediatas básicas, generadas por estímulos aislados simples. La percepción implica la interpretación de las sensaciones, para darles significado y organización.

– No veo adónde nos lleva todo esto.

– A que dentro de unas horas, cuando mi sistema nervioso, que ahora está manga por hombro, procese el estímulo olfativo que acabo de tener, seré capaz de decirle de qué clase de olor se trata. Ahora mismo estoy aturdida y sólo sabría hablar de generalidades.

– Prefiero salir de aquí con generalidades que con nada en absoluto. Dígame lo que tenemos hasta ahora.

– Sólo sé que es un olor dulzón, como de flores.

– ¿Eso es todo?

– De momento, es lo que único que le puedo decir.

Milagros reaccionó ante la cara de fastidio que puso el policía tratando de animarle.

– Hay que tener paciencia. Los estímulos extrasensoriales tardan un tiempo en definirse. Es como antiguamente, con el papel fotográfico. ¿Nunca ha visto cómo se va formando la imagen poco a poco después de proyectar el negativo sobre el papel con la ampliadora? Pues esto es lo mismo. Gradualmente, se irá fijando en mi cabeza el olor del asesino.

Perdomo estuvo a punto de replicar que, en el caso de la imagen fotográfica, uno sólo tiene que esperar unos segundos a que aparezca el positivo, mientras que ella estaba hablando de una espera de varios días, que se le antojaba interminable. Algo en su interior le dijo sin embargo que no era prudente presionar a Milagros para forzar el proceso de identificación de aquella fragancia primaria. En lugar de eso, preguntó:

– ¿Y siempre…? Quiero decir, las otras veces que ha tenido percepciones extrasensoriales ¿también ha sido así? ¿Le ha llegado un olor?

No, fueron casi siempre estímulos visuales. Ésta es la primera vez que resulta afectado mi olfato.

– ¡Maldita sea mi estampa! -exclamó Perdomo-. ¡Si hubiera visto algo, en vez de olerlo, en cuarenta y ocho horas tendríamos la descripción física del asesino!

Milagros suspiró con resignación.

– Ya, pero una no elige lo que quiere percibir, es más bien la percepción la que la elige a una. Recuerdo que, en una ocasión, pude «escuchar» la voz del criminal. No lo que decía, sólo el timbre de su voz. Otra vez pude «tocar» su chaqueta, que era de pana. Ese simple dato permitió a la policía identificar a la persona que andábamos buscando.

Perdomo se agachó entre las butacas de la tercera y cuarta fila y comenzó a olfatear asientos y respaldos, e incluso el propio pavimento de madera, como si fuera un perro de caza, lo que hizo sonreír a Milagros.

– No se moleste, no se trata de un olor real, no está aquí ahora: ni el perro más entrenado sería capaz de detectarlo. Lo que yo he percibido a través de mi olfato, y ya le he dicho que otras veces me ha ocurrido a través de otros sentidos, es la presencia aquí, hace unos días, de la persona que estranguló a Ane Larrazábal.

El policía no sabía qué pensar. Por un lado quería creer a Milagros Ordóñez y no imaginaba ningún motivo por el que la mujer tuviera interés en inventar una historia semejante. Pero no pudo evitar imaginarse por un momento ridiculizado, de manera sangrante, en la portada de todos los periódicos como el inspector al que una vidente aficionada tomó el pelo de forma miserable. Al verle tan taciturno, fue Milagros la que preguntó:

– ¿Cree que estoy loca?

– No lo sé. Estoy tratando de procesar, de una manera aceptable para mí, todo lo que me está contando. Y tengo una duda importante.

– Veamos si puedo resolvérsela.

– ¿No puede ser que la percepción que acaba de tener se refiera a otra persona? Un espectador que haya estado sentado aquí, o uno de los guardias de seguridad que haya pasado entre estas dos filas al hacer la ronda.

– Eso es absolutamente imposible. La persona que se escondió entre las butacas estaba en un estado de shock emocional, su nivel de estrés era altísimo; por eso se produce la percepción extrasensorial, porque hay alguien que desprende algún tipo de radiación o energía psíquica tan intensa que puede ser captada incluso años después de que haya sido liberada.

El policía decidió conformarse por el momento con aquella explicación y acompañó a Ordóñez hasta la salida, prestándole de cuando en cuando su brazo para evitar que pudiera desvanecerse de nuevo por el camino. Debido a lo maltrechos que estaban ambos, emplearon casi diez minutos de reloj en llegar hasta el chiscón, donde los dos vigilantes jurado, una vez completada la ronda, se entretenían contemplando un infecto programa de televisión de los de «llama y gana». El gordo, que fue el que se levantó para abrirles la puerta, les dio las buenas noches como si nada -señal de que no había escuchado el alarido espeluznante de la médium-, y salieron al aire fresco de la noche madrileña.

Perdomo pudo divisar a lo lejos, retroiluminada por la luz de una farola, la silueta odiosa del perro que había querido degollarle. Jadeaba despacio, como si llevara un buen rato aguardando a que saliera.

El policía sospechaba que, al saberle armado, el animal no se atrevería a atacarle, pero amartilló el arma por si acaso y la ocultó en el bolsillo de la gabardina.

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