20

Un minuto después de que el subinspector Villanueva hubiera salido de su despacho, Perdomo marcó el número de la parapsicóloga. Saltó un contestador y Perdomo dejó un breve mensaje con su nombre, empleo y número de teléfono. Media hora después, la parapsicóloga le devolvió la llamada y quedaron en verse en su casa al cabo de dos horas.

Milagros Ordóñez vivía en un chalet en Pozuelo de Alarcón, donde tenía la consulta. Cuando le abrió la puerta, no se encontró con el tipo de mujer que esperaba, quizá por estar condicionado por las echadoras de cartas del tarot que salen habitualmente en televisión: ni labios pintarrajeados, ni pendientes de gitana, ni chal de colorines por encima del vestido. Era una mujer pequeña, que acababa de entrar en la cincuentena, con el pelo corto y canoso: un corte redondo con las puntas desfiladas y pegadas al rostro, que resaltaba la dulzura de sus facciones. Las patillas, casi de adolescente, le encuadraban la mirada y le afinaban la barbilla. Tenía los ojos de color miel y se había puesto el maquillaje justo para que realzaran su mirada. Perdomo la clasificó inmediatamente dentro del grupo «maduritas atractivas».

– Buenas tardes, inspector -le dijo con una tenue sonrisa que ya no se le fue de los labios en ningún momento de la conversación-. Si me da la gabardina, se la cuelgo aquí en el recibidor y así no nos incordia.

Perdomo se quitó la prenda y la mujer, al ver que el policía miraba en todas direcciones para tratar de averiguar en qué tipo de casa estaba, dijo:

– Si está mirando dónde tengo la ouija,pierde el tiempo.

Hablaba con una voz muy suave, pero al mismo tiempo muy firme, lo que a Perdomo le desconcertaba por completo.

– Lo cierto es que no tiene el aspecto de una parapsicóloga al uso -reconoció el policía.

– Soy psicóloga clínica, especializada en niños. Sólo ocasionalmente, y a petición de la policía, he intentado aplicar mis limitados poderes extrasensoriales a la investigación criminal. Siempre desinteresadamente, porque lo cierto es que yo me gano la vida interpretando el inconsciente a niños con problemas.

– ¿Qué tipo de niños? -quiso saber el inspector-. ¿Como el de El sexto sentido?

Milagros Ordóñez pareció encajar bien el chiste del inspector y respondió:

– Y aún más raritos. Pase a mi consulta; en el salón no podemos hablar porque está mi madre viendo el culebrón de después de comer. ¿Quiere un café?

– Sí, gracias. Solo y con azúcar. Y poco café.

– Un ristretto, entonces -puntualizó Ordóñez.

La psicóloga le hizo pasar a su consulta, en la que había muy pocos objetos: una mesa grande y barnizada que parecía un mueble antiguo reciclado a escritorio de oficina, un flexo, un sillón de orejas, un diván de psicoanálisis, algunos juguetes en el suelo y una fotografía enmarcada en la pared, de mediano tamaño, en la que Perdomo creyó reconocer inmediatamente a la gran novelista Agatha Christie.

– Es Melanie Klein -le corrigió la psicóloga-. Fundó la Escuela Inglesa de Psicoanálisis y es una de las pioneras de la terapia con niños.

La mujer desapareció para prepararle el café y Perdomo se sentó a esperarla en el diván del psicoanalista. Como la puerta había quedado abierta, el policía pudo escuchar, aunque débilmente, algunos diálogos del culebrón que se estaba emitiendo en la televisión pública. Se le quedó grabado uno particularmente inverosímil: «Soy una mujer y he luchado por ti como una mujer». Perdomo sintió una mezcla de vergüenza e indignación por el hecho de que se estuviera emitiendo semejante bazofia con el dinero de sus impuestos.

Al cabo de unos minutos, entró Ordóñez con una pequeña bandeja de café, en la que solamente había una taza.

– Yo no tomo. Bastante nerviosa me ponen ya los niños para encima meterme cafeína en el cuerpo.

– ¿Para qué son todos esos juguetes? -preguntó Perdomo señalando al suelo, donde había piezas de Lego, trenes, pelotas y otros objetos que no supo reconocer.

La psicóloga se sentó en el sillón de analista, como si fuera a dar comienzo una sesión, y se lo explicó:

– A los niños no se les puede tumbar en ese diván en el que está usted ahora. La técnica, en la que Melanie Klein fue pionera, es interpretarles mientras juegan.

– Entiendo. Pero entonces ¿para qué tiene el diván?

– De vez en cuando, malgré moi,me ocupo de algún adulto. Pero no me gusta, no se me dan bien los adultos; lo hago sólo por razones alimenticias, cuando escasea el trabajo con niños.

Mientras Perdomo daba el primer sorbo a su taza de café, notó que Ordóñez le estaba escrutando con la mirada, como si estuviera haciendo de él una evaluación psicológica completa, y eso le hizo sentirse violento. La psicóloga comentó:

– Si estuviéramos en sesión, no tendría más remedio que interpretarle el hecho de que se ha sentado espontáneamente en el diván del paciente.

– ¿Prefiere que me siente en otro lado? -respondió Perdomo, que a veces era de una candidez rayana en la estulticia.

– No, quédese donde está. Sólo trataba de hacerle ver que, al sentarse en el diván, ha hecho sin querer una elección inconsciente.

Perdomo tardó aún un par de segundos en procesar las palabras de la psicóloga, y cuando por fin se le hizo la luz, dijo preocupado:

– ¿Cree que necesito terapia y que ésta es mi forma no verbal de manifestarlo?

– No estaba hablando en serio. Lo cierto es que estos lapsus inconscientes, si no es en el contexto psicoanalítico de transferencia y contratransferencia, no son interpretables. ¿Está bien de azúcar el café?

– Está perfecto, gracias.

– Tengo un paciente dentro de media hora; es mejor que vayamos al grano -le indicó la psicóloga.

Aunque le estaba apremiando, sus modales no resultaron descorteses ni se le avinagró el gesto. Antes por el contrario, dijo la frase en un tono de voz que el subtexto de la misma parecía ser más bien: «Tengo muchas ganas de hablar con usted y quiero aprovechar hasta el último minuto del que dispongo».

A Ordóñez le quedaba bien el traje sastre oscuro a rayas que solía ponerse para causar una buena impresión a los padres de los niños que analizaba. Los primeros no estaban presentes durante las sesiones, pero solían intercambiar alguna palabra con ella cuando los llevaban a la consulta o volvían luego a recogerlos.

Perdomo se sorprendió a sí mismo preguntándose si Ordóñez era viuda, como él, o si, simplemente, no había llegado a casarse o estaba divorciada, pero se vio forzado a apartar esos y otros pensamientos de su mente para concentrarse en la cuestión que había ido a tratar.

– Como ya le he comentado por teléfono, me he hecho cargo de la investigación del homicidio de Ane Larrazábal, a causa del fallecimiento de mi compañero, el inspector Manuel Salvador.

Como los buenos jugadores de ajedrez, la psicóloga parecía ir varias jugadas por delante, porque dijo:

– Y desea saber hasta qué punto estoy, como se dice coloquialmente, metida en el ajo, ¿no?

– Voy a ser muy sincero, señora Ordóñez. Respeto los métodos de todos mis colegas mientras no se vulnere la legalidad, claro, pero yo no tengo intención de seguir contando con sus servicios, ni en la presente investigación ni en ninguna otra.

– Lo entiendo perfectamente, inspector. Pero entonces ¿a qué debo el placer de su visita?

«¿El placer de su visita?» Perdomo no lograba establecer si la mujer estaba hablando irónicamente, y eso le desconcertaba profundamente.

– Necesito que me diga si dispone de información confidencial acerca de este caso, o si, como me temo, mis compañeros le han facilitado alguna prueba relacionada con el homicidio, al objeto de que pueda analizarla cómodamente en la tranquilidad de su domicilio. He oído que algunos videntes necesitan tener entre las manos objetos relacionados con el caso, para que se ponga en marcha eso que ustedes llaman percepción extrasensorial.

– ¿Y si así fuera?

El tono de la psicóloga seguía sin ser desafiante. La mujer lograba, a través de sus gestos y de su inflexión de voz, que el diálogo no desembocara en un enfrentamiento. Se había dado cuenta de que el policía había llegado muy tenso a la reunión y no tenía intención de echar más leña al fuego. Perdomo respondió con la expresión más severa de su repertorio:

– Sería gravísimo. Estaríamos ante una prueba contaminada que no podríamos utilizar en el juicio.

Ordóñez observó que el policía había terminado ya de beberse el café y le pidió la taza para dejarla sobre la mesa del escritorio. Luego comenzó a explicarle:

– Le voy a contar, para que se quede tranquilo, cómo he llegado yo a colaborar con la policía y mi grado de implicación en esta investigación en concreto. Vaya por delante que no dispongo en este momento de pruebas físicas relacionadas con el homicidio, ni las he tenido entre manos con anterioridad.

Perdomo, que no se había permitido ni un solo gesto de relax hasta ese momento, sonrió aliviado.

– Eso son buenas noticias.

– Hasta ahora, sólo he intervenido en media docena de casos, y únicamente he colaborado con el inspector Salvador, siempre a petición de él mismo.

– ¿Cómo entró él en contacto con usted?

– Nos conocimos porque un hijo de su hermana tenía problemas, y yo le analicé durante un tiempo. En la entrevista inicial que tengo siempre con los padres, antes de empezar la terapia con el niño, adiviné un par de detalles que ni yo misma sé si son atribuibles a la PES, percepción extrasensorial.

– ¿Puedo saber en qué consistieron sus adivinaciones?-interrumpió el inspector.

– Eso no me está permitido. Debo respetar la confidencialidad del paciente.

– Pero su paciente era el niño, no los padres.

– En ambos casos, lo que vi estaba relacionado con el crío, y se trataba de información muy, muy sensible.

– Me hago cargo. Continúe, por favor.

– La madre de Tomás, que así se llama el niño, debió de hablar al inspector Salvador de mí, y éste vino a verme un día para pedirme ayuda en la solución de un caso aparentemente irresoluble.

– ¿Recuerda de qué se trataba?

– Lo recuerdo perfectamente, pero insisto en que debo respetar el sigilo profesional.

Perdomo la miró un poco confuso y protestó:

– ¿Sigilo profesional? ¿Pero no me acaba de decir que no se gana la vida como parapsicóloga? Esto no forma parte de su profesión.

– El hecho de que yo no haya facturado nunca por mis servicios no significa que no aplique mi código deontológico también en estas consultas, vamos a llamarlas… extraordinarias.

– ¿Puede decirme al menos si usted resultó decisiva en la investigación?

– Ni decisiva ni accesoria: le confieso que en el primer caso que me confió el inspector Salvador no pude aportar ni un solo dato. Fui un fiasco absoluto.

Parecía que iba a rematar su relato con una carcajada, pero ésta se quedó en sonrisa.

– ¿A qué lo atribuye usted?

– Quizá la información preliminar que me aportó la policía fue insuficiente o errónea por completo, o tal vez mis facultades tengan altibajos, en función de los ciclos menstruales o lunares, vaya usted a saber. Ya sabe lo raras que podemos ser a veces las mujeres.

A Perdomo le hizo gracia el comentario de Ordóñez sobre el género femenino, pero decidió no exteriorizar ni una sonrisa. En lugar de eso continuó indagando:

– Si se estrenó con un fracaso rotundo, ¿cómo es que fue consultada en más ocasiones?

– Me temo que la segunda oportunidad -que yo no solicité en modo alguno- me fue dada por la enorme tozudez de la hermana de Salvador, que tenía fe ciega en mis capacidades. Era un caso de homicidio y me complace decir que proporcioné a la policía un par de indicios que permitieron localizar al narcotraficante, pues se trataba de una vendetta por drogas.

El inspector Perdomo permaneció en silencio sin saber cómo reaccionar. La psicóloga le sorprendió con el siguiente comentario:

– Es evidente que usted no cree en la percepción extrasensorial.

Perdomo no quería ser maleducado con Ordóñez, así que tardó en reaccionar, buscando como estaba una manera no agresiva de mostrar su escepticismo. La psicóloga pareció darse cuenta de lo que pasaba por la mente del policía, porque añadió:

– No hace falta que se justifique; hay tal cantidad de farsantes en este campo que el escepticismo no es sólo comprensible, sino hasta recomendable. Los parapsicólogos policiales no abundan en España, pero no se puede imaginar la cantidad de ellos que hay en otros países; suelen acertar a posteriori. Uno le puede decir por ejemplo: «Veo agua y el número 13». Cuando concluye la investigación -en el caso de un secuestro, pongamos por caso- la policía descubre que había un depósito de agua por la zona y que la calle estaba en el distrito 28013. Los datos aportados no han servido en realidad para llegar hasta la casa del secuestrador, pero nadie puede negar que el vidente tenía razón en lo que dijo.

– Pero si el agua hubiera pertenecido a una piscina municipal y el 13 al número de la casa, el parapsicólogo lo hubiera computado también como acierto, ¿no es eso?

– Exacto. El secreto de esta gente está en proporcionar información ambigua o polivalente.

– Pero si la policía conoce estos trucos, ¿por qué siguen recurriendo a los videntes?

– Porque sus técnicas para obtener credibilidad son muy variadas, no se reducen simplemente al método de la apuesta segura. A veces, los supuestos médiums obtienen información muy sólida por medios convencionales y se la entregan a la policía como si la hubieran logrado a través de percepción extrasensorial. Hay casos de videntes que se han hecho pasar por inspectores de homicidios o que han sobornado a algún agente de policía para que les suministrara información sobre las pesquisas realizadas.

– No sabía que llegaran a tal grado de desfachatez.

– Esto son casos extremos. Lo normal es que el parapsicólogo obtenga la información a través de la técnica del echador de cartas, que consiste en ir consiguiendo datos a través de las reacciones de la otra persona. Por ejemplo: «Veo trabajo». «Eso es imposible, estoy en el paro.» «Lo sé. Pero veo que vas a conseguir uno muy pronto.»

– Debo reconocer que tiene el fenómeno bien estudiado -admitió el policía, admirado con la escenificación del diálogo que acababa de llevar a cabo su interlocutora.

– Cuando me di cuenta de que había adquirido ciertas facultades (eso fue después de que me operaran de un tumor cerebral hace tres años), me dediqué a documentarme a fondo sobre la cuestión. Lo cierto es que hay personas extraordinariamente hábiles a la hora de sugestionar a los incrédulos. ¿Ha oído hablar, por ejemplo, del experimento de Forer?

– Le confieso que no.

– En 1948, un psicólogo llamado Bertram Forer sometió a sus alumnos a un test de personalidad y luego les entregó un análisis sobre su propio carácter que cada uno tenía que puntuar de 0 a 5. La media fue de 4,26. Después reveló a sus alumnos les había entregado el mismo análisis a todos, y cada uno pensaba que era el apropiado para él. Ya se imagina qué tipo de lugares comunes había vertido en el informe, todos sacados del horóscopo: «Necesitas que la gente te quiera y te admire y sin embargo eres muy crítico contigo mismo». Cosas así.

Fueron interrumpidos por la voz de una anciana, que llamaba a voces a la psicóloga:

– ¡Milaaaa, Milaaaa!

Milagros Ordóñez se puso en pie, como impulsada por un resorte, y dijo:

– Es mi madre. Vuelvo en un segundo.

Cuando la psicóloga abrió la puerta, Perdomo se percató de que el televisor seguía encendido, pero no estaba sintonizado en ningún canal. Lo único que llegaba hasta sus oídos era el sonido inconfundible del ruido blanco, lo cual le produjo un desasosiego difícil de definir. Siguió un breve diálogo entre madre e hija, que Perdomo no alcanzó a descifrar, yluego, el silencio absoluto.

El policía se levantó, inquieto, con la sensación de que estaba molestando. Cuando volvió Ordóñez, se extrañó al verle de pie.

– ¿Ya se marcha?

– Sí. Me ha dicho lo que quería saber, que es que no tiene ninguna prueba relacionada con el crimen, cosa que me tranquiliza. También le ruego máxima confidencialidad sobre cualquier información que le pudiera haber hecho llegar Salvador en su día acerca del caso.

La psicóloga sonrió al darse cuenta de que Perdomo seguía preocupado por una hipotética indiscreción por su parte.

– Inspector, lo único que sé del crimen es lo que ha publicado la prensa. El inspector Salvador y yo no llegamos a tener una entrevista sobre el caso Larrazábal porque no dio tiempo, ya que él falleció un día antes de nuestra primera cita.

La psicóloga y el policía pasaron al recibidor, donde la mujer le entregó la gabardina. Perdomo le preguntó:

– ¿Por qué hace esto?

– ¿Se refiere a ayudar a la policía? Ya le he dicho que no es por dinero, ni por la publicidad que me pudiera reportar. De hecho, debo tener mucho cuidado de que no se sepa que tengo percepción extrasensorial. Si los padres de los niños a los que trato se enterasen de que soy una especie de… bruja, me podría quedar sin clientela de la noche a la mañana.

– Entonces ¿por qué es?

– Porque cuando veo que alguien está sufriendo, necesita mi ayuda y yo puedo dársela, me parece cruel e inhumano no hacerlo.

El policía calló durante unos segundos y luego hizo una especie de resumen emocional de la entrevista:

– Parece usted buena persona y me encantaría poder creerla. La resolución de un homicidio es a veces un proceso tan complicado y laborioso que uno agradecería cualquier tipo de ayuda. Sin embargo…

– No tiene que darme explicaciones, inspector. Aunque he de decirle que, si cambia de opinión, estaré encantada de recibirle de nuevo.

Tras estrechar la mano del policía, la psicóloga abrió la puerta de la calle y Perdomo salió de la casa. Como no oyó la puerta cerrarse tras de sí, giró la cabeza y comprobó que Ordóñez había preferido quedarse a observar cómo se subía al coche.

– Supongamos -dijo Perdomo desde la puerta del vehículo-, y sólo es una suposición, que tuviera de verdad ese raro poder, que hubiera desarrollado cierto nivel de percepción extrasensorial. ¿A qué lo atribuiría usted?

Milagros Ordóñez tardó menos de un minuto en explicar al policía cómo creía ella que había adquirido sus extraordinarias dotes y el policía no pudo evitar un estremecimiento: sus profundos recelos hacia el mundo de los médiums y los fenómenos paranormales habían empezado a resquebrajarse.

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