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Cuando el inspector Perdomo y su hijo llegaron a casa aquella noche, el chico estaba tan alterado por los acontecimientos que acababan de vivir, que su padre le dijo que, si lo deseaba, podía dormir con él, oferta que Gregorio aceptó de buen grado.

Tras enfundarse en sus respectivos pijamas, ambos se metieron en la cama, pero el policía no quiso dormirse inmediatamente, sino que intentó terminar, a la luz de una pequeña lámpara que reposaba sobre su mesita de noche, una novela histórica de la que ya le quedaban pocas páginas.

Aunque acostumbrado a tratar a diario con la muerte, a Perdomo también le había impresionado el asesinato de la violinista y no hacía más que dar vueltas a lo que había presenciado aquella tarde. Tuvo que reconocer que lo que más le preocupaba era la posibilidad -sugerida por el maestro Agostini- de que los islamistas radicales hubieran cambiado ahora su modus operandi para atentar contra personajes célebres, que les aseguraran la cobertura mediática de sus acciones criminales a escala mundial. Del islamismo radical su mente -incapaz de concentrarse en el libro que tenía entre manos- viajó, por asociación de ideas, al mar Rojo, lugar en el que su esposa Juana había perdido la vida hacía año y medio y en el que en julio de 2005 terroristas de Al-Qaeda habían asesinado a 83 personas, tras colocar una potente bomba en un hotel de cuatro estrellas en la ciudad egipcia de Sharm el-Sheik. La localidad en la que su esposa había fallecido, Dahab, se encontraba también en la península del Sinaí, pero un poco más al norte, en la margen izquierda del golfo de Aqaba, y estaba considerada como el paraíso de los submarinistas.

Cuando Perdomo conoció a Juana hacía ya más de veinte años, ella ya era una buceadora experta y él siempre había querido acompañarla a alguna de sus expediciones, aunque nunca había logrado superar las pruebas médicas. Su tendencia a las reacciones alérgicas, con las repercusiones que éstas tenían en su sistema respiratorio, hacían que para él fuera sumamente desaconsejable el submarinismo con bombonas, pues a grandes profundidades, el mero roce con un alga, con un trozo de coral o con algún pez urticante le podrían colocar en tan serios aprietos que el riesgo no merecía la pena. Por todo ello, el policía no se sentía culpable por no haber acompañado a su mujer al viaje que le costó la vida, pero llevaba en cambio muchos meses cuestionándose si estaba haciendo lo adecuado para que su hijo elaborase, de la manera menos dolorosa posible, la pérdida devastadora de su madre. Perdomo se preguntaba, por ejemplo, si debía mudarse de casa, pues aquélla estaba tan asociada a la vida en trío que era difícil dar un solo paso sin que ninguno de los muebles u objetos les recordase a Juana. Otra de las dudas enormes del inspector era si debía dejarse ver por su hijo en compañía de otras mujeres, aunque sólo fueran amigas, o si era aconsejable aportar al chico algún tipo de consuelo religioso, por más que no fuera creyente. Él, de pequeño, sí lo había sido, y tenía que admitir que la idea de que a los seres queridos les queda una segunda vida después de la muerte resultaba de lo más reconfortante.

La voz de Gregorio le sacó de estas cavilaciones. Era evidente, por el tono de voz, que su hijo no había llegado a dormirse, sino que había caído presa de un estado de excitación parecido al suyo:

– Papá, ¿cómo murió mamá? -le preguntó a bocajarro.

Era la segunda vez aquel día que su hijo había sacado a colación, de manera espontánea, la figura materna, pero la primera vez, desde que habían repatriado el cuerpo de Juana desde Egipto para incinerarlo en un tanatorio madrileño, que Gregorio preguntaba por detalles específicos del accidente.

– ¿No es un poco tarde para hablar de eso, Gregorio? -dijo Perdomo con la absurda esperanza de que esa frase sirviera para zanjar el tema, al menos por esa noche. Pero Gregorio estaba dispuesto a llegar hasta el final.

– Sé que murió haciendo submarinismo, pero ¿cómo pudo ocurrirle? El abuelo dice que era una de las mejores buceadoras que había en España.

Durante una fracción de segundo, Perdomo estuvo tentado de soslayar definitivamente la cuestión con un autoritario «haz el favor de dormirte», pero algo en su interior le dijo que, siempre que fuese a petición de su hijo, lo más saludable para ambos era hablar abiertamente de Juana y de las circunstancias de su terrible accidente.

– Tu madre era, efectivamente, una gran buceadora. Por eso, siempre que podía, se escapaba unos días con alguna amiga para sumergirse en aguas del mar Rojo, y concretamente en el Blue Hole, una de las grutas marinas más fascinantes del planeta.

– ¿Es ahí donde ocurrió, en el Blue Hole?

– Sí. El Blue Hole es una laguna de coral por la que se puede pasar a mar abierto a través de un arco situado a sesenta metros de profundidad. El lugar es precioso, pero también peligrosísimo; de hecho todos los años muere algún submarinista. El cónsul español en Alejandría, que me ayudó a traer a mamá a casa, me contó que al Blue Hole lo llaman «el cementerio de los buceadores», porque en el fondo del abismo, que está a más de cien metros de profundidad, yacen los restos de los más de cien infelices que jamás lograron atravesar el arco.

– ¿Mamá lo atravesó? -preguntó el niño, mitad fascinado, mitad horrorizado por lo que le estaba contando su padre.

– Muchas veces. Y la última vez que lo intentó, no le hubiera ocurrido nada de no ser porque intentó salvar la vida a otro buceador en apuros.

– ¿Cómo pueden dejar que la gente se siga sumergiendo en ese sitio con lo peligroso que es?

– Creo que es por codicia, Gregorio. De hecho, el cónsul me contó que las autoridades egipcias, para no desanimar a los turistas, que se dejan su buen dinerito en esas aguas, maquillan la cifra de muertos para no asustar al personal. Dicen que sólo han perdido la vida cuarenta personas, cuando han sido más del doble.

– ¿Logró mamá por lo menos salvar a la persona que estaba en apuros?

– Sí -mintió Perdomo. Le pareció que era demasiado cruel para el muchacho hacerle ver que la muerte de su madre había sido totalmente estéril y gratuita, pues lo cierto es que la mujer a la que intentó rescatar acabó también en el fondo del abismo.

– ¿Por qué estaba en apuros esa persona?

– Como te he dicho, el arco para pasar a mar abierto desde la laguna está a muchísima profundidad. A partir de los cuarenta metros hay peligro, para cualquier buceador, de padece narcosis por nitrógeno.

– ¿Qué es eso?

– Las bombonas de buceo llevan una mezcla de oxígeno y nitrógeno. Si uno desciende a mucha profundidad, hay peligro de que demasiado nitrógeno se filtre a través de los pulmones al torrente sanguíneo y eso provoca un efecto parecido al del alcohol. Por eso lo llaman la «borrachera de las profundidades». Eso es lo que le había pasado a la chica que salvó mamá, que había bajado demasiado, quizá presa de los primeros síntomas de la borrachera. De todas maneras, el arco es muy engañoso, parece que sólo tiene diez metros de largo, cuando en realidad tiene veintiséis. Además hay una corriente muy fuerte que va hacia el interior, por lo que se tarda más en cruzarlo de lo que uno imagina. Pero lo peor de todo no es eso. Lo terrible es que, debido a la escasa luz que empieza a haber a esas profundidades, es fácil pasar de largo la entrada y seguir descendiendo hacia el abismo. Eso fue lo que le pasó a aquella chica; pero afortunadamente tu madre la vio, le dio alcance y pudo mostrarle la puerta del arco.

– Y entonces ¿por qué no se salvó mamá también?

– Porque la otra buceadora entró en pánico y sin querer, durante el forcejeo inicial, golpeó a mamá en la cabeza con el pie. Eso lo vieron otros buceadores que estaban más arriba. Mamá quedó inconsciente y no pudo salvarse.

– ¿Quién es esa mujer? -dijo el niño con desesperación.

– ¿Y eso que más da?

– Quiero saber quién es. Cuando sea mayor la buscaré y la mataré por haber golpeado a mamá.

– Gregorio, esa mujer no mató a mamá. Fue un accidente.

– Me acabas de decir que la golpeó en la cabeza.

– Y es cierto, pero no sabía lo que hacía, estaba como drogada por el nitrógeno. Además, ¿no te das cuenta, Gregorio? Si tú cumplieras tu amenaza y mataras algún día a esa mujer, el sacrificio de tu madre habría sido totalmente baldío.

Gregorio tuvo que reconocer que a su padre no le faltaba razón y sus ansias de venganza empezaron a desvanecerse. Pero volvió a poner en apuros a su padre al preguntarle:

– ¿Dónde crees que está mamá ahora?

Perdomo estuvo a punto de responder «En el cielo», pero se lo pensó mejor y respondió, quizá influido por sus ancestros gallegos, con otra pregunta:

– ¿Dónde te gustaría a ti que estuviera?

– Me gustaría que Dios existiera y que mamá estuviera ahí arriba, con él, y que nos pudiera ver y supiera que hablamos y nos acordamos de ella todos los días. Pero el abuelo me ha di cho que Dios no existe.

– No seré yo quien lleve la contraria a tu abuelo, Gregorio. Pero eso no quiere decir que tu madre nos haya dejado para siempre. Cada vez que la recordamos, vuelve a estar entre nosotros.

– Pero yo quiero volver a hablar con ella algún día, papá. No puedo soportar la idea no volver a ver a mamá nunca más.

Gregorio rompió a llorar, un llanto devastador e inconsolable que ninguna palabra de su padre podía ya mitigar. Éste se limitó a abrazar a su hijo y así permanecieron los dos durante mucho rato, hasta que, vencido por el cansancio y las emociones de aquel día, el niño se quedó completamente dormido.

A Perdomo le pareció que Gregorio había dado el primer gran paso, un año y medio después del accidente, para poder asimilar completamente la muerte de su madre.

Y entonces se acordó del teléfono móvil de Juana.

Las autoridades egipcias le habían hecho entrega en su día de todas sus pertenencias personales, teléfono incluido, y Perdomo había olvidado darlo de baja en su momento. El aparato estaba en algún rincón de la casa, sin batería, por supuesto, pero Juana seguía siendo cliente del operador y Perdomo sintió en ese momento la imperiosa necesidad de llamarla, para poder escuchar su voz en el mensaje saliente del contestador. Marcó el número y, como el aparato estaba desconectado, el buzón saltó automáticamente: «Hola, soy Juana. No seas tímido y deja un mensaje. Si no dejas nada no sabré quién eres y no podré devolverte la llamada. ¿Hace falta recordarlo? ¡No puedes empezar a hablar hasta que no suene el PIP! Adiós».

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