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El ático que había comprado Ane Larrazábal en Madrid estaba situado en la calle de la Morería y Perdomo pensó que aquel nombre era casi un augurio funesto, pues la violinista había sido encontrada con una inscripción en árabe en el pecho y «moro» era precisamente la palabra que se había empleado históricamente en España para designar a las personas de origen magrebí.

Perdomo había quedado citado con Carmen Garralde, la asistente personal y agente artística de la víctima, a la caída de la tarde en el ático de Larrazábal de la calle Morería. Como hacía buen tiempo, las cercanas terrazas de Las Vistillas ya estaban abarrotadas de gente que acudía a la zona, tanto para asistir a las espectaculares puestas de sol que se disfrutaban desde aquel altozano como para gozar de la deliciosa brisa que solía soplar por allí y que invitaba a la charla y al esparcimiento. El policía recordó las incontables ocasiones en las que él y su mujer se habían tomado en Las Vistillas la copa previa a la cena en cualquiera de los restaurantes mexicanos que abundan en el barrio y a los que tan aficionados eran ambos, y casi pudo oler la fragancia, mezcla de cítricos y flores frescas de Cristalle, el perfume de Chanel que solía emplear su esposa. Se dio cuenta, sin embargo, de que era la primera vez que la evocación siempre triste de Juana no iba acompañada de cierto sentimiento de rabia hacia ella por haberlos abandonado a él y a Gregorio, por no haber cuidado de sí misma como hubiera debido. En esta ocasión, el recuerdo se mezcló con la idea reconfortante de que cada vez que él pensaba en ella y podía sentirla con tanta fuerza dentro de sí, le estaba devolviendo en cierta forma la vida.

Carmen Garralde le había advertido de que el portero automático estaba roto y que debía llamarla al móvil cuando estuviera frente al portal para que ella supiera que tenía que bajar a abrirle.

– Hágame una perdida -le había recomendado la mujer.

Pero Perdomo no quiso correr riegos y siguió llamando al teléfono hasta que se lo cogieron.

– Inspector Perdomo -dijo lacónicamente cuando oyó la voz aguardentosa de Garralde.

– Mire, padezco artritis reumatoide desde hace años y me cuesta un montón bajar y subir escaleras. Es que el ascensor se quedó fuera de combate el mismo día que el portero automático y… ¡y ya va para tres semanas! ¿Le importa que le tire las llaves desde la terraza?

Perdomo se situó en el punto en que le explicó la mujer y aguardó allí a que le lanzara las llaves durante un tiempo que le pareció interminable. Se entretuvo estudiando a la gente que tomaba copas en una terraza cercana y no pudo evitar pensaren cuánto había cambiado Madrid en los últimos años: la expresión un poco manida de «somos un crisol de culturas», que tanto les gustaba emplear a los políticos locales en sus discursos, era hoy más cierta que nunca, pues en aquella terraza se mezclaban los latinoamericanos con los subsaharianos, los eslavos con los estadounidenses y, cómo no, también con los magrebíes, que Perdomo pudo identificar con facilidad porque eran los únicos en cuya mesa no había consumiciones alcohólicas. Luego reparó en la cantidad de ruidos distintos que había en el ambiente, y cerró los ojos para individualizarlos. Además de voces humanas, hablando varios decibelios por encima de lo necesario -España, recordó, era el segundo país más ruidoso del mundo después de Japón-, se escuchaban perros ladrando, pájaros piando, motos a escape libre, una flauta dulce dando la murga desde una ventana de un primer piso, televisores a todo meter, y hasta el ruido de un taconeo flamenco que provenía de un semisótano.

Le sacó de su ensimismamiento el ruido metálico de las llaves contra el suelo, a escasos centímetros de donde él se encontraba. «Un poco más y me abre la cabeza», pensó el policía, que cuando quiso mirar hacia arriba no pudo ya localizar a Carmen Garralde, pues la mujer se había desvanecido como un fantasma.

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