Cuando el cliente de Dudley, un veinteañero gordo y pálido con pantalones cortos morados hasta las rodillas, sandalias y una corbata atada a la muñeca, se presentó en el mostrador para ser reponedor en Frugo, se levantó una mujer que estaba sentada en la fila delantera de las sillas de plástico. Llevaba una blusa blanca sin mangas con perlas (o botones en forma de perla) y una amplia falda amarilla sin forma hasta los tobillos. Aunque no le tocaba el siguiente número, se apresuró hasta la ventanilla de Dudley abanicándose con su sombrero de amplias alas.
– ¿Es usted, no? -dijo-. Usted es el hombre al que busco.
Pasaba de los cuarenta y tenía la esperanza de que hubiera sido otra persona quien le dijera que era elegible para muy pocos trabajos. Sin embargo, enseguida vio que no se trataba de un cliente.
– Si tiene que ver con mi relato, lo soy -dijo.
– ¿Su relato?
– El que van a publicar, o el de la historia de mi vida, si es lo que desea.
– Mi hija y yo ya sabemos bastante sobre usted, gracias.
– ¿Es usted la editora? Ella puede preguntarme más cosas si quiere. Y usted también puede.
– ¿Qué…?
La mujer se echó hacia delante con tanta brusquedad que la cargada cesta que llevaba en el regazo crujió.
– Sí, le preguntaré algo -dijo alzando la voz-. ¿Por qué llamó usted prostituta a mi hija cuando vino a buscar trabajo?
Sus expectativas se esfumaron y volvió a caer en la banalidad, y cosas peores, de aquella oficina. No estaba demasiado interesado en protestar.
– No lo hice.
– Ella dice que sí. Dígame por qué tendría que mentir, si nunca lo hace. Mejor será que cuide sus palabras si desea conservar su empleo.
– Puede que no. Puede que no lo necesite.
Mientras ella intentaba no abrir la boca a la vez que él murmuraba aquello, el calor estancado se volvió perfumado.
– ¿Algún problema, Dudley? -preguntó la señora Wimbourne como si escuchara su propio eco.
– Mi hija vino buscando un empleo, que no diré que apruebo, pero no le corresponde a nadie de detrás de este mostrador aprobarlo o no, y su subalterno la llamó prostituta.
– Yo no soy subalterno de nadie.
– Bien, Dudley. Yo me encargaré de esto -dijo la señora Wimbourne dirigiéndose a la otra dama-. Recuerdo el incidente y creo que se trató de un malentendido.
– Lo único que yo le dije fue que hay trabajos que no nos permiten ofrecer.
– Me temo que es el caso, señora.
– ¿Qué? ¿Que ustedes se permitan juzgar cómo debe la gente ganarse la vida o insinuar que mi hija sea una mentirosa?
– Yo diría que ninguna de las dos cosas. Seguro que el señor Smith…
– Si desea mi opinión, usted está más segura de él de lo que se merece. Le aconsejo que no le quite el ojo de encima -comentó la mujer antes de arrastrar la silla como si retrocediera de él-. Supongo que siempre podrán salirse con la suya, ya que trabajan para el Estado -dijo.
Inmediatamente se dirigió a la puerta.
Lionel se puso de pie a un lado para dejarla marchar y en ese momento la señora Wimbourne dijo:
– ¿Qué es eso que van a publicar? Ven y explícamelo.
Sus compañeros estaban ansiosos por enterarse de por qué querría hablar con él en privado. Después de seguirla hasta la sala de personal, fingió haber cerrado la puerta, pero solo la dejó entornada unos centímetros. La señora Wimbourne buscó en su bolso, que estaba encima de la mesa, antes de darse cuenta de que ni siquiera ella podía fumar en el establecimiento. Quizá por eso su voz sonó más contrariada.
– ¿De qué va, entonces?
– Tengo un relato en una revista y además lo van a llevar al cine.
– ¿Es eso cierto o estás intentando impresionar a Colette?
– Desde luego que no -dijo con indiferencia sin importarle que Colette oyera aquello-. Es totalmente cierto.
– La historia no está basada en un hecho real, ¿verdad?
Aunque estaban fuera del alcance de la luz del sol, el calor llameaba a su alrededor.
– ¿Por qué debería estarlo? Es una historia.
– No está basada en lo que haces.
Se aclaró la garganta, cosa que le ayudó más a hablar que a pensar.
– ¿Cómo? ¿En lo que hago?
– Una vez que salís de esta oficina ya no es asunto mío. Quiero decir que trabajas aquí; que no has escrito sobre eso.
No pudo evitar un resoplido.
– No. ¿Qué podríamos escribir de aquí?
– No sabía que tuvieses tan mal concepto de tu trabajo. Deberías haber pedido permiso para la publicación.
– ¿Qué tiene que ver eso con nadie de aquí?
– Deberías haber preguntado, aunque ya es un poco tarde. Parece que querías que todo el mundo se enterara de esto antes que nosotros. Quizá hayas olvidado tus condiciones de servicio. Se supone que debes comunicárnoslo antes de aceptar cualquier otro empleo que nos haga competencia. ¿Adónde vas?
– La puerta no está cerrada.
– Déjala abierta, entonces. ¿Qué tienes que decir?
– ¿En qué sentido escribir es hacer competencia? Salvo que gané un concurso…
Tras dar esa contestación, y ver que ella no hizo caso de su ingenio, continuó:
– No tiene sentido.
– Yo decidiré eso. Cuéntame los detalles, quiero que me lo cuentes todo ahora mismo.
– Va sobre una persona que es asesinada porque no aprecia a alguien a quien cree conocer por completo.
Tras darle a la señora Wimbourne un tiempo para interpretar si le gustaba o no, continuó:
– Estaré en la portada de La Voz del Mersey.
– Tendré que tener una conversación con alguien de arriba. Mientras tanto, adviérteles a los de tu revista de que puede que tengan problemas. Recuerdo casos de funcionarios a los que se les prohibió tener cualquier clase de trabajo adicional cuando tenía tu edad. ¿Vas a llamar a la revista?
– Aún no.
Despegó los labios con un sonido seco y cortante.
– Entonces, vuelve al trabajo.
¿Cómo se atrevía a hablarle de su edad y actuar como una directora de colegio? Mientras sacaba su caliente y entumecida cara de aquella sala, miró las coronillas de las cabezas de sus compañeros con la esperanza de que a ninguno se le ocurriera soltar lo que habían escuchado sin querer.
– Treinta y siete -gritó llamando a una joven madre cuyo bebé empezó a chillar al verlo.
Mientras ella lo mecía en su cochecito y después entre sus brazos e intentaba calmarlo con un biberón que aún lo angustió más, él le gritaba las preguntas. Al final consiguió un empleo con un grupo de actividades infantiles de entre las descripciones que aparecieron en la pantalla de su ordenador.
Finalmente pudo liberarse de aquel llanto que hacía parecer que la pantalla latía como si su dolor de cabeza se hubiese hecho visible. Mientras se preguntaba si había sido algún aspecto de su actuación lo que había llevado a la señora Wimbourne a inclinarse sobre él, Lionel abrió la puerta para dejar salir al estridente cochecito.
– Mejor será que te vayas a almorzar ahora -dijo.
Sería otra persona quien tendría que atender al joven, de cara pálida, delgada y llena de pecas que parecían pequeñas muestras de su cabeza pelirroja, que había entrado en la oficina como si buscara pelea. Dudley intentaba mantener las distancias con él mientras avanzaba hacia la puerta cuando le sonó el móvil.
– Dudley Smith -dijo.
– Soy Patricia, de La Voz…
– Voy a salir -dijo, saliendo hacia la luz-. Ya estoy.
– Vincent ha regresado a la ciudad. ¿Podría ser mañana? Walt sugiere que nos reunamos todos en el Ringo's Kit en Penny Lane.
– Esta misma noche, si quieren.
– No se preocupe, la reunión no es tan urgente. Entonces, ¿mañana a las ocho? Vincent desea que se traiga todas sus historias; le he hablado de ellas.
– ¿De cuáles? -dijo tan violentamente que le escupió a una mujer en la espalda.
– De todas en general y de ninguna en particular.
– Entonces no le cuente nada más.
Tenía que pensar en nuevas ideas para ofrecerle al director. Dudley terminó con Patricia y dejó caer el móvil en el bolsillo de la camisa. Se dirigía hacia la tienda de bocadillos que había más allá del mercadillo cuando un hombre gritó:
– ¡Dudley Smith!
Fue incapaz de identificar la voz hasta que el hombre dio un paso más hacia él.
– ¿Se llama usted Dudley Smith?
Su pálida cara estaba más manchada que nunca, parecía que incluso las pecas estaban enfadadas.
– Lo siento -se vio obligado a decir-. ¿Me buscaba antes?
– Aún le sigo.
– ¿De dónde es?
– ¿De dónde le parece que soy? De por aquí, ¿qué le importa eso?
Aquello le sonó a Dudley más combativo de lo razonable.
– Quería decir que quién le envía.
– No me envía nadie.
Aquella palidez estaba haciendo que las pecas se volvieran virtualmente incandescentes.
– Vine por mí mismo.
– Quiere decir que trabaja por su cuenta; no hay nada malo en eso, yo hago igual.
– No, carajo, no se invente cosas sobre lo que soy o dejo de ser.
– ¿Qué quiere exactamente? Se supone que debería estar almorzando.
– ¿Así que puede seguir usando su poder para hacerle daño a más mujeres?
Pareció que todo el calor de la luz convergía en Dudley como si el cielo se hubiese transformado en una gigantesca lente. Tuvo que hacer trabajar a su lengua y humedecerse los labios para poder decir:
– No tengo ni idea de lo que me está hablando. ¿Dónde le han dicho mi nombre?
– ¿Dónde cree usted? Antes lo estaba diciendo a voces.
– ¿Por qué no iba a hacerlo? Soy escritor.
– Entonces, ¿por eso se cree que puede tratar con desprecio a cualquiera que le pida ayuda?
– ¿Quién dice eso?
– Mi hermana y mi madre. Venga, llámela mentirosa también a ella.
Tenía la cara iluminada de blanco y rojo y Dudley reconoció entonces el parecido con la aspirante a bailarina de club de las pecas.
– Yo no dije que ninguna de las dos lo fuera -dijo Dudley-. Tendrá que disculparme, quiero almorzar.
Cuando Dudley empezó a caminar hacia la tienda de bocadillos, el hombre se puso delante de él.
– No lo disculpo, no.
– Está haciendo el ridículo en público -dijo Dudley lo suficientemente alto para que lo oyera cualquiera que estuviese cerca-. Le dejo para que continúe.
Se hizo a un lado y el hombre lo imitó.
– Quiero oír cómo se disculpa cuando vuelva con ellas.
– No tengo nada por lo que disculparme. Vaya y pregúntele a la encargada si no me cree.
– ¿Ahora se esconde tras las faldas de una mujer? -dijo el hombre volviendo a imitar los pasos que daba Dudley-. Qué patética mierdecilla es usted.
Le acercó tanto la cara que Dudley vio cómo estaban incrustadas en la piel cada una de las pecas inflamadas. Aquella opresiva proximidad le hizo ponerse en guardia.
– ¡Quítese de mi camino! -gritó-. O…
– ¿O qué, esnob sádico?
Dudley esperaba que aquel arrebato atrajera la atención de al menos uno de los guardias de seguridad, pero estos parecían estar pasándoselo bien y sin preocupación con aquella confrontación, al igual que la gente que pasaba por allí.
– Las palabras no hacen daño -dijo plantándole las manos sobre los hombros y empujándolo.
Su perseguidor dio un traspié hacia atrás y se dio con el borde de un banco metálico detrás de las rodillas. Le hizo una mueca y dijo:
– Mira a ver si eso duele -gruñó a la vez que le metía la mano a Dudley en la entrepierna-. No tienes mucho, ¿eh? No hay duda de que lo único que eres capaz de hacerle a una mujer es daño.
El dolor que sintió Dudley le impedía pensar. El hombre retorció el puño abriendo los ojos en señal de triunfo o desafío. Dudley se imaginó cómo podría hinchársele si le clavara las uñas, pero temía gritar en público.
– ¡Que alguien me ayude! -consiguió decir-. Miren lo que está haciendo, ¡deténganlo!
Una mujer empezó a reírse, pero eso fue todo. Más allá de su torturador podía ver un montón de basura y unos perros de plástico que golpeaban los lados de una caja de cartón que había en la acera. Volvió a tambalearse por culpa de aquel ataque sin sentido. El dolor le alcanzó el estómago.
– Déjame en paz o te mato -dijo entre dientes.
– Seguiré si no vas a disculparte -dijo el hombre apretando más.
Se protegía su propia entrepierna con el reverso de la mano con la que apretaba a Dudley. Podría haberlo agarrado por el nervudo cuello, pero ¿y si no hubiera podido detenerse una vez que el hombre le hubiera soltado? Emitió un gemido que habría deseado que fuese solo de frustración y el hombre dijo:
– ¿Qué ha sido eso? Perdona, ¿qué era?
– Siento que pensaran que dije algo que no dije.
– No me vale -dijo el hombre retorciendo más la mano.
Lo siguiente que dijo Dudley se pareció más a un grito:
– Siento que me escucharan insultar a tu hermana.
Dos mujeres que pasaban por allí lo abuchearon al oír aquello y el hombre se lo pensó durante unos segundos antes de abrir la mano.
– Se lo diré -dijo-. No volveremos a vernos. Ni sueñes con darte la vuelta.
Cuando el hombre se fue, Dudley pensó en lanzarse sobre él y agarrarlo por detrás. Se imaginó que la gente le advertiría, pero no a tiempo. En vez de eso, intentó no moverse mientras el hombre se convertía en uno más entre el conjunto que poco a poco se había renovado con personas que no habían presenciado el incidente. Una vez que estuvo seguro de que ya nadie lo observaba, se dirigió hacia algún sitio donde pudiera estabilizar aquel dolor.
Cada uno de los pasos que daba amenazaba con exacerbar el dolor y así era. Casi estaba lo bastante desesperado como para sentarse en el banco metálico, pero consiguió regresar al centro de trabajo. Caminó rígido, lleno de rabia y dolor hasta la puerta y pasó detrás del mostrador. Aún no había alcanzado la sala de personal cuando Colette volvió su silla. Mientras él intentaba no chillarle que dejara de mirarle, ella dijo:
– ¿Es cierto que van a publicar una historia tuya y que la van a llevar al cine?
– Puede ser -gruñó mientras entraba en la sala.
Intentaba sentarse con mucho cuidado en la silla más blanda que había cuando la señora Wimbourne entró en la habitación.
– Debes mejorar tu actitud hacia los compañeros de trabajo, Dudley. Te sugiero que pienses lo que quieres hacer exactamente con tu vida.
Salió de la habitación dejándolo allí agachado sobre un dolor que parecía no aliviarse si no era transmitiéndoselo a otra persona. El problema era que no creía que nadie hubiera experimentado nunca aquel dolor excepto él.