Finalmente Kathy se dio cuenta de que tenía que deshacerse de Patricia. Solo podría ser capaz de pensar estando a solas, aunque parecía que su mente se había hundido en una profunda fosa cuya oscuridad le tapaba la visión, impidiendo dejar pasar la luz del día. Hizo lo posible por echarle la culpa de aquello a la insistencia de Patricia en enseñarle todas aquellas fechas y de hacerle sentir compasión, a pesar de no estar dándose cuenta de lo condescendiente que ya estaba siendo. Sin embargo, de aquella manera no iba a conseguir que Patricia se marchara. Dudley estaba en lo alto de la colina, vigilando la casa.
Lo había visto hacía unos minutos y temió que Patricia también se hubiera dado cuenta. Tendría que fingir querer ver un par de fechas más para mantener ocupada a su torturadora. Al menos tenía una razón para alegrarse de que Patricia estuviese en el escritorio: Dudley podría ver que no era seguro aventurarse a volver a casa. Kathy simuló estar interesada en los detalles de la pantalla hasta que estuvo segura de que él estaba observando la situación desde detrás de algunos helechos.
– Está bien -dijo entonces, esperando que pudiera ser así.
Patricia levantó la cabeza con tanta firmeza que no pareció natural y miró a Kathy a los ojos. Casi con más pena de la que Kathy fue capaz de soportar y con la discreción que lo agravaba aún más, dijo:
– Entonces ya ha visto suficiente.
– Definitivamente sí.
– ¿Llama usted o prefiere que lo haga yo?
– Por supuesto que llamaré yo.
– Disculpe si le he parecido entrometida. De hecho, no sé dónde está mi móvil. Lo utilizó para enviarles un mensaje de texto a mis padres diciéndoles que me había ido a Londres.
Kathy estaba pensando que aquella tardía explicación era inútil cuando Patricia dijo:
– Espero que aún lo lleve consigo. Así podrán seguirle la pista.
– No había pensado en eso. ¿Quieres ir a ver si tu ropa está ya lista mientras llamo por teléfono?
La mirada de Patricia no fue lo bastante larga como para demostrar abiertamente su sospecha.
– Yo también iré -dijo.
Cuando Patricia se dirigió con mucho cuidado hacia el rellano, Kathy apagó el ordenador. Ahora no podía localizar a Dudley, pero le daba igual con tal de que permaneciera escondido. Una vez que se hubiera deshecho de Patricia, podría llamarlo y decirle que viniera a casa. Mientras seguía a Patricia por las escaleras y miraba cómo retiraba la ropa del tendedero, se sintió protectora con respecto a la chica. Quizá se trataba de aquel sentimiento de domesticidad que tenía tantas ganas de preservar: la idea de que mientras la vida dependiera de aquella clase de detalles, se mantendría sólida y familiar o al menos sería capaz de volver a esa condición.
– ¿Estás bien? -le preguntó a Patricia como un eco de sí misma.
– Voy a estarlo. Aún no ha llamado, ¿verdad?
– Primero quería ver cómo estabas.
– Estoy en ello -dijo Patricia, volviendo a mirarla.
– Cámbiate aquí si no quieres subir.
Patricia buscó algo de intimidad mientras Kathy esperaba, pero dejó la puerta del cuarto de baño abierta. Kathy tuvo que agacharse sobre el teléfono y mantener baja la voz, pero que se la oyera. Patricia salió del cuarto de baño con aire desaliñado aunque decidido, mientras Kathy terminaba la llamada. Kathy vio que aún quedaba un asunto en el aire y no tardó en hablar.
– ¿Quieres llamar a tus padres por teléfono? Seguramente se estarán preguntando dónde estás.
– Sí -dijo Patricia, recordando después sus modales-. Gracias. Si no le importa.
– ¿Podrías decirles que estás bien y contarles el resto cuando llegues a casa?
No estaba segura de lo que conseguiría con aquel aplazamiento, pero merecía la pena intentar cualquier cosa con tal de proteger a su hijo. Se andaba preguntando si quizá le había pedido demasiado a Patricia cuando esta dijo:
– Lo único que quiero es que esto acabe.
Kathy no sabía si tomarse aquello como una amenaza hacia su hijo. Era evidente que Patricia no estaba segura de qué número marcar. Finalmente se decidió por uno que parecía ser el de un móvil y Kathy temió que Patricia estuviera intentado seguirle la pista al suyo propio. Contuvo la respiración y antes de que hablara, comenzó a sentir el pulso de manera exagerada.
– Mamá, soy yo -dijo Patricia.
Kathy deseó que su hijo le hablara a ella de aquella manera. Dejó salir el aire, pero con la siguiente inspiración tuvo la misma dificultad; aún estaba nerviosa por lo que Patricia pudiera contar.
«No estoy allí», sonó potencialmente peligroso, al igual que: «No lo hice» y «No había ninguno». Hasta que Patricia no dijo «¿Puedo contároslo cuando os vea?», Kathy no empezó a relajarse.
– ¿Dónde estás? -dijo Patricia-. ¿Puedes escaparte? ¿Podríamos vernos en casa? Me gustaría ir a casa. Te veré allí.
Colgó el auricular y miró a Kathy.
– ¿Puedo llamar a un taxi?
– Ya lo he hecho yo.
– Gracias.
Después de una pausa mucho más cortante de lo que se merecía, Patricia dijo:
– ¿Ha llamado a alguien más?
– Aún no.
– Kathy, alguien debe hacerlo.
– Entonces, por favor, déjamelo a mí. Yo me encargaré. Soy su madre.
Kathy se esforzaba por parecer seria sin que se notara. Entonces se oyó un coche fuera. Se recordó a sí misma que no podía tratarse de la policía.
– Creo que es tu taxi.
Patricia le sostuvo la mirada hasta que el taxista tocó el claxon. Después dijo:
– ¿Dónde está mi bolso? ¿También se lo ha llevado Dudley?
– No es un ladrón, Patricia.
Seguramente se había llevado el móvil de la chica por puro despiste.
– Lo traje aquí abajo -dijo Kathy mientras se dirigía a la cocina-. Te lo habías dejado en el rellano.
Patricia parecía lista para discutir, incluso después de haber comprobado el contenido del bolso, pero un segundo toque de claxon intervino antes.
– Mejor vete antes de que los vecinos empiecen a quejarse -dijo Kathy.
De hecho, Brenda Staples ya estaba asomada a la ventana delantera de su casa. Kathy acompañó a Patricia hasta el taxi, por si necesitaba apoyo y cerró la puerta del vehículo.
– Conduzca con cuidado. Está algo débil -advirtió al conductor.
Quizá no debería haber dicho aquello ya que la mirada que le echó Patricia no era de agradecimiento. Kathy vio cómo el taxi desaparecía al doblar la esquina y después se giró para mirar hacia la ventana de su vecina.
– Solo una visita -informó a Brenda Staples, regresando después a su casa.
Tenía que hablar con Dudley. Era lo único en que podía pensar e intentarlo la hacía sentir rodeada de una negrura que ni la luz del día era capaz de disipar. Cogió el teléfono del recibidor y marcó los dígitos de Dudley mientras subía corriendo las escaleras para llegar hasta su ventana. Pensó en abrirla, pero ¿y si Brenda Staples la escuchaba? Mientras miraba a través del cristal, la voz de Dudley le puso fin a los tonos.
– Dudley Smith, escritor y guionista. El señor Matagrama y yo debemos de estar ocupados. Déjanos un mensaje.
– No quiero dejar un mensaje, quiero hablar contigo -dijo Kathy intentando esquivar sus muchos pensamientos-. No estás ocupado. No estás tan ocupado como para no poder hablar ni con tu propia madre. ¿Estás ahí? ¿Estás ahí, Dudley? Sé que lo estás.
Nada de aquello trajo consigo ninguna respuesta, ni el más leve movimiento en la colina. Sin embargo, lo que le tenía que decir no podía dejárselo grabado en el contestador. Al terminar la conexión, se dio cuenta de que necesitaba saber que Patricia no tenía su móvil con ella. ¿Y si había fingido que no se encontraba en el bolso? Estaría llamando a la policía, o podría haberlo hecho mientras Kathy intentaba alcanzar a su hijo. Kathy marcó el teléfono de Patricia y cerró los ojos, pero tuvo que abrirlos para aliviar aquella oscuridad. Aún miraba con los ojos entrecerrados cuando el móvil dejó de comunicar. Lo único que recibió como respuesta fue silencio.
– ¿Hola? -dijo Kathy.
Agudizó el oído al escuchar un sonido. Era un susurro, pero no una voz. Era un crujido de hojas. Pensó que eran los helechos de la colina con tantas ganas que casi pudo olerlos.
– Sé que eres tú, Dudley -dijo-. Ya puedes hablar.
Al principio temió que hubiera cometido un error, que aquel sonido fuera el de la brisa de la ventanilla del taxi y que le hubiera dicho aquello a Patricia. La oscuridad iba haciendo que la luz fuera irrelevante cuando Dudley dijo:
– ¿Por qué?
Kathy suspiró antes de poder hablar.
– Patricia se ha marchado.
– ¿Adónde? -dijo aún más cortante-. ¿Te hizo creer que tenía que ir al hospital?
– A casa. Ella ya no importa. Tenemos que hablar, pero no así.
– ¿Por qué? ¿Crees que hay micrófonos ocultos? No pueden coger así al señor Matagrama.
No se le había ocurrido aquella posibilidad, la cual añadió otra capa más a la oscuridad, pero seguramente no había habido tiempo para grabar la línea.
– Quiero verte la cara -dijo.
– No esperes que vuelva a casa después de haberte puesto de parte de esa zorra.
– ¿Cómo sabes que me he puesto de su parte? No estabas aquí. Saliste corriendo sin darme ninguna explicación.
– No corrí. Que necesites una explicación está igual de mal que el que te pongas de su parte.
Aquella era exactamente la clase de confrontación que no quería tener con él mientras no pudiera verlo.
– Creo que no deberías volver a casa -dijo.
– Me estás echando porque esa zorra te lo ha dicho.
– Claro que no, Dudley. Te estoy diciendo que deberías mantenerte alejado porque creo que va a ponerse en contacto con la policía.
Se oyó un sonido a través del teléfono que parecía cierto regocijo.
– ¿Y qué va a contarles? No tiene nada que enseñarles. Es mi palabra contra la suya y es ella la que tiene una razón para escribir una historia.
Kathy creyó que era capaz, a pesar de su debilidad, de sentir esperanza.
– ¿Qué razón, Dudley?
– Es periodista, ¿no? Eso es lo que hacen cuando deciden que no les gusta alguien.
– ¿Y qué hay de tus historias?
Kathy miraba fijamente la pantalla negra, que le devolvía la misma mirada de consternación.
– ¿Qué vas a decir sobre todas esas fechas? -consiguió añadir.
– Has estado fisgando mientras yo estaba fuera, ¿no? Eres igual que ella.
– Soy tu madre. Necesitaba saberlo -dijo Kathy esforzándose por no creer que su respuesta era una admisión-. ¿Qué habrías dicho si hubieses estado aquí?
– Intenta pensar. Veamos si eres capaz de imaginar algo para variar.
– Ya estoy imaginando demasiado y no quiero. Te lo estoy preguntando.
– Crees que son pruebas, ¿no?
– Dudley, ¿qué se supone que debo creer?
– Entonces, mejor destrúyelas si quieres protegerme -dijo, colgando inmediatamente después.
– No puedo -dijo Kathy con el teléfono en la mano.
Extendió el dedo para volver a llamarlo y decidir dónde podrían reunirse. Entonces se preguntó si Patricia ya habría llamado a la policía. ¿Y si se paraba en una cabina telefónica o le pedía al conductor que llamara por ella? ¿Y si la policía estuviera de camino para requisar el ordenador? Dudley nunca le habría pedido que eliminara su trabajo a menos que tuviera otra copia en alguna otra parte.
– Tengo que hacerlo -dijo, pero ya no al teléfono. Dio un salto.
Tiró de los cables del monitor y cogió la torre en brazos. Parecía tan vulnerable como cuando Dudley era un bebé, aunque aún debía estar bajo la personalidad que había creado. La idea de tener que estropearlo trajo más oscuridad a su visión y a su mente, pero ¿cómo iba a dejar que aquello perjudicara a su hijo? Si lo hubiese tirado, quizá habría dañado los documentos, pero no habría estado segura de haberlos eliminado. No se había dado cuenta de que sollozaba mientras llevaba el ordenador al cuarto de baño y lo colocaba con suavidad en la bañera.
– Tengo que hacerlo -se repitió mientras ponía el tapón y abría los grifos.
Salieron algunas burbujas del ordenador a medida que el agua lo alcanzaba, pero no flotaba. Dejó que el agua subiera hasta casi rebosar ya que no podía ver por culpa de las lágrimas. Se frotó los ojos con energía y se hizo daño en los dedos al cerrar los grifos. ¿Podría conservar al menos los manuscritos de sus historias? No sabía si la policía sería capaz de fijar las fechas con precisión en vista de lo desarrollada que estaba la tecnología. Si Dudley hubiera querido que ella no lo hiciera, seguramente se lo habría dicho. Sin embargo, también le resultó difícil recoger las historias de su habitación y llevarlas al jardín trasero, donde las puso en lo alto de un puñado de hierbajos. Había leído hasta la mitad de la primera página como si tratara de grabar cada palabra en su memoria, el comienzo de Los trenes nocturnos no te llevan a casa, cuando se acordó de que tenía que darse prisa. Con una cerilla de cocina, prendió fuego a las hierbas y a la esquina de las páginas y se puso derecha cuando las llamas corrieron a borrar las líneas impresas. Se giró y vio que Brenda Staples la estaba mirando por encima de la valla. Se frotó los ojos enérgicamente.
– Me ha entrado humo -explicó.
– ¿Qué está quemando? -le preguntó la vecina sin relajar la mueca-. ¿Son las historias de su hijo?
– ¿Porqué, Brenda? Tiene mucha imaginación. Qué idea ha tenido.
Kathy se apresuró a entrar en casa, coger el teléfono y llamar a su hijo.
– Dudley, Dudley -siguió diciendo hasta que su voz recitó el mensaje-. Lo he hecho. Ya puedes volver -dijo en cuanto terminó aquél.
Lo único que recibió como respuesta fue un ruido electrónico a medio camino entre un suspiro y un siseo. Kathy subió corriendo las escaleras para mirar desde su ventana, aunque apenas podía soportar estar cerca de aquel monitor huérfano. ¿Contestaría el teléfono de Patricia? Lo único que respondió fue su voz. Kathy volvió a dejar el mensaje y buscó por la ladera de la colina, desprovista de toda actividad a lo largo de la desierta calle. Estaba casi segura de que aún seguía vigilando la casa para comprobar que estuviese a salvo, pero ¿habría seguido su consejo? Quizá no contestaba a los teléfonos por miedo a que le siguieran el rastro. En tal caso, debería huir, aunque seguramente no podría haber llegado muy lejos desde que habían hablado por última vez. Ni siquiera habría abandonado la colina aún. Entonces se dio cuenta de cómo podía localizarlo. No podía soportar quedarse en su habitación ahora que se había quedado tan vacía de él y de sus historias. Se obligó a alejarse del escritorio y corrió a por su bolso que aún estaba encima de la maleta en el recibidor.
No tenía tiempo para ver si Brenda Staples la estaba observando correr por el sendero. Mientras daba una carrera para cruzar la calle y subía la cuesta del estrecho sendero por culpa la descuidada vegetación, tuvo la sensación de dejarse atrás mucho más que su casa y la calle. Si era por el bien de Dudley, lo tenía que hacer. Cuando llegó al espacio abierto de lo alto del sendero, marcó su número.
No pasaba nada si se negaba a contestar. Siempre que no hubiese desconectado el teléfono, podría oírlo si sonaba por allí cerca. Estaba tan ansiosa por escuchar aquel sonido que cuando el teléfono empezó a comunicar se alejó el aparato de la oreja. Lo sostuvo entre sus manos como si le fuese de ayuda para rezar y se convenció de que lo que estaba oyendo era su tono, a pesar de lo distante y confuso que sonaba.
– ¿Dudley? -llamó-. Puedo oírte. Sal que te vea. ¿No has oído mis mensajes?
Claro que también podría haber otros móviles con la misma melodía. De pronto temió que le hubiese revelado su presencia a alguien más en la colina. ¿Y si la policía estaba ya por los alrededores buscando a su hijo? Aquella posibilidad fue como un cordón negro capaz de abarcar todo el blanco sol y el cielo azul. Entonces, como una alarma el tono de Halloween cesó y Dudley apareció a su izquierda de detrás de unos arbustos.
– ¿Qué has hecho? -preguntó-. Yo no te dije que hicieras nada. Dios, ¿qué creías que te había dicho?
Podía imaginarse que sus labios temblaban bajo su mirada y tuvo que humedecérselos antes de poder utilizarlos.
– Tus historias.
Aquello hizo que Dudley tuviera problemas con su propia boca, cuyos labios no estaban seguros de que forma adoptar.
– ¿Qué has hecho con ellas… -dijo sin entonar apenas la pregunta.
– Ya viste lo que creía Patricia. ¿Qué crees tú que pensará la policía? -No fue capaz ni de expresarlo con palabras-. Tendrás copias de tus historias en alguna parte, ¿verdad?
– Sí. Las que imprimí. Las que le diste para que leyera.
La boca de Kathy se encogió más que nunca y casi se le quedó rígida e inmóvil. Tuvo que intentar no decir nada hasta que él dijo:
– También las has destruido, ¿no?
– Dudley, intentaba protegerte. Ya no puede ser solo por tus historias.
– No puede, ¿verdad? Se han esfumado. Perdidas para siempre. Nadie más las leerá.
Se quedó mirándola fijamente hasta que ella tuvo que secarse los ojos. Entonces él dijo:
– No has protegido nada. Lo único que has hecho es destruir todo lo que yo he sido siempre.
– No digas eso. Sigues viviendo bajo mi techo, a pesar de lo que hayas hecho.
– Dios, ¿ahora intentas parecerte a papá? Haces incluso peores rimas que las suyas. Los dos podéis decirle a todos cómo creíais que era. Gracias a Dios yo no estaré aquí para oírlo -dijo Dudley, mientras se dirigía al camino que conducía hasta la cima.
– ¿Dónde vas a ir? -alegó Kathy-. ¿Quién va a cuidar de ti?
– Adonde no puedas seguirme. Ya no tengo nada por lo que vivir ahora que mis historias están destruidas.
Apenas podía verlo por culpa de la oscuridad de su cabeza. La luz del día solo hacía que todo pareciese más carbonizado, casi podía olerlo. Fue dando tumbos hacia él a través de los bloques de roca.
– Puedes volver a escribirlas -intentó convencerlo-. Puedes escribir más e incluso mejores.
– Mi inspiración ha muerto. Tú la has matado.
Aquello era más que injusto, pero no quería examinarlo al detalle.
– No has dejado de ser escritor -gritó.
– ¿Por qué no? Tú lo hiciste, dejaste de escribir.
– Eso no es del todo cierto, ¿verdad? Terminé una de tus historias.
Antes de que pudiera decirle que se había acordado de que aún la tenía bajo la almohada, él anduvo hacia la cima y se giró para mirarla.
– ¿Llamas a eso escribir? Yo no habría hecho algo así ni en el colegio.
Kathy pensó que lo único que estaba haciendo era lo posible por alejarla de él. Vio que se alejó del observatorio abandonado y caminó por la cresta hacia el molino. Aquella ruta lo conduciría hasta Birkenhead. Se acordó de la carretera que cortaba la colina y el borde sin vallar del que tuvo que salvarlo una vez cuando tenía nueve años.
– No vayas por allí -suplicó a la vez que corría para ponerse a su altura-. Allí hay gente. ¿Quieres que te vean?
– No voy a llegar tan lejos.
No habría estado segura de que tuviera en mente la caída hacia la carretera, si no llega a ser porque su mirada apuntaba en aquella dirección e inmediatamente se echó a un lado. Ella intentó agarrarlo por el brazo, pero él ya estaba fuera de su alcance. Se resbaló al pisar unos líquenes y se cayó de rodillas sobre la roca.
– Detente, Dudley, escucha -gritaba, pero sin saber qué más añadir.
Entonces, Dudley se detuvo, como un corredor a la espera de la señal de salida en una carrera, porque su teléfono comenzó a sonar.
Kathy se puso de pie y volvió a cogerlo.
– ¿Estás seguro de que deberías cogerlo? -dijo mientras él sacaba el teléfono-. No sabes quién puede estar intentando localizarte.
– No me importa. Llegarán demasiado tarde.
Seguía mirándola fijamente cuando dijo:
– Dudley Smith. El señor Matagrama.
Vio en sus ojos que la respuesta le provocó arrepentimiento.
– Hola, Vincent -dijo-. Ahora no estoy escribiendo… ¿Más actores? Hombres, ¿no? ¿Cuántos? ¿Sabes ya cómo tienen que hacer de señor Matagrama?
Kathy lo supo enseguida, pero no sabía si decirlo habría marcado alguna diferencia.
– De mí -dijo Dudley.
Estaba consternada por no saber si tenía que estar o no de acuerdo.
– No te preocupes, ahora -le dijo a Vincent-. Empezad sin mí si no he llegado. Aún puedo confiar en ti, ¿verdad? Elige a quien consideres que más se parezca al señor Matagrama.
Se guardó el teléfono en el bolsillo y se apresuró hacia el borde del puente que había sobre la carretera.
– Aquí estás. Hay algo que tienes que recordar por mí -dijo sin mirar atrás-. Conozca al señor Matagrama.
– No quiero recordarte. Quiero tenerte conmigo.
Aquello fue demasiado vago, pero pudo añadir:
– Te quiero vivo -dijo, alcanzando su velocidad al pasar el molino.
Kathy miró al otro lado del puente, y esperó ver a alguien que hubiese salido a dar un paseo. Habían evitado encontrarse con gente, pero en aquel momento, lo único que le detendría sería que hubiese alguien más por ahí. Al igual que las aspas del molino, todo estaba en calma y no le servía de nada. Quería que se dirigiese hacia el puente aunque siguiera huyendo de ella. Casi había llegado allí cuando giró bruscamente, con un salto, hacia la carretera.
– No -casi gritó, intentando clamarse después-. Estás actuando como la gente de tus historias.
– ¿Y por qué no iba a hacerlo? Siempre he sido parte de ellas.
Por accidente o por una bravuconada, le dio una patada a una piedra que fue a parar al otro lado del bloque y desapareció por el precipicio. Después de un silencio, como si les hubiera faltado el aire, cayó en la carretera. Aunque el impacto fue apenas audible, a Kathy le pareció que había sonado como una campana oxidada. Aquello no intimidó a su hijo, que se fue detrás de la piedra como si quisiera seguirla hacia abajo.
– Dudley, escucha -gritó.
La última vez no se esperó para hacerlo y esta, tampoco.
– Les diré que todo es culpa mía -le prometió, mientras pasaba el puente corriendo-. No la forma en que te he criado. Solía tomar drogas antes de que nacieras. Aquello seguramente ha tenido algo que ver en esto. Les obligaré a que me escuchen. Tendrán que entenderlo y después…
No sabía cómo continuar, pero tenía que hacerlo. Él se había detenido, a punto de saltar, y la miraba con cierto aire de invitación en sus ojos. Las siguientes palabras que dijera serían las más importantes de su vida.
– Ambos necesitamos ayuda -dijo ella.
Pareció esbozar una sonrisa, como si ni siquiera fuese capaz de realizar el esfuerzo de parecer desdeñoso.
– Yo no -dijo dando un paso hacia el borde.
Kathy sintió como la oscuridad inundó su cabeza. Apenas podía ver nada mientras se abalanzaba para tirar de él hacia atrás. Parecía que la negrura le ralentizaba la visión, así que apenas podía saber si se estaba imaginando que su hijo aún no había caído, se había salvado a sí mismo metiéndose bajo un saliente justo debajo del borde. Podía haber proyectado aquella imagen en su oscuridad: la visión de su hijo esquivándola y lanzando una patada para engañarla. Escuchó que dijo algo como si ya no le importara que ella lo oyera.
– Tendría que haberlo hecho con Patricia primero -murmuró.
No había nada más a lo que agarrarse excepto a él. Su brazo la sostenía de la muñeca mientras ella perdía el equilibrio en el borde. Vio que la miraba boquiabierto mientras intentaba soltarse y mantener el pie de apoyo. No consiguió ninguna de las dos cosas. Aunque lo miraba, a su alto hijo, solo veía a un niño avergonzado y aterrorizado por la injusticia del mundo. No podía soportar más aquello e hizo un último intento por protegerlo aunque apenas era capaz de inspirar el aire que corría a su alrededor necesario para hablar.
– Había una vez un chico y una madre que podían volar -comenzó.